Hay que remontarse muy atrás en la historia política de Colombia para encontrar un presidente con una agenda de mínimos como la de Iván Duque. Tomando simplemente como referencia el nuevo marco constitucional de 1991, César Gaviria desarrolló su Presidencia con el propósito de establecer las bases del nuevo Estado de derecho que dejaba atrás la extemporánea Constitución de 1886. Ernesto Samper, desde el conocido como
'Salto social', buscó fortalecer la dimensión estructural del Estado a la vez que desarrolló negociaciones con la guerrilla el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y desmantelaba el cártel de Cali. Desde 1998, Andrés Pastrana impulsó la
Diplomacia por la Paz y el proceso de diálogo del Caguán con unas Farc-EP que, en aquel momento, estaban más fortalecidas que nunca. Desde una óptica contraria, la Política de Seguridad Democrática, auspiciada desde Washington y dirigida por Álvaro Uribe (2002), anheló la derrota militar de las guerrillas; eso sí, con toda clase de excesos por parte del Estado. Un hecho que, si bien no se consumó, permitió que, con una correlación desfavorable para aquéllas, Juan Manuel Santos, desde 2010 y hasta 2018, estableciera las bases para un diálogo de paz con las Farc-EP y el ELN, a la vez que diseñaba los cimientos para superar las variables estructurales y simbólicas que habían sostenido la violencia durante décadas.
Desde hace mucho tiempo, las agendas de gobierno en Colombia han incorporado en sus planes de desarrollo algunos de los elementos necesarios para
tratar de mitigar, cuando no superar, los aspectos indisociables de una violencia que ha dejado consigo más de 200.000 muertes. No obstante, desde 2018, las elecciones pasaron a gravitar respecto a un eje diferente al concebido sobre el binomio paz/seguridad, a la vez que ofrecieron un punto de inflexión a partir de la misma implementación del Acuerdo con la guerrilla. Igualmente, ello favoreció la conformación de un escenario de disputa político-electoral clásica, izquierda/derecha, que, entre otras cuestiones, permitiría que el progresismo obtuviera con Gustavo Petro el mejor resultado de su historia.
El legado de Santos era potencialmente óptimo. Había conseguido firmar el Acuerdo de Paz con las Farc-EP tras 52 años de conflicto armado, así como una mejora muy sustancial de todos los indicadores socioeconómicos más relevantes. De igual manera, había contribuido a mejorar la percepción sobre Colombia ante la comunidad internacional, al conseguir que el país pasase a formar parte de la OCDE, como miembro de pleno derecho. Sin embargo, para el
uribismo tales éxitos eran cuestionables, sobre todo porque dificultaban la posibilidad de diseñar un Gobierno en el que la seguridad no pudiera erigirse como su principal punta de lanza.
Desde 2002, el otrora presidente
Uribe, con el deseo de poner fin al conflicto armado por la estricta vía militar, normalizó ciertos aspectos que terminaron por desdibujar parte de la esencia democrática colombiana. Se patrimonializó buena parte de las instituciones del Estado, se colaboró durante años con el paramilitarismo, se militarizarizó la sociedad hasta niveles insospechados y se fracturó el capital social entre amigos y enemigos; claro está, entendiendo por enemigo a todo aquel que se atreviera a denunciar los excesos o ilegalidades de la referida Política de Seguridad Democrática.
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Como se puede esperar,
el sentido de la protesta social quedó intencionadamente muy desnaturalizado. Primero, porque la guerrilla venía de ser el interlocutor de la transformación social frente al Estado, lo cual desdibujó uno de los elementos nucleares de toda democracia. Segundo, porque durante la primera década del presente siglo se materializó la criminalización de dicha protesta, la cual dejó de ser concebida como esa razón indisociable de la impronta conflictiva que sustantiva la democracia
per se. Expresado de otro modo,
la conflictividad social se redujo a un sinónimo de la violencia irreflexiva que tiene por víctima al Estado y frente a la cual, lejos de dialogar, sólo queda la represión. Es indiferente que la población se movilice mayoritariamente de forma pacífica. Da igual que las reclamaciones se nutran de razones legítimas y democráticas. Para buena parte del
establishment político (y mediático) conservador colombiano, la protesta es una simple amenaza del
statu quo y, por ende, debe ser evitada como sea; aun cuando aparentemente se termine invocando un diálogo que nunca llega, una transformación siempre postergada y una concepción de la democracia reducida a un mero ejercicio de concesión paternalista de derechos.
Tal vez, con base en lo expuesto, pueda resultar más sencillo entender el escenario de altercados que se ha producido en Colombia en los últimos días y que deja consigo, hasta la fecha, más de 20 muertos y 800 heridos. A ello hay que sumar las preocupantes imágenes de la Policía Nacional que en algunos lugares actúa como acicate de la violencia, pero que
encuentra en el vandalismo la legitimación perfecta para una respuesta desmedida 'in extenso'.
Sea como fuere, los altercados vienen motivados por una agenda de gobierno tan errática como ausente, que pareciera legislar en sentido contrario a las necesidades sociales de uno de los países más desiguales del mundo como es Colombia. Profundamente desregulado y mercantilizado en lo que a derechos básicos se refiere, y
con una insultante regresividad fiscal, que se acompaña de uno de los coeficientes Gini más elevados del planeta, en la última semana se han presentado proyectos de reforma fiscal o de la salud que no hacen sino agitar un marco de desencanto que ya venía poniéndose de manifiesto durante el primer año de Iván Duque; si bien quedó opacado con la crisis de la pandemia.
Hacer balance de estos tres años de Duque al frente del país es sencillamente desesperanzador. Ha tratado de sabotear el Acuerdo de Paz, incumpliendo algunos de los aspectos más importantes del mismo como las 16 curules que debían dar representación política en la Cámara de Representantes a algunos de los territorios más golpeados por la violencia. Asimismo, ha
desfinanciado aquellos elementos que no ha podido anular, como es el caso de la Jurisdicción Especial para la Paz o la Comisión de la Verdad. Su promesa de reducir la superficie cocalera a la mitad no sólo es impracticable, sino que se acompaña de aspersiones aéreas con glifosato que atentan contra los derechos básicos de la ciudadanía. Las muertes de líderes sociales o de ex combatientes se han incrementado hasta niveles insospechados: desde la firma del Acuerdo, han sido asesinados más de 260 guerrilleros y 800 líderes sociales.
De igual forma, el repunte de violencia en varios enclaves del país, producto de la emergencia de multitud de nuevas estructuras armadas, tal y como sucede en el litoral Pacífico o el nororiente colombiano, resulta tan notorio como preocupante. Aunque durante los primeros meses de la pandemia la imagen del presidente mejoró, al intentar mostrarse como un dirigente responsable y transparente en sus decisiones, con una notable presencia mediática y la adopción de algunas decisiones urgentes de cierta impronta social, este efecto
luna de miel ha quedado totalmente superado.
Su escasa popularidad actual se suma a decisiones que evidencian la ausencia de una hoja de ruta y una marcada desconexión sobre las que deben ser las prioridades de una sociedad que está entre las más golpeadas por el coronavirus a nivel mundial.
En seis meses, el país quedará sumido en una disputa electoral que se resolverá en el primer semestre de 2022 y, ahora mismo, el
uribismo tiene todo a su favor para quedar relegado de cualquier fórmula posible de gobierno. El simple descrédito y rechazo que genera en buena parte de la sociedad colombiana abre la oportunidad para que actualmente, a diferencia de cualquier momento pasado, pueda barajarse la posibilidad de que una opción de izquierdas ocupe el próximo asiento presidencial en la Casa de Nariño. No obstante, en la tierra de Macondo todo es posible
.