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Por qué sube el precio de la luz y qué podemos hacer para contenerlo

Ramón Mateo

14 mins - 22 de Junio de 2021, 19:35

Llevamos unas semanas encadenando subidas del precio de la luz, que ha superado los 94 euros/MWh. Estos niveles nos devuelven a los del pasado 8 de enero, cuando el precio diario superó los 103 €/MWh con los efectos de la borrasca Filomena todavía en el ambiente, y más atrás, al 11 de enero de 2002, cuando se alcanzó el máximo histórico diario de 103,76 €/Wh. Como entonces, la reciente escalada de precios ha generado una agria polémica. Sin embargo, también como entonces, la discusión (y el afán habitual por alimentarla, más que por generar soluciones) tiende a confundir las causas que explican el aumento sostenido de los precios.
 
Por si fuera poco, este encarecimiento ha coincidido con la entrada en vigor del nuevo modelo de la factura de la luz, cuyas novedades han traído su propia polémica. Pero aunque para la opinión pública ya parezca indisociable, y más allá de los trastornos reales que pueda generar considerando los actuales hábitos de consumo, la nueva tarifa no está detrás de la escalada del precio de la luz. Para entender esta subida, tenemos que mirar a los factores que explican los costes de generación de la electricidad y, sobre todo, a los efectos de la acción combinada de dos políticas regulatorias: los derechos de emisión de CO2 y el diseño marginalista del mercado eléctrico.

Poner precio a la contaminación para estimular la transición ecológica; aunque no siempre
Con el fin de hacer efectivos los compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) del Protocolo de Kioto, en 2005 la Unión Europea estableció un Régimen de Comercio de Derechos de Emisión. En el sistema europeo, el volumen de derechos negociables equivale al 57% de emisiones, mientras que el resto se asigna de manera gratuita a empresas en sectores en riesgo de deslocalización por fuga de carbono.

No todas las actividades contaminantes están obligadas a operar a través del régimen de derechos de emisión, aunque la previsión es que el sistema se extienda en el futuro a ámbitos hasta ahora exentos, como el transporte o la climatización residencial. Pero uno de los sectores que sí que está obligado a disponer de estos derechos es el de la generación eléctrica a partir de combustibles fósiles, como sucede con las centrales térmicas de carbón o con los ciclos combinados de gas natural.

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Entonces, ¿cómo afecta este sistema de comercio de derechos de emisión a los precios de la electricidad? Al igual que en todo mecanismo de mercado, en éste también operan las leyes de la oferta y la demanda. A más demanda, más subirán los precios de los derechos que tienen que comprar las empresas para generar electricidad, lo que supone un mayor coste que se repercute en el precio final de la electricidad. Cuantos más caros sean estos títulos, por tanto, más se encarecerá el precio de la luz.

En cualquier otro mercado, una forma de promover una bajada de los precios sería incrementar la oferta. Y aquí es donde se puede ver el problema al que nos enfrentamos. En el mercado de derechos de emisión de CO2, la oferta no puede aumentar, porque hacerlo implicaría permitir que aumentase el volumen de emisiones, algo que sería incoherente con la finalidad del sistema.

De este modo, sin capacidad de modular la oferta, incrementos en la demanda de derechos de emisión, derivada de una mayor demanda de electricidad o de una mayor producción industrial –variables ambas relacionadas con el crecimiento económico– se traducirán en presiones al alza sobre los precios de la electricidad que se genera a partir de fuentes de energía fósil. Esto es precisamente lo que ha sucedido. Tras una caída pronunciada del precio de los derechos de emisión por el parón económico provocado por la pandemia de Covid-19, la recuperación de la crisis sanitaria, combinada con una mayor ambición climática en la UE, ha provocado una nueva presión al alza que ha llevado el precio de los derechos de emisión a superar por primera vez los €/50 CO2. En cierto modo, se podría decir que no es que el precio de los derechos de emisión se haya disparado ahora de repente, sino que éste se había mantenido anormalmente bajo como consecuencia del parón económico de la pandemia y ahora se estaría produciendo un reajuste de los precios a su senda de evolución previsible.

Una vez se comprende cómo funciona el sistema, las perspectivas no son nada alentadoras. Porque el reto radica no en que no podamos aumentar la oferta, sino que, en realidad, esta oferta se va a ir reduciendo progresivamente con el paso de los años para ajustarse a los objetivos de reducción de emisiones previstos en el Acuerdo de París de 2015, la Ley Climática Europea y, en el caso de España, la recién aprobada Ley de Cambio Climático y Transición Energética. En concreto, para 2030 nuestro país deberá reducir sus emisiones de carbono un 23% respecto a 1999. Esto implicará que los derechos de emisión no dejarán de encarecerse y, por tanto, que los costes de generar energía en centrales fósiles serán cada vez más elevados. Esto ya está teniendo consecuencias: las centrales de carbón están cerrando progresivamente por falta de rentabilidad. Esta dinámica está trasladando cada vez más presión sobre el precio del gas natural, lo que a su vez encarece el coste de generación de los ciclos combinados (efectos directos sobre el precio de la electricidad como se verá más adelante).

Ahora bien, este encarecimiento de los derechos de emisión sólo tiene efectos sobre los costes de generación de la electricidad a partir de fuentes de energía fósiles, como el carbón o el gas natural. No afecta a la electricidad procedente de energías renovables, como la eólica, la solar térmica o fotovoltaica o la hidráulica, ni a la energía nuclear, que tampoco emite CO2. Y una parte importante de la energía que consumimos en España procede de estas centrales: el 67% del total. En el futuro será incluso más. El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) prevé un aumento de la penetración de las energías renovables del 74% en 2030, para lo que se plantea incrementar la capacidad renovable eólica de 29 GWh y de la fotovoltaica de 26 GWh, doblando el parque actual.



Siendo así, ¿por qué el encarecimiento de los derechos de emisión, que afectan únicamente a algunas categorías de centrales, se acaba traduciendo de manera prácticamente directa en un aumento del precio de toda la electricidad que consumimos? La respuesta está en el sistema que usamos para fijar los precios de la luz.

El mercado marginalista: mismo precio para la electricidad con independencia de la tecnología y de los costes de generación
La última pieza del rompecabezas de la escalada del precio de la luz está en la asignación de precios de la electricidad a través de un mecanismo marginalista. En esencia, este sistema presenta dos características: que fija un precio único para toda la electricidad, sea cual sea su origen y fuente de energía, y que este precio se corresponde con el que permite retribuir el coste de generación de la tecnología más cara. Este papel en la actualidad lo tienen los ciclos combinados de gas natural, fuente de origen fósil y que por tanto está obligada a adquirir derechos negociables de emisión.

De este modo, el aumento del precio de los derechos de emisión, que encarece los costes de generación del gas natural, acaba provocando un incremento en el precio de toda la electricidad que consumimos, que no guarda proporcionalidad con el peso que las renovables o la nuclear tengan en el mix eléctrico. Si a esto se añade el incremento en los precios del gas natural antes señalado, entonces tenemos la tormenta perfecta en los precios de la electricidad que estamos viendo en las últimas semanas.

Por otra parte, este mecanismo marginalista tiene otra consecuencia que tampoco está exenta de polémica. Como todas las tecnologías se retribuyen al coste de la más cara, las que generan electricidad con menor coste (en particular, centrales nucleares e hidráulicas ya amortizadas) obtienen un margen de ganancia por cada unidad de energía equivalente a la diferencia entre precio fijado y su coste de generación: unos 'beneficios caídos del cielo' (windfall profits, en inglés) que las compañías titulares de estas centrales reciben simplemente por el diseño concreto del mercado eléctrico.

Qué se puede hacer entonces para frenar la escalada en los precios
Aunque no existen soluciones mágicas, y menos aún que permitan revertir la tendencia del precio a largo plazo, eso no quiere decir que no se puedan tomar medidas con carácter inmediato para amortiguar parcialmente el impacto de la actual escalada de precios. Sobre todo en un contexto como el actual de recuperación tras la crisis de la Covid-19, en el que el precio de los derechos de emisión de CO2 todavía necesita algo de tiempo para estabilizarse.

Descartando la posibilidad de intervenir en el precio de la energía (24% de la factura eléctrica), ni en los peajes que fija la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (22%), al Gobierno le quedan dos opciones, que inciden sobre más de la mitad de la tarifa: los cargos (33%) y los impuestos (21%).

En cuanto a los cargos, cuyo coste total asciende a 9.500 millones de euros, la medida más directa sería sacar su financiación de la factura eléctrica. Hacerlo supondría una bajada de hasta un tercio del precio de la luz. No sería tan descabellado. A fin de cuentas, los cargos se refieren a conceptos que no guardan una relación directa con los costes de generación y transporte de la electricidad, sino más bien con políticas de interés general en materia energética. Tendría sentido que fuesen soportadas por todos los contribuyentes y no sólo por los consumidores eléctricos.

Éste es uno de los planteamientos que parece compartir el Gobierno, como se desprende de la propuesta de creación del Fondo Nacional de Sostenibilidad del Sistema Eléctrico (FNSSE), con el que se cubrirían los cargos asociados al régimen retributivo específico de las energías renovables, la cogeneración y los residuos (Recore). Con su puesta en marcha, los 6.225 millones de euros de costes regulados por este concepto que no se cubren con impuestos específicos o con los ingresos públicos obtenidos por las subastas de derechos de emisión de CO2 pasarían a ser financiados con aportaciones de los operadores en todos los vectores energéticos, incluidos los de petróleo y gas natural. El Gobierno alega que esta medida permitiría reducir la factura eléctrica de forma directa un 16%, aunque los posibles efectos adversos del Fondo también han generado controversias.

En una línea similar va otra de las propuestas recientes del Gobierno, consistente en la creación de un mecanismo para corregir los 'beneficios caídos del cielo' de las centrales no emisoras (hidráulicas y nucleares) por el diseño marginalista del mercado de electricidad. En el momento que sea aplicable, los operadores de estas centrales deberán abonar los importes equivalentes a la sobre-retribución que obtengan del mercado. El 10% de lo recaudado se destinará a políticas de lucha contra la pobreza energética mediante transferencias a las administraciones públicas para atender el suministro de los consumidores vulnerables severos en riesgo de exclusión social, mientras que el 90% restante se dirigirá a reducir los costes del Recore que hoy en día se financian con cargo a la factura eléctrica.

Por otra parte, el Gobierno también puede intervenir reduciendo los impuestos que inciden en el precio final de la electricidad. De un lado, estaría el Impuesto sobre la Producción de la Energía Eléctrica (IPVEE), que grava con un 7% el coste de generación de la electricidad y acaba repercutido en la factura de la luz. Este tributo ya fue suspendido por el Gobierno en 2018 con la previsión de que contribuiría a rebajar la factura un 2,5%. Ante la escalada reciente del precio, desde el Ejecutivo ya se ha anunciado su decisión de volver a suspenderlo. Como contrapunto, cabe considerar que el Estado ingresó por este impuesto 1.146 millones de euros que dejarían de percibirse y que no existe certeza de que la bajada se traslade íntegramente al precio de la luz y sirva, simplemente, para aumentar el margen de las compañías eléctricas.

Del otro, estarían los impuestos que se abonan directamente en la factura eléctrica: el Impuesto sobre la Electricidad y el IVA. El primero grava con un 5% el importe total del recibo de la luz, obteniendo una recaudación de 1.232 millones de euros que se transfieren en su totalidad a las comunidades autónomas. Originalmente, su creación estuvo destinada a financiar el régimen de retribución específico de la minería de carbón. Desaparecido éste, y no estando afectados sus ingresos a ninguna finalidad relacionada con la transición energética, esta figura ha devenido carente de sentido. Si no se plantea su supresión, será en todo caso precisa una revisión integral que busque una reorientación de su diseño; por ejemplo, para incentivar la eficiencia en el consumo energético.

Por último, queda el IVA, respecto del cual, pese a sus reticencias iniciales, el Gobierno finalmente ha anunciado que llevará a cabo una bajada transitoria del tipo impositivo, del 21% al 10%. Esta rebaja será temporal, hasta final de año, aunque se valora que sea permanente para los consumidores domésticos con una potencia contratada inferior a seis kilovatios y para las pymes con una potencia contratada inferior a los 10. Una de las razones que se esgrimen frente a esta medida, que se estima que podría suponer una pérdida de recaudación de hasta 3.000 millones de euros, es la falta de seguridad respecto a que el menor tipo impositivo se traduzca en menores precios de la luz y no en un mayor margen para las compañías. Pero en este caso, a diferencia del IPVEE, que es un coste indirecto, el IVA supone un coste directo que tendría una traslación inmediata.

La posibilidad de compensación por las compañías es reducida. Primero, porque estas compañías comunican sus precios cada semana, por lo que cualquier alteración destinada a apropiarse de esta bajada del IVA resultaría evidente. Segundo, porque este IVA también se bajaría en el Precio de Venta del Pequeño Consumidor (PVPC), tarifa regulada a la que están acogidos 11 millones de consumidores domésticos, algo más de la tercera parte del total, y que las compañías no podrían alterar de ningún modo. Por todo ello, cabe esperar que esta bajada, si finalmente se lleva a cabo, sí que se haría notar para una parte importante de los consumidores.
 
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