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Por fin ayudas directas, pero no para todas las empresas

Ramón Mateo

19 de Abril de 2021, 20:08

Hace apenas dos semanas que se aprobó el Real Decreto-ley 5/2021, de 12 de marzo, de medidas extraordinarias de apoyo a la solvencia empresarial en respuesta a la pandemia de la Covid-19. Una norma que, por fin, regulaba la concesión de unas ayudas directas no reembolsables a las empresas y autónomos afectados por la crisis sanitaria. En total, 7.000 millones de euros que han sido recibidos con expectación por los sectores más castigados, especialmente desde la hostelería, el turismo y el comercio.

El Gobierno ha optado en estas ayudas por seguir un esquema similar al modelo de las últimas medidas análogas acordadas en Alemania y otros países europeos. Las ayudas tienen carácter finalista y se deben destinar a cubrir costes fijos y deudas con proveedores devengadas entre el 1 de marzo de 2020 y el 31 de mayo de 2021 y, en caso de remanente, a amortizar deuda con acreedores bancarios. Podrán ser beneficiarios las empresas o autónomos cuyo volumen de operaciones haya caído al menos un 30% en 2020 respecto a 2019. A cambio, unas y otros están obligados a mantener la actividad hasta el 30 de junio de 2022 y no podrán repartir dividendos ni subir el sueldo a sus directivos. La cuantía de las ayudas varía en función del volumen de las pérdidas y del tamaño de la plantilla, con un mínimo de 4.000 y un máximo de 200.000 euros. Para los empresarios y profesionales que tributan por módulos, la cuantía será fija (3.000 euros).

La llegada de estas ayudas directas después de tanto tiempo supone una buena noticia que permitirá aliviar la difícil situación que todavía hoy atraviesan muchas empresas. No obstante, su diseño ha sido objeto de numerosas críticas, procedentes incluso de partidos que habitualmente prestan su apoyo al Gobierno. Prueba de ello es que el Real Decreto-ley ha sido convalidado con un apoyo escaso para ser una medida tanto tiempo demandada. Las críticas se centran fundamentalmente en tres aspectos: el retraso de casi un año para su aprobación, los requisitos excesivamente restrictivos y su complejo sistema de gestión.

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Las ayudas ciertamente se han hecho de rogar, y no porque no fueran necesarias. Si bien España es el país europeo que mayor volumen de ayudas ha movilizado en total –el 7,3% del PIB, más del doble de la media europea (3,3%) y por encima de Francia (6,4%), Italia (6%) o Alemania (3%)–, la mayoría de ellas ha sido de naturaleza financiera. La escasa apuesta del Gobierno por ayudas de carácter no reembolsable sorprende, sobre todo, frente al esfuerzo que ha demostrado a la hora de articular una política de sustitución de rentas para trabajadores y autónomos, como demuestran todas las medidas de protección extraordinaria desplegadas desde la Seguridad Social. De hecho, son las comunidades autónomas las que esencialmente han concedido este tipo de subvenciones a empresas, con carácter general o a sectores concretos, lo que ha impedido dotar a esta acción protectora de la planificación y complementariedad que sería deseable. Las ayudas, en definitiva, llegan muy tarde para muchas empresas, sobre todo para aquéllas que se quedaron por el camino este último año.

En cuanto a los requisitos de las ayudas, buena parte de las críticas se vierten sobre restricciones y aspectos no del todo definidos que pueden complicar su gestión por las CC.AA.. Estas limitaciones, siendo ciertas, no son arbitrarias sino que, en general, buscan evitar en todo lo posible que las ayudas acaben en empresas inviables que vayan a acabar cerrando de todos modos, las reciban o no. Este riesgo de zombificación ha sido una preocupación recurrente desde la segunda mitad del pasado año. No obstante, la importancia de los costes asociados a este riesgo a veces se sobrevalora al ignorar los costes que, de manera alternativa, tiene no conceder este tipo de ayudas a empresas que lo necesitan.

Es verdad que las ayudas concedidas a empresas que cerrarán en cualquier caso son costes hundidos que podían tener otros fines más provechosos. Pero, ¿cuál es el coste que la quiebra de esa empresa provoca en términos, por ejemplo, de prestaciones por desempleo de los trabajadores que pierden su trabajo?; ¿y para sus proveedores que quedan sin cobrar y entran en riesgo de quiebra? Pensando en la economía en su conjunto, ¿qué costes son superiores y, no menos importante, quién los soporta en cada caso? De ahí que los objetivos de una política deban tener en cuenta sus consecuencias globales. Un mecanismo que de forma sistemática conceda ayudas a empresas inviables está destinado al fracaso, pero uno que no conceda ayudas suficientes para garantizar la supervivencia de empresas solventes, aun a costa de mantener con vida a algunas que no lo son, también lo estará.

Estas consideraciones, por sí solas, ya obligaban a afinar mucho y ser muy cautos en el diseño de estas ayudas, no fuera que, por evitar que una empresa zombi se beneficie, muchas otras viables quedasen excluidas. Y, sin embargo, ése es el temor que ha despertado la medida que se acaba de aprobar. La falta de tiempo no puede ser ya una excusa; no después de un año de crisis. Tampoco se puede alegar que esos posibles problemas de diseño no se conociesen. Poco después de que se anunciaran y justo antes de ser aprobadas, José Moisés Martín publicaba en este mismo medio un completo artículo donde analizaba con detalle cuáles eran las dificultades para hacer realidad estas ayudas directas.

https://dashboard.transistor.fm/shows/el-podcast-de-agenda-publica/episodes/los-perdedores-de-la-pandemia/edit

Un ejemplo de estas restricciones excesivas para acceder a las ayudas está en su alcance limitado a tan sólo 95 actividades económicas, definidas según su código CNAE (Clasificación Nacional de Actividades Económicas). El listado deja fuera muchos negocios que también se han visto muy golpeados por la pandemia: peluquerías y centros de estética, academias y centros de enseñanzas no regladas, autoescuelas o tiendas de recuerdos para turistas, por citar sólo algunos.

También se ha puesto en cuestión la exclusión de las empresas que reportaron pérdidas en 2019, considerando sobre todo los casos en los que el resultado negativo se producía por gastos de naturaleza extraordinaria, como inversiones. Asimismo, la norma ni concreta ni define con claridad los gastos y deudas a los que se pueden y deben destinar estas ayudas directas, ni cómo deben acreditarse o justificarse los mismos una vez cubiertos.

Las críticas generadas por estas limitaciones han llevado al Gobierno a anunciar su intención de permitir a las comunidades autónomas flexibilizar los requisitos de acceso a estas ayudas directas; en particular, para ampliar el número de sectores de actividad beneficiarios o para posibilitar su concesión a empresas que declararon pérdidas en 2019 por circunstancias extraordinarias.

Pero el foco de preocupación más inmediato tiene que ver con el modelo de gestión de estas ayudas, dado que su disfunción pone en riesgo la propia posibilidad de ejecutarlas. Esto se debe a que se ha optado por un sistema 'desconcentrado': las comunidades autónomas reciben la financiación de acuerdo con unos criterios de reparto que fija la norma estatal y, convenio de colaboración con el Estado mediante, gestionan su concesión a las empresas que cumplen unos requisitos que acredite la Agencia Tributaria. Basta lo anterior para atisbar las posibles complicaciones del sistema elegido, sobre todo, cuando las CC. AA. afirman que el diseño de estas ayudas ni se ha trabajado ni negociado antes con ellas.

¿Por qué se ha optado por este esquema frente a la alternativa, en apariencia más sencilla, de su gestión centralizada por la Administración General del Estado, siguiendo el modelo de las prestaciones desplegadas durante este tiempo por la Seguridad Social? Un modelo centralizado, por cierto, que también se sigue en las bonificaciones con las que se hacen efectivas las ‘quitas’ en los créditos con aval público que se regulan en la misma norma que estas ayudas y que se canalizan a través de transferencias directas desde el Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital (Mineco). 

Tres posibles explicaciones. La primera, coherente con las reticencias que han demorado durante tanto tiempo su puesta en marcha, es un deseo deliberado de contener el gasto de esta política dado el eventual riesgo de zombificación que entraña, como ya se ha señalado, pese a los riesgos que esto también conlleva.

La segunda, relacionada con la anterior, tiene que ver con un afán de contención del gasto asociado a estas ayudas. Unos requisitos más estrictos fuerzan una distribución entre un número menor de empresas. Estos filtros refuerzan las garantías de solvencia de las beneficiarias, pero también hacen que se corra el riesgo de excluir a empresas económicamente viables pero con problemas de endeudamiento provocados por una falta sostenida de liquidez; agravados, a su vez, por el retraso de este tipo de ayudas.

La segunda apelaría a razones de índole competencial: en el fondo, el Gobierno temía que algunas comunidades autónomas pudiesen pretender impugnar estas ayudas porque, a diferencia de las articuladas por la Seguridad Social, que son competencia exclusiva del Estado, o las relativas a los créditos con aval público, dependientes del ICO (organismo estatal dependiente del Mineco), estas otras son por su naturaleza subvenciones para el fomento del desarrollo de la actividad económica, materia donde las CC.AA. sí tienen competencias reconocidas. Su diseño respondería, en ese caso, al deseo del Gobierno de blindarse jurídicamente frente a cualquier posible reproche por parte de aquéllas. Sin contar, como se desprende de los recientes anuncios gubernamentales, que este esquema favorece que cualquier posible ampliación del alcance de las ayudas respecto al esquema original aprobado corra a cargo de las comunidades autónomas con sus propios recursos.

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