La llamada
excepcionalidad cubana terminó el domingo 11 de julio de 2021. Quedó desmentida la idea de que en el país no se cumplen, o se cumplen de manera distinta, un grupo de condiciones que diferencian nuestros procesos sociales de otros en la región. Miles de cubanos
salieron casi simultáneamente a las calles en todo el país para expresar su descontento y demandas al Gobierno de la isla.
Las primeras noticias llegaron desde San Antonio de los Baños, un pueblo en la provincia de Artemisa cercano a la capital cubana, y luego desde todas las provincias. Hay
más de una causa;
existen detonantes de carácter político, social y económico, en unas condiciones agravadas por la pandemia de Covid-19. Y no son nuevas: lo que se ha producido es un efecto de acumulación.
También las reclamaciones han sido diversas: algunas se centran en las reformas; otras, en una abierta oposición a los dirigentes del país. Vacunas, medicamentos, no más tiendas en divisas son clamores de la multitud, empujada por el malestar en medio de la extrema crisis económica que atraviesa Cuba. Al mismo tiempo, gritos de
libertad,
abajo la dictadura,
Díaz-Canel, deja el poder se dirigen a un cambio más profundo.
Cuba se encuentra bajo el fuego cruzado de la errática gestión interna y las sanciones estadounidenses, que durante los últimos años han han abarcado y han sido más fuertes que nunca. Faltan alimentos, medicinas y productos de aseo. Los pocos disponibles se encuentran en tiendas en divisas en las cuales hay que hacer largas colas, aun cuando en ellas se paga en divisas y no en la moneda en la que los cubanos reciben su salario; o en un mercado negro donde campea la inflación. Las tarjetas en divisa expedidas por bancos cubanos se mantienen con depósitos en euros, libras, coronas o yenes que provienen, en su mayoría, de remesas familiares; uno de los blancos de las sanciones
trumpistas.
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La llamada
Tarea Ordenamiento, un esfuerzo por organizar la pirámide económica del país y las distorsiones financieras producto del uso del peso convertible, no ha logrado sus objetivos, algo que reconoce el propio Gobierno cubano. Entre su paquete de medidas, una de las más impopulares fue la prohibición del depósito de dólares en efectivo en bancos cubanos, después de haberse
dolarizado parcialmente la economía.
A ello se une la escasa disponibilidad de medicamentos. Hospitales y farmacias se encuentran desabastecidos y la mayoría de los cubanos sólo puede encontrar muchas medicinas esenciales en el mercado informal y a muy alto precio; lo cual, además, genera una brecha para los grupos en situación de vulnerabilidad.
Por si fuera poco, en los últimos días el alza de casos de Covid-19 en varias provincias ha provocado el colapso de sistemas hospitalarios; especialmente en Matanzas, foco principal de la pandemia en este momento.
Es importante tener en cuenta las
restricciones impuestas y reforzadas por los sucesivos gobiernos estadounidenses. Aunque se usen como justificación de la mala gestión del Gobierno,
representan un lastre para el desarrollo económico del país y afectan directamente a la población.
En este contexto, el Gobierno cubano no dispone de mecanismos para gestionar el disenso y para la participación ciudadana efectiva.
Los resquicios legales para afrontar las decisiones del poder son rústicos y se castiga toda muestra de inconformidad o desacuerdo mediante la censura, la represión, las detenciones arbitrarias o la cárcel. En los últimos días, los cortes de energía eléctrica por problemas con el suministro han afectado a miles de cubanos por horas.
Como reacción a estas señales, una campaña en las redes sociales bajo la etiqueta
#SOSCuba llevó a artistas,
influencers, figuras reconocidas y ciudadanos comunes a abogar por el reconocimiento de la crisis y a clamar por ayuda humanitaria. A su vez, esta campaña ha permitido a muchos cubanos organizarse y recolectar donaciones para hacerlas llegar, por medios propios o en alianza con instituciones, a los territorios más vulnerables.
Usando la misma etiqueta, un sector de cubanos radicados fundamentalmente fuera del país, ha pedido no ayuda, sino intervención humanitaria; es decir, el uso de fuerza militar para impulsar un cambio de régimen.
Gestionar la crisis, una deuda
El Gobierno cubano está basando su gestión de la crisis en deslegitimar las protestas y atribuirlas a campañas externas y a noticias falsas. Hasta ahora, no ha reconocido su alcance ni ha asumido responsabilidad propia por la situación del país.
Los medios de prensa oficiales también desconocen las manifestaciones que tuvieron lugar a lo largo y ancho de la isla, a pesar de tratarse de un evento inédito en más de 60 años que ha atraído los ojos del mundo. El presidente, Miguel Díaz-Canel, se desplazó a San Antonio de los Baños, donde recorrió algunas calles, fuertemente escoltado, para intentar transmitir una imagen de normalidad y control. Ese mismo día, compareció en televisión para llamar al "pueblo revolucionario" a tomar las calles, en medio del pico más alto de contagios de Covid-19 desde que la pandemia llegó a Cuba.
"La orden de combate está dada", dijo.
Si bien no está descartado que haya simpatizantes del Gobierno dispuestos a acudir espontáneamente a esta llamada, existe una conocida fuerza parapolicial de individuos que, vestidos de civiles y armados toscamente, reprimen con violencia. La Policía tolera estas agresiones, y se pretende que, a ojos del público internacional, quede la imagen de
gente del pueblo que se estaría tomando la justicia por su mano para
defender su revolución.
La
orden de combate presidencial no ha sido la única estrategia desacertada.
Desde toda Cuba se informa de la imposibilidad de acceder a Internet mediante datos móviles. Los ciudadanos tienen que desplazarse a zonas con wifi en espacios públicos o usar VPNs en sus domicilios en caso de contar con Nauta Hogar, un servicio de alcance limitado. Esto tampoco es nuevo: se acostumbra a limitar o bloquear por completo el acceso a Internet a los ciudadanos si ocurre algún evento contra el Gobierno. Aun cuando hace más de 72 horas no hay servicio de datos disponible, el canciller cubano, Bruno Rodríguez, ha esquivado ofrecer una explicación en una conferencia de prensa.
Hasta el momento, el Gobierno cubano ha perdido la oportunidad de reconocer la legitimidad de las protestas y diferenciarlas de los penosos actos vandálicos que se produjeron.
No ha propuesto salidas políticas a la crisis ni caminos posibles para el diálogo. Clasificar a los manifestantes, personas de todo el país y de distintas edades y estratos sociales, como "contrarrevolucionarios" o "confundidos" y llamar a los "revolucionarios" a enfrentarse a ellos vuelve a poner el énfasis en la polarización, el discurso del odio y la división entre cubanos sin que ello se ajuste a la realidad. El cubano es un pueblo doliente que necesita libertades y alivio; los triunfalismos hace mucho que perdieron efecto.
La movilización sitúa al país en una situación grave, por su magnitud y por su rareza. A diferencia de agosto de 1994, cuando cientos de habaneros tomaron el malecón para pedir el fin del socialismo, esta vez las manifestaciones se han extendido por toda Cuba y no está descartado que ocurran nuevos episodios.
Por otro lado, actualmente no existe el nivel de representatividad política y poder simbólico de entonces, concentrado en la figura de Fidel Castro, sino un Gabinete sobre el que pesa la falta de legitimidad y el cansancio de un país que lleva años esperando una apertura.
Artistas y políticos de todo el mundo
han expresado su apuesta por el diálogo, la no violencia y la urgencia de promover los cambios que Cuba necesita. El 11 de julio se envió un mensaje:
el pueblo de Cuba es capaz de articularse y salir a la calle. El Gobierno tiene la obligación histórica de asumir su rol de forma creativa y desprenderse de viejos libretos para dar, con urgencia, respuestas demasiado tiempo postergadas.