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Transición ecológica, ¿palanca de creación de empleo?

Jaime Nieto Vega

9 mins - 9 de Septiembre de 2021, 19:50

La Unión Europea (UE), al igual que el mundo entero, se enfrentan a un doble reto en las próximas décadas: gestionar la recuperación económica post-Covid e iniciar una transición ecológica que logre reducir a cero las emisiones de COalrededor de 2050 (de acuerdo con el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés). Hace tan sólo una década, cuando las políticas de contracción económica (la llamada austeridad) eran la receta habitual para tratar una economía en recesión, ambos objetivos habrían aparecido como contradictorios. Sin embargo, tras el (tímido pero seguro) cambio de tendencia en la política económica de la UE, con el Pacto de Estabilidad suspendido y promoviendo políticas fiscales expansivas, la complementariedad entre objetivos parece evidente. No en vano, se ha garantizado que el 37% de los 1,8 billones de euros del Fondo Next Generation y el Presupuesto a Largo Plazo de la UE financien un Green Deal concebido antes de la pandemia. Tal es la confianza en estos proyectos que la UE ha incrementado su compromiso de reducción de emisiones del 40% a 55% para el año 2030 ('fit for 55'). En combinación con el Mecanismo de Transición Justa, la transición ecológica será utilizada como una palanca para restaurar las rentas, el empleo y el crecimiento económico que la pandemia se llevó por delante como un ciclón. De esta manera, una política fiscal expansiva sería el intrumento de política económica para la creación de empleo y lograr los objetivos climáticos de la UE. Estaríamos, por lo tanto, ante una versión descafeinada del keynesianismo, pero con la sostenibilidad como leit motiv: una suerte de nuevo keynesianismo verde.
 
Pero el diseño de transiciones hacia la sostenibilidad no surgió ayer. Las formas de abordarlas han sido tradicionalmente diversas en los escenarios que habitualmente han poblado los informes de transición. Cabe destacar el enfoque del crecimiento verde (green growth), que ha emergido como dominante tras el salto de los informes a las agendas de los gobiernos. Se trataría de una relación simbiótica entre inversiones, crecimiento económico, cambio tecnológico y transición hacia renovables. La Organización Internacional del trabajo (OIT) estima la creación de 24 millones de empleos verdes. El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) contaba con generar una media de 271.000 empleos netos anuales hasta 2030 en España; incluso antes de contar con el Fondo Next Generation.
 
Gráfico 1.- Empleos netos por sector (en miles)
Fuente: Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC).
 
[Con la colaboración de Red Eléctrica de España]

Mientras que tradicionalmente la transición ecológica figuraba como un apartado en los programas electorales de los partidos, en ocasiones más por obligación moral, durante los años previos a la pandemia el panorama ya había comenzado a girar. Así, esta cuestión pasó a convertirse en el tronco central que articulaba el resto de políticas en algunos programas. De manera general, y generosamente, solía denominarse a estos programas como Green New Deal (Nuevo Acuerdo Verde), en un paralelismo con el New Deal que Roosevelt puso en marcha tras la Gran Depresión en Estados Unidos. Algunos de estos planes pretendían combinar medidas de equidad social con la transición ecológica y, en menor o mayor medida, relocalización industrial y crecimiento económico.

Así, el Green New Deal abanderado por la diputada demócrata Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) aspiraba a crear 1,5 millones de empleos en EE.UU., mientras la Green Industrial Revolution del Partido Laborista británico de Jeremy Corbyn presentaba la ambiciosa cifra de un millón de empleos verdes. En España, en el Acuerdo Verde de Más País-Equo figuraba la creación de 500.000-600.000 puestos de trabajo. Aunque ninguno de los programas haya sido adoptado de manera inequívoca por alguna Administración, tampoco puede decirse que hayan caído en saco rato. La propuesta de AOC encontrará su sitio en el Ejecutivo de Joe Biden y las ideas de los restantes informes están claramente presentes en el programa de transición ecológica y/o recuperación económica de Reino Unido y la UE.

Sin embargo, esta incursión en la 'realpolitik' llega a costa de reducir o descafeinar la dimensión de la equidad. Esta cuestión y otras contradicciones, sin embargo, son fundamentales para abordar la transición ecológica con éxito, según se advierte desde el mundo académico. De esta manera, sabemos que las emisiones de gases de efecto invernadero no caerán con la suficiente rapidez si la sustitución de combustibles fósiles por renovables no va acompañada de una reducción del consumo de energía. He aquí una de las principales contradicciones que la transición ecológica debe afrontar. Una expansión de la economía –medida a través del PIB– tiende a incrementar la demanda de energía y a neutralizar las mejoras en la eficiencia con la que ésta se consume, en lo que se conoce como efecto rebote. Cuando ha tenido lugar el fenómeno conocido como 'desacoplamiento' –combinar crecimiento económico con reducción de energía y/o emisiones–, se ha producido en buena medida a través de la deslocalización industrial, dinámica que también pretende revertirse. No sólo eso, sino que cada día se hace más presente el conflicto entre los macroproyectos renovables y otros usos del suelo (ganaderos, agrícolas, paisajísticos, etc.), así como su dependencia de materiales críticos escasos y vinculados a proyectos mineros muy agresivos con el medio ambiente a escala local.

Si un movimiento expansivo de la economía puede estar reñido con los objetivos climáticos, ¿quiere esto decir que ambos objetivos son incompatibles, que se debe elegir entre bienestar social y sostenibilidad? En absoluto esto es así. Al contrario, ambas dimensiones están estrechamente ligadas; pero, para ello, deben reorientarse los objetivos de política económica, energética y climática.



Una economía que contrae rápidamente –y debe hacerlo muy rápidamente– su uso energético, difícilmente puede abordar este descenso tan sólo a través de la eficiencia; especialmente si se descuenta el efecto rebote. Para que este shock no sea absorbido de manera desigual e impacte en el bienestar social, se hace necesaria la implantación de políticas. De esta manera, una reducción de la jornada laboral sin reducción salarial contribuiría a mantener el empleo sin reducir la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población. No sólo eso, sino que existe evidencia de que reducir el peso del trabajo en nuestras vidas contribuiría a tomar decisiones de consumo más sostenibles. Esto compensaría, además, las décadas de aumento de la productividad del trabajo por encima de los salarios. Es más, algunas investigaciones como ésta de Nature Sustainability, apuntan a que sería recomendable la implantación de programas de trabajo garantizado en combinación con renta básica.

Al mismo tiempo, se hace necesaria la recuperación de la política industrial que reduzca el peso de aquellos sectores de alta demanda energética –especialmente si es sucia– y aumente la de aquéllos que tienen un peso positivo en el empleo y una menor demanda de energía no renovable: sanidad, educación, cultura, generación renovable, etcétera. Pero no basta ya con meros juegos de incentivos-desincentivos; se hace necesaria la propiedad pública de empresas que guíen de manera decisiva los sectores. Un buen ejemplo lo tendríamos en el sector eléctrico, lo que contribuiría tanto a liderar el proceso de innovación como a amortiguar eventuales picos de precios durante la transición, como está ocurriendo ahora mismo.

Del mismo modo, la electrificación de la economía probablemente implique aumentar sustancialmente el parque de generación renovable, aunque se reduzca el total de energía consumida (la electricidad es sólo el 20% en la actualidad). La generación local descentralizada, fijadora de población y empleo y en acuerdo con las comunidades locales, debiera ser la norma. Las cooperativas energéticas pueden desempeñar un rol importante en la democratización de la generación de energía renovable, para que ésta responda adecuadamente a las necesidades reales del entorno.

Finalmente, todo ello debe acompañarse de políticas multidimensionales de gestión de la demanda –también creadoras de empleo– que contribuyan a reducir las necesidades de transporte (trabajo remoto, urbanismo sostenible) y que fomenten modos alternativos al vehículo privado (ferrocarril, transporte público, vehículos compartidos, etc.), reducción de la demanda en hogares (aislamiento, arquitectura sostenible, etc.), así como cambios en las dietas que promuevan una agricultura ecológica y una ganadería extensiva sostenible.

En definitiva, un trago de difícil digestión para los gobiernos, más cómodos por tomar el camino rápido que, sin embargo, no es el más efectivo para lograr los objetivos medioambientales. Sin embargo, son muchas décadas de inacción y de seguimiento de una narrativa en la que la transición ecológica se produciría de manera gradual, impulsada por incentivos y desincentivos sobre los mercados. El giro de timón de los últimos años (y meses) es un paso hacia adelante. No debe confundirse la crítica con el business as usual. Nos encontramos ante una gran oportunidad que no debe desaprovecharse para hacer las cosas bien y a tiempo. Para ello, las instituciones deben demostrar cintura para escuchar y dejarse aconsejar por la comunidad científica y a la sociedad civil. Llevar a cabo la transición hacia un sistema más sostenible es una proeza que la humanidad no ha logrado con anterioridad. ¿Estaremos a la altura del reto?

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