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Explicar los indultos

Oriol Bartomeus

8 de Junio de 2021, 14:56

1.- El 67% de los electores españoles se muestra contrario a la concesión del indulto a los condenados por el juicio del procés, según una encuesta realizada por DYM y publicada en 20 Minutos. El 11% no tiene una opinión definida al respecto y sólo un 22% se muestra favorable. Unos datos muy similares a los registrados por GAD3 en un sondeo del pasado octubre (publicado en ABC).

Ésta es la situación que afronta el Gobierno central a la hora de hacer frente a uno de los asuntos más complicados que tiene encima de la mesa; posiblemente el nudo de la legislatura, la decisión que puede definir las posibilidades de los socialistas, más allá de la repercusión que pueda tener en Cataluña, donde la mayoría (65% según DYM, 61% según GAD3) es partidaria de la concesión de la gracia.

La partida no se jugará en la opinión pública catalana, sino en la española en su conjunto. Las repercusiones directas serán en Cataluña, pero las políticas las asumirá el Gobierno central ante una derecha que ha olido sangre desde el resultado apabullante conseguido en Madrid.

La concesión del indulto es política en mayúsculas, de ésa que parecía relegada a una época pasada, ésa en la que los políticos tomaban decisiones difíciles que tenían consecuencias más allá del estricto marco del cálculo de costes y beneficios electorales.

2. Hace tiempo que hemos olvidado que la política consiste en tomar decisiones difíciles, arriesgadas, valientes. Hace demasiado tiempo que la política oscila entre la cobardía y la gestualidad vacía. O se fía toda decisión a la tecno-estructura convertida en órgano central de resolución (bancos centrales, organismos internacionales, técnicos de toda calaña que se afanan a hacernos creer que no tienen ideología), o la política se ahoga en un marasmo de gritos, proclamas, rasgaduras de vestiduras, golpes en el pecho y happenings diversos que sólo persiguen la propia supervivencia de sus protagonistas y la satisfacción de la propia parroquia.

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La política de verdad es la que aparece cuando no hay certezas, ni mapas ni sondeos; surge al borde del precipicio, cuando hay que decidir sin conocer el camino, sin saber ni siquiera si hay camino, cuando sólo se sabe que no es posible dar marcha atrás. Es en estas situaciones cuando aparecen los auténticos líderes políticos y cuando se esfuman (escondidos bajo tierra, resguardados en un rincón protegido) los vendedores de feria que hasta entonces bramaban como un león.

Enfrentados a una decisión de este tipo no valen los hallazgos geniales, los atajos, el eslogan vacío. Puede haber hasta un cierto punto un cálculo de posibilidades, una cierta idea de ganancias y beneficios y un balance aproximado de las consecuencias, pero en el fondo se deberá tomar una decisión en el vacío, que atienda sólo a la convicción de que se está haciendo lo que hay que hacer, de que se persigue un bien superior, de que va más allá del simple cálculo de intereses, ya sean personales o partidistas.

Sería más fácil no decidir nada, dejar pasar, plegarse a la corriente, ir tirando. Hemos tenido decenas de ejemplos de este tipo de (no) hacer en los últimos años; como también de hacer gestos grandilocuentes que en el fondo también perseguían el ir tirando, el mañana será otro día y ya vendrá otro a arreglar el estropicio.

Hay que reconocer en el gesto de Pedro Sánchez la audacia del realista, que diría Jospin. Podía haber no hecho, haberlo dejado pasar y seguramente se habría garantizado una segunda mitad de la legislatura sin pena ni gloria (¿alguien cree que ERC habría apoyado una moción de censura encabezada por Pablo Casado?). En lugar de eso, ha querido jugársela y ha decidido decidir, es decir, hacer política.

3.- La política de hoy, sin embargo, no es la de antes, principalmente porque la sociedad no es como era entonces. Han cambiado aspectos fundamentales que han modificado profundamente la relación de la ciudadanía con la política. Antes, ésta actuaba sobre una almohada de asentimiento desconfiado. Aquí siempre ha reinado un aire de desconfianza hacia los políticos y los intereses que impulsan su acción.

El nuestro es un país donde, desde hace décadas, existe un amplio consenso en la visión sobre los políticos: 'son todos iguales', 'no tienen en cuenta lo que piensa la gente como yo' y 'sólo persiguen sus intereses personales'. Según la serie histórica del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 80% del electorado coincide con estas ideas y no se observan diferencias según las generaciones. Viejos y jóvenes, nacidos en la posguerra o ya en democracia muestran opiniones muy similares.

Sin embargo, hay diferencias importantes en cuanto a la relación con la política y los políticos. Las generaciones más mayores desconfían de ella, pero aceptan la autoridad. Crecieron en una sociedad jerarquizada y son conscientes de sus limitaciones en la comprensión de los fenómenos (la política es complicada para el 55% de ellos). En las generaciones más jóvenes la desconfianza sigue siendo total, pero ni aceptan las jerarquías ni se consideran torpes a la hora de entender los vericuetos de la política. Todo lo contrario, consideran que su titulación académica (superior a la de sus padres y madres) los faculta para saber de todo y tener una opinión (fundamentada, obviamente, y propia) sobre todo.

Así pues, hace 30 años el líder político se dirigía a una audiencia que desconfiaba de él pero estaba dispuesta a creerle, porque le presuponía una autoridad proveniente de un conocimiento superior al de la media. Ahora, el gobernante se dirige a un público que sigue desconfiando de sus palabras (y no digamos de sus intenciones) pero que, a diferencia de antes, no le otorga la autoridad (y el ascendente) que da la aceptación de la jerarquía. No hay espacio de asentimiento, no hay margen, sino abismo puro y duro.

4.- Decir que la comunicación de la política ha cambiado es no decir nada y decirlo todo. Comunicarla hoy requiere pelear por la atención de un público sometido a un bombardeo constante de impulsos, imágenes y mensajes, provenientes de diferentes emisores y transmitidos por diferentes canales, lanzados todos ellos a un contenedor donde todo se mezcla, desde un anuncio de pantalones hasta el informe de prospectiva del Fondo Monetario Internacional para el año próximo. Aceleración y desbordamiento, confusión e inmediatez. En medio de este marasmo donde todo vale lo mismo (es decir, casi nada), la política intenta hacer llegar su mensaje.

Se ha producido un proceso de simplificación en los mensajes políticos, de banalización y de aumento de decibelios como fórmula para intentar hacerse oír. De fondo, como denunciaba Joe Klein, una idea infantilizadora del ciudadano, que prioriza los instintos básicos, el hooliganismo, la distinción simple entre el blanco y el negro.

La gente no es necesariamente idiota, la hemos hecho idiota a base de someterla a esta dieta de la que participa la política como el peaje a pagar para ganar una porción de atención. El resultado es la espiral de retroalimentación que hace que la propia política aparezca como un mundo idiotizado a ojos de unos ciudadanos tomados por idiotas por la política. Una política, a su vez, que protagonizan dirigentes cada vez más miedosos, más necesitados de consejos, de sondeos, de asesores áulicos que les digan qué tienen que decir, doónde tienen que ir o cómo deben vestirse.

5.- Posiblemente se haya llegado al límite de este tipo de política. Lo que es seguro es que se nos presenta una oportunidad para recuperar el sentido de la política democrática, que se basa (o debiera hacerlo) en el respeto mutuo a la inteligencia y en el uso de la palabra y la persuasión para que nuestros gobernantes nos expliquen las razones de las decisiones que toman, e intenten convencernos de que son las mejores para todos.

Quizás ha llegado el momento de intentar algo revolucionario: osar explicarse, dejar de hablarse entre los políticos y que éstos comiencen a hablarnos a nosotros, que nos tomen por personas adultas con capacidad de prestar atención un momento, escuchar sus razones, hacernos una idea de lo que quieren y dejarnos convencer (o no).

No es empresa fácil. El mundo mediático se ha construido precisamente en lo contrario: en el griterío permanente, el prejuicio rampante, el negarse a ser convencido, la confusión y la mezcla de información y la simplicidad de los argumentos. En la idiotización de la audiencia, es decir, de todos nosotros.

Ahora bien, tal vez explicarse, por muy complicado que resulte, sea ya la única posibilidad. Ser valiente en política hoy no es sólo tomar una decisión y esperar a que la gente te siga. Ser valiente significa ser capaz de explicar por qué tomas la decisión que tomas, qué razones la fundamentan y dónde quieres ir a parar. Ser valiente es tomar a la gente por adultos y no por niños, asumir la responsabilidad de tus actos y defenderlos con argumentos y no con eslóganes de tazas de café con leche y argumentarios zafios extraídos de powerpoints.

La concesión del indulto brinda a Sánchez la oportunidad para hacer política de verdad y, haciéndolo, obligar a los demás a hacer lo mismo, a dejar el cómodo refugio del seguidismo, el cálido abrigo de los tuyos para proponer algo para todos, para arriesgar y ser valiente, a riesgo de decepcionar a algunos; para ganar, en definitiva, la autoridad que hoy en día ya no te cae automáticamente encima con el cargo.

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