En América Latina, la emergencia sanitaria creada por la pandemia se ha convertido ya en una emergencia social y económica. Con sólo el 8% de la población mundial, la región da cuenta del
30% de las muertes por Covid-19.
Y está a las puertas de retroceder 10 años en términos de PIB y 12 años en aumento de la pobreza, reviviendo con ello experiencias difíciles anteriores como la década perdida durante los años 80.
¿Crisis como oportunidad?
A pesar de estos graves problemas (o quizás debido a ellos), muchos tienen la esperanza de que a este momento de crisis le suceda uno de reconstrucción que resuelva algunas de las fallas históricas de la región.
Un camino, planteado por la Comisión Económica para América Latina (Cepal), es el de los pactos redistributivos: acuerdos de largo plazo que refunden el contrato social y que han sido también propuestos por Naciones Unidas y mencionados hasta en
'The Economist'. Estos pactos permitirían políticas sociales inclusivas y garantizarían derechos sociales fundamentales como el agua potable, los servicios de salud y la educación o los ingresos básicos.
En esa línea, en junio de 2020
Alicia Bárcena, directora ejecutiva de la Cepal, declaraba: "La igualdad es una declaración política. Tenemos que huir de la cultura del privilegio, que naturaliza las desigualdades y hace creer que las personas no son iguales. Necesitamos un nuevo pacto social, un nuevo Estado de bienestar que consagre la protección social universal, con acceso a sistemas de salud de calidad". Poco después,
António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, se hacía eco de esta visión y agregaba que en América Latina región se requiere "desarrollar sistemas de bienestar comprensivos, que sean accesibles a toda la población".
Las limitaciones de la esperanza
Por desgracia, necesitar de pactos redistributivos en torno a un Estado robusto no es condición suficiente para lograrlos.
Los pactos son más bien resultado de las dinámicas políticas creadas por las propias políticas públicas y por la propia respuesta a la urgencia creada por la pandemia.
Para evaluar este argumento, resulta útil examinar, por ejemplo, los casos de Costa Rica, El Salvador y Guatemala, tres países centroamericanos que reúnen los mejores y peores escenarios de política social de toda América Latina. Antes de la pandemia,
la inversión social de Costa Rica equivalía al 24% del PIB, mientras que la de El Salvador y la de Guatemala se situaban en 15% y en el 7%, respectivamente.
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Nos enfocamos en las transferencias monetarias de emergencia implementadas durante 2020 por su importancia para que las personas pusieran comida en la mesa y evitaran caer en la pobreza extrema como resultado de la repentina perdida de ingresos. Estas transferencias fueron, además, priorizadas por los gobiernos, representando entre el 0,7% y el 1,4% del PIB en Costa Rica y El Salvador, respectivamente.
¿Cuál fue el resultado de los programas en el corto plazo? ¿Cuánto ayudaron a la población? ¿Cómo se relacionaron estas respuestas a
corto con las trayectorias de medio y largo plazos? ¿Qué narrativas contribuyeron a crear sobre el Estado y sobre el futuro? Contestar a estas preguntas de economía política permite empezar a entender hasta qué punto será posible construir un futuro distinto en estos tres países y, más en general, en toda América Latina.
Las respuestas inmediatas
En el corto plazo, los tres programas fueron insuficientes frente la magnitud de los problemas creados por la Covid-19, pero nada despreciables en perspectiva histórica.
Aunque la
cobertura fue poca para las enormes necesidades de una fuerza laboral informal que oscila entre el 46% en Costa Rica y el 65% en Guatemala, prácticamente de un día para otro El Salvador cubrió a más del 15% de su población y Guatemala, al 18%.
La
suficiencia no fue despreciable, cubriendo entre cuatro y casi ocho veces la canasta básica mensual individual; aunque se destinó a hogares enteros y fue una transferencia máxima de sólo tres meses, frente a un choque que continua hasta ahora.
Con niveles variables, en los tres países los programas demostraron la capacidad de los gobiernos para implementar
programas de envergadura de forma rápida. En Costa Rica, el programa alcanzó a la población informal; en Guatemala, 2,6 de poco más de 3,2 millones de hogares recibieron bonos de emergencia durante los primeros meses de la emergencia sanitaria.
Fueron, por tanto, programas novedosos y hasta sorprendentes que, en principio, podían haber generado enseñanzas de política pública relevantes de cara al futuro e, incluso, creado nuevas demandas sociales. ¿Fue así?
Más allá del corto plazo
Para que las transferencias a corto plazo permitan crear programas más ambiciosos a largo plazo (como el tipo de ingreso ciudadano que se ha discutido frecuentemente en estas páginas, como
aquí,
aquí o
aquí) tienen que producirse tres cosas: nuevas expectativas y demandas de población,
que vea las transferencias monetarias como un derecho; el convencimiento estatal de que son un instrumento para el desarrollo que exige de ingresos sostenidos para financiarlo; y
una narrativa basada más en la crisis social latinoamericana a corto y largo plazos que en la posición fiscal como restricción dominante.
Lamentablemente, ninguna de estas condiciones se ha dado, al menos por ahora. Esto es así porque, por un lado, las medidas fueron demasiado breves para crear una clara demanda social. Además, desde la perspectiva del Estado estuvieron demasiado encuadradas en la emergencia para que las autoridades las vincularan con el ingreso básico ciudadano o programas permanentes similares. Por último, el encuadre se volvió muy rápidamente hacia la austeridad.
Entonces, ¿la pandemia no ha creado oportunidades?
Estamos aún ante una historia en movimiento y continuo cambio. Por ahora, en términos nacionales, el tratamiento de urgencia que se aplicó frente a la pandemia deja claro que la región puede hacer mucho más que lo que venía haciendo. A su vez, las medidas de corto plazo,
per se, no generan trayectorias virtuosas. Que ello ocurra dependerá de si (y cómo) las dinámicas políticas pre-pandemia integran las respuestas dadas durante 2020 a sus agendas y demandas previas. En los países examinados, éste no ha sido, de momento, el caso.
¿No hay entonces ningún motivo para el optimismo? Quizás sí, pero hay que buscarlo, sobre todo, en los cambios a nivel internacional
. El llamado del Fondo Monetario Internacional a principios de abril promoviendo crear un 'impuesto de solidaridad' para las personas más ricas y los sectores ganadores de la pandemia es importante. Desde Estados Unidos, el
plan de la Administración Biden para reconstruir mejor promueve la expansión estatal a corto plazo (mediante ingresos a las familias) y a largo (mediante, por ejemplo, infraestructura social de cuidados). Busca, además, reducir la migración forzada desde Guatemala, El Salvador y Honduras y, al menos en su retórica, se plantea hacerlo apoyando medidas que amplíen las oportunidades en los países de origen. En la visión más positiva, estas dinámicas internacionales modificarían poco a poco la economía política nacional y empezarían, por fin, a generar oportunidades para nuevos pactos redistributivos.