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La doctrina del 'indirizzo politico' y el Tribunal de Cuentas

José Luis Martí, Josep Joan Moreso

12 de Julio de 2021, 22:07

En los años 60 del pasado siglo, de la mano de la doctrina constitucional y politológica italiana, se construyó la denominada doctrina del indirizzo politico, es decir, de la dirección política. No se trataba de resucitar las viejas doctrinas de los actos políticos del siglo XIX, que trataban de atrincherar determinados actos de gobierno para que no pudieran ser controlados por los otros poderes del Estado, en especial por el Judicial (pero también por el Legislativo; pensemos en el intento del jurista alemán Paul Laband de hurtar a éste la aprobación de los Presupuestos y, así, dejar incontrolada la política bélica de Bismarck).

La doctrina del indirizzo político nace en un contexto totalmente acorde con los principios de las democracias constitucionales. Entre otras cosas, pretende mostrar que, para que un Gobierno ejerza sus funciones constitucionales en las sociedades actuales, es preciso que se distinga entre las funciones 'administrativas' del Estado y aquéllas de 'dirección política'. Y, aun con sus variantes, puede encontrarse una doctrina similar en cualquier democracia constitucional bien asentada. Todo ello viene a cuento de la actual fiscalización de la actuación de 34 altos cargos de diversos gobiernos de la Generalitat entre los años 2011 y 2017, efectuada por el Tribunal de Cuentas. Y que nos obliga a rescatar principios básicos del Estado de derecho democrático y constitucional como éste.

Es obvio que el Gobierno se encuentra en la cima de la Administración y que, como parte de ella, en sus funciones administrativas está totalmente sometido a la legislación y su función (como el de toda la Administración) consiste en ejecutar lo que las leyes establecen. Pero es obvio también que el Gobierno no es como, digamos, la dirección provincial de Correos. El Ejecutivo, en el marco de la Constitución, establece los fines que van a ser perseguidos y diseña los instrumentos para alcanzarlos. Algunos de dichos instrumentos están sometidos plenamente a la legislación, pero otros disfrutan de mayor discreción; por ejemplo, el Gobierno decide los viajes al exterior de su presidente, el orden en que los realiza, las reuniones que prepara, para alcanzar el cumplimiento de los objetivos de su programa político. Todos vemos claro que no sería aceptable (supongamos) que el Tribunal de Cuentas entrara a fiscalizar si le parece políticamente adecuado que el ministro de Asuntos Exteriores o el presidente del Gobierno viajen o se reúnan con el jefe de Estado de tal o cual país, o que a la salida de la reunión hagan tales o cuales declaraciones.

En un Estado compuesto como es en el nuestro, en todo federal menos en el nombre como se dice a veces, estos rasgos hay que predicarlos no sólo del Gobierno español, sino también de los de las comunidades autónomas. Se nos dirá que, tal y como establece con total claridad el artículo 149.1.3º de la Constitución Española, la competencia de las relaciones internacionales es exclusiva del Estado. Pero no es menos cierto que ello debe hacerse compatible con una sana y normal capacidad de las comunidades autónomas e incluso, de manera creciente e importante para el orden global, de las ciudades, para llevar a cabo su propia política o acción exterior. Es por ello que en el caso de Cataluña, el propio Estatuto de Autonomía establece en su artículo 193 que "1. La Generalitat debe impulsar la proyección de Cataluña en el exterior y promover sus intereses en este ámbito respetando la competencia del Estado en materia de relaciones exteriores"; y que "2. La Generalitat tiene capacidad para llevar a cabo acciones con proyección exterior que se deriven directamente de sus competencias, bien de forma directa o a través de los órganos de la Administración General del Estado". Recordemos que el Tribunal Constitucional no ha visto nunca un problema en este artículo, ni en el hecho que Cataluña o cualquier otra Comunidad lleven a cabo una auténtica política exterior de proyección y promoción de sus intereses.

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Es por ello que, en nuestra opinión, un órgano de control externo de naturaleza constitucional, aunque con funciones jurisdiccionales, como es el Tribunal de Cuentas debe tomar en consideración y ser deferente con esta función, plenamente constitucional, del Gobierno de la Generalitat. No puede, como nos tememos que ha hecho, fiscalizar sus acciones como si fueran las de un órgano de la Administración; como la dirección provincial de Correos.

Un director provincial de Correos, si no es con la autorización de sus superiores, no puede organizar una visita por su cuenta a (pongamos) Finlandia para organizar mejor su dirección. Y si lo hiciere, los gastos que generara dicha visita activarían su responsabilidad contable y otras responsabilidades jurídicas, incluso penales. Sin embargo, los viajes organizados por el Gobierno de la Generalitat para dar a conocer la realidad catalana, de acuerdo con las mayorías parlamentarias surgidas de las urnas, deben ser respetados; incluso si los representantes del Govern aprovechaban esos viajes para difundir la idea de que Cataluña tenía derecho a organizar un referéndum de independencia. Puesto que, como el Tribunal Constitucional ha zanjado sin dejar lugar a dudas, el objetivo político de la independencia de Cataluña no es en sí mismo incompatible con la Constitución Española, lo único que podría serlo es la utilización de determinados medios, siempre que estén explícitamente prohibidos por la propia Constitución, cuestión sobre la que en seguida volveremos. Otra cosa bien diferente es la pregunta de si una determinada política exterior del Gobierno de la Generalitat es acorde o no con los intereses políticos de España. Pero ésta, por supuesto, es una cuestión política sobre la que el Tribunal de Cuentas no debe pronunciarse ni tener, siquiera, opinión formada.

Sólo si se pudiera probar que algunos de los gastos generados por la política exterior catalana estaban causalmente conectados con la celebración de un referéndum unilateral y, por lo tanto, manifiestamente ilegal, entonces podrían ser fiscalizados por el Tribunal de Cuentas para exigirles la responsabilidad contable.

Esto marca una diferencia muy relevante con respecto a las diligencias anteriores de este Tribunal en relación con la organización, respectivamente, de la llamada consulta popular del 9-N de 2014 y del referéndum del 1-O de 2017. En ambas ocasiones, el Constitucional había no sólo declarado inconstitucionales ambas consultas, sino que había ordenado explícitamente a los poderes públicos concernidos su no realización. Es obvio, por tanto, que si dichos poderes públicos hubieran decidido desobedecer dicha orden e incurrir en sendos gastos públicos para organizar las consultas, el Tribunal de Cuentas tendría en principio todo el derecho a fiscalizar dichas cuentas.

Esto no quiere decir que no haya también sus sombras en dichas diligencias. En primer lugar, y con respecto al 9-N, recordemos que lo que la Generalitat intentaba organizar era lo que, según la legislación catalana vigente (declarada más tarde inconstitucional), era una consulta no referendaria. El TC estableció que no había diferencia relevante entre dicha consulta y la consulta por vía de referéndum, y que, en consecuencia, cualquier intento de organizar el 9-N debía regirse por la legislación española en materia de referendos. La Generalitat terminó organizando lo que se vino en llamar "un acto participativo de la ciudadanía" sin valor de consulta.

Es opinable si ésta (digamos) argucia fue suficiente para dar cobertura a los gastos públicos incurridos en su celebración. Y, en tal sentido, el Tribunal de Cuentas puede defender con argumentos su competencia para fiscalizar dichas cuentas y exigir responsabilidades. Lo mismo con respecto a la organización del referéndum ilegal del 1-O, donde en todo caso, y a pesar de lo decidido por el Tribunal Supremo en la sentencia del procés, es discutible que se haya podido probar fehacientemente el uso de dinero público para la organización del referéndum. Como decimos, en ambos casos existen sus sombras, pero es indiscutible que el Tribunal de Cuentas tiene la competencia de fiscalización de las cuentas, pues no ha sido él mismo, sino el Constitucional, quien ha establecido la inconstitucionalidad de las acciones o medios que son objeto de dicha fiscalización.

En contraste claro con lo anterior, todo lo que ocurrió en política exterior entre 2011 y 2017 en el ámbito de las acciones de la Generalitat entra dentro del ámbito de sus competencias estatutarias. Y no le corresponde al Tribunal de Cuentas evaluar ni la conveniencia o corrección política de las decisiones tomadas por el Govern en el ejercicio de dichas competencias ni, en consecuencia, fiscalizar las cuentas derivadas de dicho ejercicio; más allá, por supuesto, de que existan defectos formales en tales cuentas, gastos no debidamente justificados, facturas incorrectamente emitidas, etc. Si este es el caso, el Tribunal de Cuentas no sólo puede, sino que debe intervenir y exigir responsabilidades a las personas que respondan de ello.

Sin embargo, hagamos el siguiente ejercicio mental. Es obvio que todos los viajes, reuniones, conferencias y ruedas de prensa internacionales organizadas por el Govern entre los años 2011 y 2017 no estaban conectados causalmente con la celebración del referéndum del 1-O. Ni eran necesarias para celebrarlo, ni sirvieron para facilitarlo ni, por otra parte, hicieron más probable su celebración. El Govern presidido por Carles Puigdemont (que, recordemos, era distinto a aqéellos de los que formaron parte las personas a las que ahora se exigen responsabilidades contables) decidió celebrar el referéndum y, más tarde, someter a votación del Parlament la declaración de independencia. Cabe preguntarse qué habría hecho el Tribunal de Cuentas si ese Govern hubiera decidido no seguir adelante con el referéndum de 2017: ¿habría exigido responsabilidades contables a estos 34 altos cargos? ¿Cuál podría ser el fundamento para hacerlo? Pero si la respuesta es que no, como nos tememos, entonces se está exigiendo responsabilidad contable a 34 altos cargos de diversos gobiernos por actos realizados entre 2011 y 2017, únicamente por las decisiones tomadas por un Gobierno posterior, en septiembre y octubre de 2017. Y es evidente que eso vulnera los principios más básicos de nuestro Estado de derecho.

La doctrina del indirizzo político es precisamente un modo de respetar la separación de poderes que constituye parte de la columna vertebral de nuestro sistema constitucional. Las decisiones de nuestros gobiernos, central y autonómicos, han de ser contempladas con deferencia hacia su autonomía al establecer los fines y los instrumentos para lograrlos, con el único límite del respeto a los principios constitucionales de nuestro Estado autonómico. Juzgarlos como si fueren acciones de administración ordinaria, que requieren una habilitación específica en cada caso, es traspasar los límites, no respetar la separación de poderes como consecuencia de una errónea intelección de lo que la mejor doctrina de la separación de poderes requiere de una democracia constitucional. Hacerlo exigiendo responsabilidades retroactivas a determinadas personas sobre la base de las acciones posteriores de otras personas distintas es, además, una vulneración flagrante del principio de legalidad que debe fundamentar cualquier Estado de derecho.

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