La promoción de la democracia ha sido la piedra angular de la agenda de política exterior de Estados Unidos (
Fowler, 2014), aunque no sin resistencia (
Carothers, 2016). A medida que la construcción de la democracia fue dando forma a sus dominios,
las contradicciones sobre la estrategia se debatían entre la ayuda financiera, la promoción institucional, la contención y la intervención militar. El ciclo de expansión y estabilidad democrática tuvo lugar entre 1975 y 2007 (
Diamond, 2015), seguido de un período de deterioro en el que la recesión, el retroceso, la erosión o el declive de la democracia dominaron el debate intelectual (
Levitsky y Way, 2015), cuestionando su mal funcionamiento (
Fukuyama, 2015), mientras otros argumentaron que se trataba de una transición o crisis en lugar de un declive (
Schmitter, 2015). Sin embargo, sobre lo que hay escaso acuerdo es acerca de la eficacia del uso de fondos públicos para la promoción de la democracia, especialmente si se utiliza para movilizar esfuerzos de construcción de una nación. Al mirar las experiencias del pasado, los avances concretos (o sus retrocesos) y los efectos del cambio de rumbo de la política exterior norteamericana podemos ver cómo estas circunstancias han promovido la aparición de las condiciones necesarias en algunos países para la consolidación de regímenes cada vez más autoritarios,
a lo que se han sumado las limitaciones de una política que se ha vuelto problemática cuando sus propios promotores están experimentando una recesión democrática.
Como estrategia de política exterior, la promoción democrática ha sido vista tanto como un compromiso en su desarrollo y como una medida de protección contra regímenes autoritarios. La política exterior de EE.UU. ha experimentado una fluctuación en los esfuerzos de asistencia a la democracia, en respuesta a las amenazas anti-democráticas y a las transiciones exitosas, pudiendo identificarse periodos caracterizados por el desarrollo amplio de programas de fortalecimiento en contraste con iniciativas de menor impacto. La estrategia de promoción de la democracia generalmente implica la observación electoral, la promoción de la sociedad civil y la defensa de los derechos humanos (
Carothers, 2004; CRS, 2019). La lógica detrás de la financiación de la democracia es una estrategia dual basada en principios: la determinación de apoyar el fortalecimiento democrático y el reconocimiento de que un sistema fuerte de estas características se basa en el desarrollo económico y la plena confianza en las instituciones civiles.
Sin embargo, como bien señala Carothers, la construcción no ha estado exenta de controversia,
debatiéndose a menudo su legitimidad y los límites de la promoción democrática de Occidente (2004), ya que los esfuerzos en su edificación también han sido parte de la respuesta en materia de seguridad nacional estadounidense frente al aumento de la amenaza terrorista islamista. Precisamente, no ha sido poca la cautela cuando se trata de las razones subyacentes en la promoción de la democracia, provocando a veces desconfianza al ser vista como una estrategia de cambio de régimen, lo que ha sido fuertemente cuestionado por los defensores de una política exterior no intervencionista.
El compromiso con la promoción democrática ha sido visto también con preocupación cuando se lo percibe como una expresión de neo-imperialismo, como una herramienta para la apropiación de recursos nacionales y sin que medie un acuerdo serio de democratización en el que, además, el trasfondo de las incursiones militares son juzgadas como intentos de construcción nacional o de restauración democrática, alimentando la falta de confianza que se ha ganado en otros países (
Mc Faul, 2004).
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Siguiendo a Carothers, la misión de apoyo a los esfuerzos democratizadores ha sido un aspecto importante de la agenda económica y de seguridad de Estados Unidos, pero también ha llegado a considerarse contraproducente cuando afecta los intereses de aliados no democráticos, poniendo en tela de juicio la legitimidad de la asistencia a la democracia por su uso selectivo; sin mencionar el debate sobre
el intento de exportar democracias de estilo occidental como una mercancía. Esta política ha llevado a países susceptibles de ser objeto de su aplicación a tomar medidas drásticas para evitar la interferencia extranjera, dificultando el trabajo de organizaciones no gubernamentales dependientes de ayuda financiera foránea bajo regímenes autoritarios (como en Rusia, Cuba, Venezuela y Nicaragua) con marcos legales dirigidos a coaccionar a activistas, académicos y otros actores no políticos involucrados en procesos de construcción democrática.
La naturaleza de la asistencia democrática ha evolucionado en respuesta a las amenazas predominantes del momento en contra de democracias consolidadas: desde la contención hasta la lucha contra el terrorismo, los esfuerzos en su promoción han estado impulsados por
la necesidad de auto-conservación entre las principales democracias del mundo y el interés en proteger sus economías. Si bien hay otras aspiraciones colectivas, como la defensa y promoción de los derechos humanos y las iniciativas de construcción institucional, la política siempre se configura en términos de intereses estratégicos que, en algunos contextos, exponen los riesgos de combinar la promoción de la democracia con la intervención militar (
CRS, 2019).
En este sentido, Carothers plantea que hay dos patrones diferenciados de asistencia a la democracia:
una perspectiva "política" y otra de "desarrollo" (
2009). Los esfuerzos desde el enfoque
político están dirigidos a construir capacidades en los procesos electorales y a promover las libertades políticas, como parte de un proceso que se presenta como una confrontación entre opciones democráticas y no democráticas, una perspectiva que se considera más limitada que la del
desarrollo, que representa una comprensión más amplia de la democracia que parte de la convicción en la que la igualdad y la justicia forman parte de un proceso incremental a largo plazo, involucrando no sólo a las instituciones políticas sino también a las socio-económicas. Aquí es donde la construcción nacional se vuelve relevante, y el debate se centra entonces en la naturaleza de la participación de los militares en la tarea política de construcción de instituciones con la que hay amplios y serios desacuerdos.
Sin embargo, durante la Administración de Trump hubo un cambio significativo en la agenda de promoción de la democracia. Se distanció de las inversiones tradicionales en asistencia y, en cambio, mostró interés en cultivar relaciones no sólo con Rusia, sino también con otros líderes controvertidos sin tener en cuenta los déficits democráticos presentes en sus países respectivos. Fue una ruptura con la tendencia que las cuatro administraciones anteriores habían mantenido dentro de un enfoque más pragmático, otra señal del avance de la agenda
America First promovida por el ex presidente.
La actual crisis en Kabul, tras la retirada de Estados Unidos tras el
acuerdo negociado por la Administración Trump con los talibanes en 2020, nos recuerda que
Afganistán ha sido uno de los principales receptores de ayuda estadounidense (CRS, 2019). El
informe recientemente publicado por el inspector general especial para la Reconstrucción de Afganistán proporciona un relato devastador de los últimos 20 años de intervención militar en el país asiático, donde el Gobierno de EE.UU. ha gastado 145.000 millones de dólares, en un esfuerzo que comenzara como una operación antiterrorista para luego expandirse hacia una misión de construcción nacional con el objetivo de organizar desde las fuerzas de seguridad hasta las instituciones económicas y civiles. Estos hallazgos corroboran la información
reportada previamente, en 2019, sobre
evaluaciones poco transparentes de lo que se presentaba continuamente como avances en la misión, confirmando años de evaluaciones críticas sobre la trayectoria de construcción nacional del país.
No obstante, después de estos 20 años de intervención militar, ha habido una
evolución en la opinión pública acerca de la sostenibilidad de los esfuerzos de construcción nacional. En 2009 ya se anticipaba la materialización de una
predicción sobre
la reacción en contra de la política exterior de construcción de nación, ya que el esfuerzo por promover un orden político que incluyera instituciones civiles y capacidad militar no estaba cumpliendo sus objetivos. El hecho de que la retirada de Afganistán haya sido acordada por un republicano y ejecutada por un demócrata demuestra que hay al menos un reconocimiento (con
apoyo popular significativo) sobre la necesidad de poner fin a incursiones militares incapaces de tener éxito en la construcción democrática.
Finalmente, hay dos factores críticos que siguen siendo relevantes para la naturaleza de actuaciones actuales y futuras. Estados Unidos sigue afrontando un desafío significativo en su democracia, la amenaza no ha terminado y la retirada de Afganistán está envalentonando a sus enemigos internos. Por otro lado, no sólo EE.UU., sino también Europa, necesitan fortalecer sus instituciones democráticas antes de intentar arreglar o construir otras. Esto no implica que Estados Unidos y sus aliados deban mantenerse al margen del auxilio a las democracias en peligro, mientras luchan contra el terrorismo. Sin embargo, no hay duda de que beneficiaría a sus propia lucha contra la amenaza iliberal si se comprometiese en un frente amplio de defensa de la democracia que no tenga que apoyarse exclusivamente en intervenciones militares.