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Estados Unidos y la caída de Afganistán

Juan Tovar Ruiz

10 mins - 17 de Agosto de 2021, 11:17

Las imágenes de la toma de Kabul y la huida del presidente afgano, Ashraf Ghani, han acompañado el final a la participación estadounidense en uno de los conflictos más largos de su historia. El gran símbolo de lo que en el actual debate político estadounidense se conoce como "guerras interminables". En su discurso ante el pueblo estadounidense de 16 de agosto justificando su decisión de retirar las tropas estadounidenses, Biden afirmó que la misión de Estados Unidos "nunca fue realizar un proceso de 'nation-building'" sino realizar labores antiterroristas y reiteró que Estados Unidos no puede luchar en un conflicto que los propios líderes y soldados del país no han querido hacer. También reiteró su afirmación de que, después de cuatro presidentes a cargo de este conflicto, no le pasará este conflicto a un quinto.
 
Para comprender lo sucedido en Afganistán hay que retrotraerse al año 2001, cuando se produjeron los ataques del 11 de Septiembre, que llevaron a la Administración de George W. Bush a iniciar el que probablemente sea el único conflicto armado claramente ligado a la "guerra contra el terror". Para ello se apoyó a los grupos opositores que componían la Alianza del Norte en su avance hacia Kabul. A pesar de la huida de Osama Bin Laden, el conflicto acabó con éxito.

Cuando la guerra finalizó y, contraviniendo sus promesas electorales, la Administración Estadounidense apoyó la puesta en marcha de un proceso de 'State-Building', como había sucedido en Haití, Bosnia o Kosovo y como sucedería en Irak. Esto es, un proceso de construcción de instituciones democráticas, en la creencia de que su consecución supondría el establecimiento de un Afganistán más seguro, estable y próspero. Un Estado que ofreciese esperanza a sus habitantes y evitase el crecimiento de grupos radicales como los talibán o al-Qaeda.

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Para ello se pondría en marcha el conocido como Proceso de Bonn, cuyo nombre procede de la conferencia celebrada en Bonn, en diciembre de 2001, y en la que participaron, además de las diferentes facciones afganas opuestas al régimen talibán, delegaciones de Estados Unidos y de países como Irán, Pakistán o la India entre otros. Como resultado del mismo se aprobó una Constitución y una serie de instituciones entre las que cabe destacar el establecimiento de una 'Loya Jirga'. Una asamblea electa.
 
Pronto quedó muy claro que las elevadas expectativas despertadas sobre la transformación de Afganistán no iban a cumplirse y que optar por la presencia continuada tratando de lograr este objetivo había sido un error. El proceso de construcción del Estado se dio de bruces con una serie de realidades. Entre ellas la división política entre los diferentes grupos étnicos y religiosos, la existencia de una corrupción generalizada en un país donde el salario de los funcionarios apenas llegaba para poder satisfacer sus necesidades básicas, la persistencia de la actividad insurgente y de la influencia de los señores de la guerra en sus respectivos territorios, la dificultad del gobierno para extender su autoridad más allá de Kabul o la consolidación de la economía basada en el cultivo del opio. 

A esto cabe añadir que la atención de la Administración Bush se centró en Irak a partir del año 2003, echando a perder un momento clave para consolidar la situación en Afganistán. También la actitud del vecino Pakistán, tradicional apoyo del movimiento talibán afgano ante el temor de que un gobierno hostil en su vecino uniese fuerzas con la India, quedando rodeado por ambos lados de su frontera. 

La Administración Obama quiso reconducir la situación con una estrategia similar a la que se había utilizado con éxito en Irak desde 2007. Una estrategia contrainsurgente traducida en un incremento de tropas que estabilizase la situación y la progresiva 'afganización' de la seguridad, acelerando la creación de un Ejército afgano capaz de asumir la seguridad en el país. Un objetivo en el que, a raíz de lo acontecido en los últimos días y de la falta de voluntad y moral del ejército afgano para luchar contra los talibán, de las múltiples deserciones y de la corrupción rampante, ya visible en tiempos de Obama, se ha fracasado de manera patente.



A pesar de las declaraciones del presidente Obama calificando Afganistán como una "guerra de necesidad" frente a la "guerra de elección" que identificaba con Irak, ya nadie sabía cuál era realmente la misión estadounidense en el país asiático. En especial después de la ejecución de Bin Laden y del debilitamiento de al-Qaeda por la política de ataques con drones y fuerzas especiales puesta en marcha por la Administración. Cabe destacar que uno de los principales críticos internos a la política afgana de la Administración fue el vicepresidente Biden, que se manifestó en contra del incremento de tropas y a favor de una estrategia ligera de naturaleza antiterrorista basada en los ataques con drones y fuerzas especiales.

La oposición a que continuase la participación estadounidense en el conflicto de Afganistán era cada vez mayor entre la opinión pública estadounidense. El candidato y luego presidente, Donald Trump, defendió poner fin a las guerras interminables, simbolizadas por este conflicto y retirar las tropas estadounidenses. Para ello se puso en marcha un proceso negociador con un movimiento talibán cada vez más fortalecido, con el objeto de llegar a un acuerdo que facilitase la retirada de las tropas. Una decisión que tenía amplios apoyos en la política estadounidense, entre los que cabe citar a buena parte de los candidatos demócratas en las elecciones de 2020. De hecho, el fin de las "guerras interminables" se convertiría en un importante punto de continuidad entre las Administraciones de Trump y Biden, no resultando ninguna sorpresa que el nuevo presidente estadounidense mantuviera la política de su predecesor.

Los diferentes grupos ideológicos de la política exterior estadounidense nuevamente han levantado un debate sobre la sabiduría de la retirada. Intelectuales y líderes políticos vinculados al movimiento neoconservador o a la defensa del intervencionismo como son William Kristol, Liz Cheney o Lindsey Graham, entre otros, han sido particularmente críticos. Otros, como el expresidente Donald Trump, a pesar de compartir el objetivo de retirada de tropas, han criticado la salida sin condiciones e incluso solicitado la dimisión del presidente Biden. Miembros de la Administración y autores realistas como Stephen Walt, en cambio, la han defendido.

En la práctica, los argumentos en contra de la retirada, como el de la supuesta falta de credibilidad de las garantías de seguridad estadounidense, son difíciles de sostener, y la capacidad de conseguir resultados positivos en el caso de que Estados Unidos hubiese permanecido en el país asiático, una quimera. A esto cabe añadir el contexto de un sistema internacional marcado por el ascenso de China y la necesidad de afrontar una nueva competición entre grandes potencias. Comparado con los desafíos de seguridad que plantea China, la problemática de Afganistán se antoja irrelevante estratégicamente, cuando no una costosa distracción para la potencia norteamericana, que en este momento no se puede permitir. En este sentido, cuando el presidente Biden reconoce en su discurso sobre Afganistán que nada agradaría más a sus competidores que ver a Estados Unidos envuelto por más tiempo en ese conflicto, no le falta razón a raíz de precedentes como Irak.

El fin de la participación estadounidense en la Guerra de Afganistán era largamente esperado y suscitaba apoyos a lo largo de todo el espectro político estadounidense, aunque no tanto entre sus élites de política exterior. Sin embargo, su pésima ejecución y la falta de previsión en relación a la rapidez de la caída del gobierno afgano y de la disolución de su ejército han provocado numerosas críticas a la Administración Biden, que pueden no dejarle indemne en las contiendas electorales que están por venir. Además, hay que tener en cuenta que se disponía de un precedente paralelo como fue el de la desbandada del ejército iraquí frente a la expansión del ISIS en 2014.

No es fácil prever que es lo que puede suceder en los próximos años en Afganistán y, hasta qué punto, los talibán tendrán la habilidad de mantener su control sobre el conjunto del territorio del país.  El movimiento talibán ha tenido escaso apoyo entre la población urbana y entre minorías como los uzbekos, tayikos o hazaras. Estos grupos podrían constituirse en la base de la resistencia interna, en especial si los talibán demuestran no estar dispuestos a cambiar las políticas que les caracterizaron en el pasado.

La problemática futura de Afganistán deberá ser afrontada por los Estados vecinos, en especial China, Irán, los Estados de Asia Central y Rusia, que son las que tienen los intereses más relevantes en juego. También los que deberían estar verdaderamente interesadas en el establecimiento de un Afganistán estable y para los que, previsiblemente, las promesas de los talibán no deberían tener más credibilidad que la que demostraron en pasados procesos negociadores con el antiguo gobierno afgano y sus aliados estadounidenses. Más inquietud despierta Pakistán, que no ha jugado un rol particularmente constructivo en la estabilización del país asiático.
 
En cualquier caso y, contra lo que se viene diciendo, no es una situación fácil de manejar para potencias como Rusia y China, que tendrán que enfocar sus recursos en evitar que lo acontecido en Afganistán tenga implicaciones para sus propios movimientos islamistas e independentistas a nivel interno.
 
En lo que respecta a los países occidentales, Estados Unidos tratará de focalizarse en la lucha contra grupos yihadistas a través de instrumentos como los drones y las operaciones de fuerzas especiales, para evitar nuevos atentados en caso de que estos se fortalezcan.  En cuanto a los líderes europeos, carecen de recursos y voluntad política para influir en la situación, más allá de aportar recursos económicos a los países vecinos de Afganistán y tratar de contener el previsible flujo migratorio que puede tener consecuencias similares a la de la crisis de refugiados de 2015.  

En su discurso Biden sostuvo que no repetirá los errores del pasado al poner fin a la participación estadounidense en el conflicto. En definitiva, se trata de un triste final que cierra el periodo del intervencionismo liberal de la posguerra fría, marcado claramente por el exceso de ambición y la falta de resultados positivos.  Sus cenizas dejan paso a un sistema internacional marcado de manera aún más clara por la competición entre grandes potencias.

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