Hace unas semanas, el Gobierno de Estados Unidos anunció su intención de aprobar un nuevo plan de estímulo fiscal por valor de tres billones de dólares (trillones norteamericanos). Este plan, de ser aprobado, se sumaría al anterior paquete de estímulo de 1,9 billones, orientado a paliar las consecuencias sociales de la crisis del coronavirus. En resumen, en los pocos meses de mandato del nuevo presidente estadounidense se ha mandado un mensaje contundente sobre la determinación (cinco billones de determinación) de la nueva Administración por reactivar desde el sector público la economía productiva y apoyar a los sectores sociales más vulnerables.
En concreto, el nuevo paquete de estímulo se enfoca, por un lado, a
modernizar las infraestructuras estadounidenses, especialmente en sintonía con las nuevas exigencias de sostenibilidad ambiental y transformación energética del transporte comercial; y, por otro, a
reforzar a los sectores más golpeados por la crisis mediante la financiación masiva de la educación y la protección social. De forma complementaria, de cara a financiar este significativo aumento del gasto público, el plan contempla una reforma tributaria enfocada a aumentar la contribución de las grandes empresas y de los deciles de renta más acaudalados. Además, Janet Yellen, la nueva secretaria del Tesoro y ex presidenta de la Reserva Federal, ha puesto sobre la mesa la posibilidad de impulsar un mínimo global en el Impuesto de Sociedades del 21%. Más allá de que esta propuesta se materialice, el solo planteamiento de la medida por parte de Estados Unidos ya resulta revolucionario en sí mismo.
En definitiva, el nuevo enfoque fiscal del Gobierno de EE.UU.
supone un cambio de modelo en lo que algunos reputados economistas, como Olivier Blanchard o Larry Summers, han bautizado como el "nuevo consenso fiscal". Éste se resumiría en un cambio de prioridades en materia macroeconómica, que transita de la prioridad de la estabilidad de precios y la contención del gasto público a un enfoque centrado en el crecimiento económico y la productividad.
La idea última es evitar un 'estancamiento secular' de las economías, similar al que Japón viene sufriendo desde hace ya tres décadas, mediante un mayor gasto público en entornos de bajos tipos de interés. En este tipo de entornos, que se caracterizan por unos mayores multiplicadores fiscales para el gasto público, los riesgos macroeconómicos se atenúan, dando un mayor margen de maniobra en relación a los niveles de endeudamiento y déficit público.
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A este planteamiento se han sumado ya la mayor parte de organismos financieros internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). No deja de sorprender escuchar a la actual economista jefe del Fondo Monetario Internacional, Gita Gopinath, pidiendo mayores paquetes de estímulo y aumentos de impuestos a los segmentos más ricos de la economía global cuando 10 años atrás, en plena crisis de deuda europea, el Fondo exigía drásticos ajustes en el marco de la lógica de la "austeridad expansiva". Evidentemente, la naturaleza de la crisis del coronavirus es diferente a la de la deuda europea, pero aun así resulta impactante el cambio en el tono y el enfoque de los organismos internacionales. Cuánto de este cambio responde a las crecientes presiones populistas que amenazan las democracias capitalistas liberales es aún una cuestión sujeta a discusión y estudio.
Hay que recordar que, durante ya más de cuatro décadas, el discurso y la praxis del desarrollo internacional pivotó alrededor de las recomendaciones derivadas de organismos como el FMI, el BM y el Tesoro Estadounidense, en lo que vino a denominarse como el Consenso de Washington. Este Consenso cristalizó el enfoque neoliberal del desarrollo, que a grandes rasgos se resumía a ajustar el sector público a su mínimo común denominador y liberar las fuerzas del mercado mediante la liberalización, la privatización y la exportación. Los resultados de este enfoque fueron variados, pero regiones como América Latina y África sufrieron décadas de estancamiento económico y una profunda degradación social e institucional. Mientras, otras regiones, como el este asiático, optaron por formatos de desarrollo más equilibrados entre mercado e intervención pública con resultados muy superiores, tanto en términos económicos como sociales.
En definitiva, si finalmente se aprueba el segundo paquete de estímulo de la Administración Biden,
podríamos estar asistiendo al inicio de un nuevo Consenso del Washington, un nuevo consenso del desarrollo centrado en promover el crecimiento económico y afrontar los retos del siglo XXI: la cuarta revolución industrial, el cambio climático y la desigualdad. Este nuevo consenso estaría respaldado por el grueso de organismos internacionales y ejecutado por los principales gobiernos del mundo. La Unión Europea ya ha dado los primeros pasos en este sentido con su paquete de estímulo, los fondos Next Generation EU, por un valor de 1,8 billones de euros. De la misma manera, el grueso de gobiernos de las principales potencias internacionales como China, Japón o Reino Unido han dado pasos en este sentido. Ahora habrá que ver si este nuevo modelo se traduce en mejoras agregadas en la calidad de vida de la ciudadanía global, sin sacrificar el futuro.