3 de Junio de 2021, 19:45
El pasado 30 de marzo, el Parlamento italiano aprobó definitivamente un ingreso único y universal por hijo a cargo. Según las estimaciones, estamos hablando de un ingreso de entre los 50 y los 250 euros mensuales por cada hijo, en función de los tramos de renta. En el Senado, la ley fue aprobada prácticamente por unanimidad: 227 votos a favor, cuatro en contra y dos abstenciones. En la práctica, parece que podrá cobrarse tanto en forma de transferencia directa como de crédito fiscal, desde los siete meses de embarazo hasta los 21 años (disminuye, y adquiere una serie de condicionalidades, a partir de los 18). Se prevén algunos aumentos para las madres menores de 21 años y para los niños con alguna diversidad funcional (entre un 30% y un 50% más). El subsidio se define como único en el sentido de que sustituirá a todas las formas actuales de ayuda concedidas a las familias con hijos, como las deducciones en el Impuesto de la Renta, el subsidio mensual por nacimiento (bonus bebè), la bonificación puntual de 800 euros concedida por el nacimiento de un hijo (bonus mamma domani) y el subsidio por el tercer hijo. Pero a la mayoría de estas ayudas sólo accedían quienes ya se encontraban dentro del sistema contributivo (trabajadores por cuenta ajena y pensionistas) o superaban ciertos umbrales mínimos de renta a los que aplicar las deducciones fiscales.
Se define como 'universal' precisamente porque será válida para todos, con independencia de los ingresos o situación en el mercado de trabajo, aunque la cuantía variará a partir de cierta cantidad en función de la renta; y porque todos los contribuyentes tendrán derecho a ella, ya sean trabajadores por cuenta ajena, por cuenta propia o desempleados. Para tener derecho a esta prestación para tus hijos simplemente hay que ser ciudadano de cualquier país de la UE o, si eres extra-comunitario, tener el permiso de residencia (y pagar ahí tus impuestos).
La nueva prestación estará garantizada por un fondo de 15.000 millones asignado en 2019 como apoyo a las familias, refinanciado en la última ley presupuestaria con 3.000 millones de euros para 2021 y 5.000 millones para 2022. Aunque todavía quedan muchos detalles por desarrollar y ajustar en los reglamentos (su implementación comenzará en julio, pero no se desplegará del todo hasta 2022), Italia se suma así al nutrido grupo de países que han optado por la universalidad, o cuasi-universalidad, a la hora de desarrollar sus prestaciones por hijo. En Europa, países como Austria, Alemania, Estonia, Finlandia, Bélgica, Dinamarca o Luxemburgo ya tienen desde hace tiempo distintas prestaciones por hijo universales e incondicionales.
Según las primeras simulaciones, se prevé que estas ayudas universales en Italia lleguen a unos 12,5 millones de menores de 21 años, y que al menos el 80% de las familias italianas recibirá la prestación.
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Esta reforma ha visto la luz casi al mismo tiempo que el anuncio de la más que probable aprobación, en EE.UU., de una reforma de sus políticas de apoyo a las familias dentro del ambicioso plan de rescate de 1,9 billones dólares. Además de enviar cheques de 1.400 dólares a los adultos y niños dependientes y ampliar los subsidios por desempleo, el nuevo Gobierno de Joe Biden ha ampliado y reformado el crédito fiscal por hijo, convirtiéndolo en la práctica en una prestación cuasi-universal. Unas primeras estimaciones prevén que estas transferencias consigan reducir un tercio la pobreza general, y el think tank de centro-izquierda Budget and Policy Priorities ha calculado que, por sí solas, reducirán la pobreza infantil en aproximadamente un 40% en el año en curso. Aunque todavía no se ha establecido que ninguna de ellas sea duradera, el crédito fiscal por hijo es el principal candidato a convertirse en la medida permanente anti-pobreza de Biden.
Esta reforma convierte la actual desgravación fiscal por hijo en una prestación casi universal de hasta 3.600 dólares anuales para los niños de cinco años o menos, y de 3.000 dólares anuales para los del tramo de edad de seis a 17 años, una parte de la cual se pagará mensualmente de julio a diciembre. Este crédito ampliado no sólo es más generoso (actualmente, tiene un máximo de 2.000 dólares por niño menor de 17 años), sino que incluye también a las familias pobres que no tenían derecho a la totalidad de ese crédito por estar por debajo de los ingresos imponibles. Por primera vez, estas familias podrán solicitarlo. Es decir, aunque técnicamente se haya vehiculado a través de un crédito fiscal reembolsable, en la práctica es una fórmula de renta garantizada para las familias con hijos. Ya hay propuestas encima de la mesa para transformar paulatinamente este tipo de sistemas en algún tipo de política de garantía de rentas muy similar al de una renta básica o variantes de un impuesto negativo sobre la renta para toda la población. Si Biden decide ser ambicioso y mantener la reforma con fuentes de financiación estables a largo plazo, podría reducir la pobreza infantil en su país de forma drástica, y más importante aún, permanente.
El caso de España es especialmente paradigmático. Si ya contábamos con tasas de pobreza infantil muy por encima de la media europea, la crisis de la Covid-19 va a incrementarlas más. El Ingreso Mínimo Vital (IMV) ha eliminado las prestaciones por hijo a cargo (que ya eran muy bajas, 291 euros por menor, aunque los Presupuestos Generales del Estado de 2019 preveían aumentarla hasta los 341, pero alcanzaban apenas al 15% de los menores), pensando erróneamente que iba a ser capaz de cubrir las mismas necesidades.
Es evidente que el IMV en estas circunstancias ha nacido viejo. Sin poner en cuestión las necesarias intenciones de dar pequeños pasos adelante, está claro que estas políticas han estado limitadas siempre en su diseño por la falta de una financiación mínimamente adecuada y han generado graves problemas de cobertura, sin resolver la fragmentación y complejidad características del sistema. Pero es que 2020 lo ha cambiado todo, y estas políticas se han quedado extremadamente cortas si las comparamos con las respuestas de los países de nuestro entorno y las apuestas decididas de financiar políticas de transferencias de ingresos ambiciosas, financiadas con reformas fiscales a contrapelo de lo que hemos visto los últimos 40 años. Si la focalización había sido la respuesta a esa extraña mezcla entre límites presupuestarios y ciertos prejuicios sobre la universalidad, nos estamos adentrando en un marco en el que las prestaciones universales por hijo señalan una dirección posible de cambio de paradigma para España.
La focalización, si es capaz de desarrollarse con mecanismos administrativos simples, puede ser muy útil en determinadas circunstancias, pero la universalidad implica no sólo una mayor eficacia probada en la cobertura, sino un cambio de concepción de la función de las prestaciones sociales. Cuando optamos por la universalidad, entendemos que los hijos ya no son una mera responsabilidad privada, sino un bien social que merece un apoyo público incondicional, sin importar los ingresos o la situación de sus familias. No es casualidad que Unicef lleve años apostando por las prestaciones universales por hijo como la política más en consonancia con los principios de igualdad y no discriminación que defiende. Sus tasas de cobertura comparativamente más altas, y sus menores errores de exclusión, la hacen una política mucho más coherente en términos de derechos humanos para la organización. Está probado que éstas reducen eficazmente la pobreza infantil, tanto monetaria como no monetaria. En al menos 15 países de la OCDE que aplican estos programas, se redujo la pobreza de ingresos en los hogares con niños en una media de cinco puntos porcentuales. En algunos países, como Alemania y Luxemburgo, son responsables de alrededor de la mitad del impacto de las transferencias monetarias en la reducción de la pobreza infantil.
Obstáculos como la falta de información y las barreras físicas y de procedimiento de los programas condicionados y más focalizados impiden que los niños más vulnerables y sus cuidadores se inscriban en los programas o disfruten de sus prestaciones en igualdad de condiciones con el resto de la población. Como las prestaciones universales se preocupan mucho menos por evitar el fraude, ya que todos los niños son beneficiarios potenciales, exigen la presentación de menos documentos, simplificando el acceso. Muchas veces, la única documentación necesaria es el certificado de nacimiento.
Aunque es esencial tener una mirada de género ante cualquier política pública, lo es todavía más cuando hablamos de hijos y familia. Hay evidencia que sugiere que prestaciones muy condicionadas tienen efectos perversos en términos de desigualdad de género debido a las demandas adicionales con las que se carga a las mujeres, normalmente cuidadoras principales. Se ha detectado también que, como madres ocupadas tratando de cumplir con las condicionalidades, terminan delegando en las niñas del hogar las tareas de cuidados, afectando a la igualdad de oportunidades respecto a sus hermanos. Aunque hay indicios de que estas políticas podrían disminuir la cantidad de horas trabajadas por las mujeres, principalmente aumentando los empleos a tiempo parcial, el hecho de no estar condicionadas a los ingresos no genera las trampas de la pobreza que si producen las transferencias más focalizadas.
Esto, en ningún caso, excluye la necesidad de acompañarlo con políticas que permitan redistribuir socialmente los cuidados: unos servicios de mayor calidad, asequibles y financiados con fondos públicos permitirían a más mujeres obtener ingresos o participar en la educación o la formación. Pero sabiendo que es así no se puede, además, penalizar a las madres en el proceso de acceder a estas ayudas. Optar por una prestación universal por hijo no eliminaría automáticamente todas las barreras de accesibilidad o desigualdad de género, pero es evidente que tienen una gran ventaja comparativa sobre los programas focalizados, sobre todo en momentos donde los límites presupuestarios no debieran de ser un problema, más allá de las prioridades políticas.
La mejor manera de eliminar los incentivos perversos de los programas de bienestar no suele ser gastar menos, sino gastar más y de forma más inteligente. Los derechos universales ayudan no solamente a no estigmatizar a quienes reciben (un problema real de eficacia para llegar a quien lo necesita), sino que además permiten incorporar a grandes sectores de la población al compromiso con un buen funcionamiento del Estado de Bienestar y a sentir que forman parte de su configuración.
Aunque a los economistas y especialistas en políticas públicas a veces les cueste valorarlo, ésta es una dimensión fundamental de cambio cultural. Asumir la universalidad implica empezar a considerar que los menores, igual que tienen derecho a una educación proporcionada por el Estado independientemente de su situación familiar, lo tienen a prestaciones que los coloquen con un nivel de ingresos mínimo. Las familias que la reciban sin necesitarlo construyen un vínculo más directo con las instituciones y tienen incentivos para mantenerlas e, incluso, aumentar su cuantía; sin perjuicio, además, de que este impacto no equitativo se pueda revertir mediante reformas fiscales. Considerar el derecho al ingreso, dentro de un más amplio derecho a la vida, es probablemente una de las brújulas que debería guiar los desarrollos futuros del estado de bienestar en este convulso siglo XXI.
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