Estamos ante un cambio de ciclo. A lo largo de la última década hemos asistido al cierre progresivo de centrales térmicas, mientras que las energías renovables han ido ganando presencia, junto con un supuesto plan de electrificarlo todo. Muestra de ello es el
aluvión de proyectos de producción eléctrica renovable a gran escala que se desplegó en toda la península a lo largo del 2020. Si bien viene respaldado por la necesidad por
descarbonizar la economía en un contexto de emergencia climática y, en cierta medida, por la crisis de disponibilidad de recursos fósiles, la drástica reducción de costes de la producción renovable en las últimas dos décadas es totalmente determinante. Este cambio tecnológico, lejos de reducirse a un mero cambio de cromos, impone una serie de nuevos condicionantes que da la vuelta al tablero energético internacional. Un cambio cuyas implicaciones es necesario tener en cuenta para dar una respuesta a la altura del momento que estamos atravesando.
La geopolítica de los combustibles fósiles se centraba en la pugna por establecer vías de aprovisionamiento seguro con los centros de producción, principalmente de crudo, pero también de gas natural y uranio. Al pasar a las energías renovables, el escenario cambia.
Ahora, los centros de producción se reubican a lo largo del globo y la geopolítica se desdobla en dos tableros que pasan a jugarse en paralelo. Por un lado, tenemos la cuestión de la infraestructura de producción y, por otro, la cuestión de la geografía; vamos a entrar en cada una de ellas.
En cuanto a la cuestión de la infraestructura, hay que tener en cuenta que aunque las fuentes renovables, tales como los molinos eólicos como las placas fotovoltaicas, no tienen insumos ni emisiones directas a lo largo de su vida útil, todas requieren de importantes insumos energéticos y materiales para su fabricación y puesta en marcha. Dentro del paradigma de producción actual, esto implica que
el despliegue renovable a gran escala todavía requerirá de grandes consumos de energía fósil y estará por ver cómo somos capaces de desarrollar una matriz de producción energética
limpia capaz de sustituir por sí misma las placas y los molinos según vayan cumpliendo su vida útil, que se estima en torno a los 25-30 años. En este sentido, no hay que infravalorar el importante
'efecto lock-in' que existe entre el despliegue de las renovables y el consumo de energía fósil.
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Quizás aún más delicado sea el tema de los materiales. Debemos de tener en cuenta que
las tecnologías renovables dependen del suministro de una cantidad relevante de materiales críticos. En concreto, hace unas semanas la Agencia Internacional de la Energía publicaba un
informe donde alertaba de la preocupante demanda que tendrán estos materiales a lo largo de los próximos 30 años, por lo que recomendaba la creación de reservas estratégicas para hacer frente a posibles interrupciones del suministro. Más allá de la nueva carrera que se deja entrever en relación al aprovisionamiento de estas reservas, se inicia un nuevo ciclo extractivo que supondrá la
reactivación de un gran número de proyectos mineros que pretenden abrirse adelante
pasando por alto sus elevadas implicaciones medioambientales. La necesidad de estos cotizados materiales vuelve a hacer rentables muchos proyectos mineros abandonados, lo que sin lugar a dudas devendrá en un sinfín de conflictos territoriales en muchos puntos del globo. De hecho, tal y como ocurrió hace una década con la
'fractura hidráulica', la acuciante necesidad de estos materiales está intensificando y actualizando las prácticas de explotación de estos recursos, desplazando la frontera extractivista desde el sur al norte global. Ejemplos de ello ya han llegado a la península, como es el caso de la mina de litio en Cáceres contra la que más de 130 colectivos se han movilizado para exigir la
paralización del proyecto.
Tratado el tema de la infraestructura, no menos importante es la cuestión geográfica. A diferencia de las energías fósiles, las renovables requieren de
grandes extensiones de territorio, con preferencia por aquellas zonas
bendecidas por unos elevados niveles de radiación y unos patrones de viento bien marcados. Al mismo tiempo, mientras las fósiles permiten producir en los instantes y en los niveles demandados, el viento y el sol son intermitentes, con un importante componente de aleatoriedad. Desde un punto de vista de planificación energética, y ante las serias dificultades por implementar soluciones de almacenamiento eléctrico a gran escala, esto favorece la instalación de plantas renovables en aquellas zonas con mayor capacidad, un sobredimensionamiento para hacer frente a los momentos de menor producción y la necesidad de interconectar zonas remotas con distintos perfiles de disponibilidad renovable. La consecuencia es
la especialización territorial de ciertas zonas como áreas de producción renovable y la distribución de la electricidad producida al resto del territorio. Para entender mejor todo esto, tomemos como ejemplo lo que está ocurriendo en España.
Figura 1.- Vista nocturna por satélite de la península ibérica
España se caracteriza por unos elevados niveles de radiación solar y, como periferia, por unos patrones de viento bastante desacoplados de los del centro de Europa, lo cual permite complementar la producción interna. A su vez, muestra una distribución demográfica muy particular, concentrando la gran parte de la población cerca de las costas y en la capital. Esta distribución demográfica encubre una clara relación de poder entre territorios y representa lo que ha venido designarse popularmente como la
'España vacía' (o más recientemente,
vaciada). Una simple imagen nocturna, como la que se muestra en la Figura 1, nos permite ver esta distribución poco usual y asociarla con una concentración de consumos bien marcados.
Figura 2.- Ratio de autoconsumo renovable a finales de 2018 (arriba) frente al que resultaría de materializarse todas las solicitudes de nueva infraestructura renovable a junio de 2020 (abajo)
Fuente: elaboración propia.
Esta realidad ha propiciado la proliferación, en muy poco tiempo, de un sinfín de megaproyectos renovables a lo largo y ancho de esa
España vacía. Si bien en la actualidad gran parte de estos proyectos están en fase de tramitación, es posible valorar la magnitud de dicha transformación si reparamos en los datos facilitados por Red Eléctrica de España, que se encarga de dar acceso a la red de esas nuevas instalaciones en función de la capacidad de los distintos nodos que la forman. En concreto, la Figura 2 muestra la situación real de producción renovable a finales de 2018 y la compara con la que tendríamos en un horizonte temporal cercano si se materializan las solicitudes de acceso realizadas allá por junio de 2020. Se ha decidido representar el porcentaje de producción renovable respecto al consumo eléctrico anual por comunidad autónoma, representando en rojo las comunidades deficitarias y en verde las excedentarias, es decir, las que generan más electricidad de la que consumen en base anual. En este sentido, la especialización territorial que se abre con la transición renovable trae consigo la industrialización de unas regiones para el abastecimiento energético de otras, lo que sin duda conlleva
grandes impactos sobre la biodiversidad y en
los modos de vida locales en estas nuevas zonas productivas.
Pero esto no acaba aquí. Lejos de reducirse a una cuestión estatal,
se estarían consolidando procesos de especialización similares entre estados. Un ejemplo de esto lo tendríamos en la configuración a nivel europeo de la
Unión de la Energía. Este proyecto transnacional, con el objetivo oficial de asegurar el suministro mediante una energía más limpia al mínimo coste, busca la integración energética de los estados miembros mediante los denominados
Proyectos de Interés Común. Éstos incluyen, entre otros, sistemas de interconexión eléctrica entre los países, como la planteada
entre España y Francia a través del golfo de Vizcaya, en la actualidad en fase de estudios técnicos y medioambientales. Esto permite sacar partido de las especiales ventajas que ofrecen las periferias europeas respecto al continente, con un mayor recurso renovable y una mayor asincronicidad en la producción.
Sin embargo, el nuevo escenario no se limita a la política europea intramuros: proyectos similares buscan sacar ventaja de las capacidades productivas de los territorios vecinos. En este sentido, podemos destacar
la interconexión eléctrica de Italia con Montenegro, que permitiría aprovechar el gran potencial de
producción hidráulica de los Balcanes, especialmente Bosnia-Herzegovina, y las
conexiones de España e Italia con el norte de África, con unos niveles de radiación todavía mayores que los de los estados europeos del Sur.
En definitiva, estamos asistiendo al despliegue de una transición renovable a la imagen del sistema fósil y que está consolidando una nueva geopolítica. Dicho despliegue amenaza con agudizar las relaciones de poder-servidumbre entre los países del norte y el sur de Europa (y de éste con las periferias del sur) y, en mayor medida si cabe, entre territorios dentro de los estados. Además de generar un nuevo escenario de ganadores y perdedores, este despliegue continuista está condenado a toparse con límites serios tales como la actual dependencia de los combustibles fósiles y la necesidad de apropiarse de unos materiales por naturaleza escasos.
Cabe preguntarse cómo realizar una transición capaz de afrontar estos condicionantes. Aunque está todo por hacer, parece que la única alternativa pasa por una transformación socioeconómica de mayor calado, de manera que la transición renovable venga acompañada con la construcción de una economía a la medida de estas fuentes de energía. Sólo así podremos lidiar con los límites aquí expuestos y evitar los conflictos territoriales que han de surgir si no se tiene en cuenta un reparto justo de impactos, costes y beneficios.