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Impulsar la innovación en Europa: cinco lecciones del último milenio

Miguel Laborda Pemán

10 de Abril de 2021, 18:23

Aún no sabemos si serán felices, pero sí que serán decisivos. Los años 20 de este siglo serán presentados por los cronistas europeos del futuro como un ejemplo clásico de 'coyuntura crítica'. En un contexto de competencia geopolítica creciente, Europa constata su pérdida de capacidad innovadora frente a China y Estados Unidos: es su 'momento Sputnik'. La prosperidad europea se ve amenazada, así como nuestra capacidad para evitar un nuevo mundo bipolar. Charles Michel lo deja claro cuando afirma que, en este contexto, "nuestros objetivos son ambiciosos y exigentes: la paz y la prosperidad". ¿La forma? Hacer que Europa evolucione de un regulador a un innovador global. De Venus a Jano, han escrito algunos; o, por qué no, de Platón a Leonardo.

La pandemia ha venido a acelerar la transición desde una Europa que proyecta ideas a una que las genera. Existe una hoja de ruta y hay dinero para hacerlo. ¿Tenemos la experiencia? La tenemos: mil años de capacidad innovadora y cinco siglos de hegemonía tecnológica mundial nos contemplan. Saber cómo lo hicimos puede darnos pistas para hacer que los años 20 sean decisivos, sí, pero también felices. Aquí van aquí cinco lecciones del último milenio de liderazgo innovador europeo.

Primera lección: nunca desaproveches una buena catástrofe. Es así: el liderazgo europeo surgió de un paisaje de escombros (clásicos). Sobre ellos floreció todo un entramado de instituciones que enlazan ya directamente con nuestra convicción en la necesidad de incorporar el ingenio individual en toda decisión sobre la sociedad.

Cuando los nietos de Carlomagno esbozaron el mapa de Europa en el tratado de Meerssen, estaban dando carta de naturaleza a una ley histórica. Creemos tener siempre el control de las instituciones: puesto que en algún momento decidimos crearlas, éstas sólo pueden responder al propósito que las animó originalmente. Sin embargo, esa creencia queda desmentida ante la frecuencia con la que las instituciones son capturadas por ciertos grupos de poder o despliegan una lógica interna que no alcanzamos a comprender. Las catástrofes, al impactar de forma temporal pero profunda en nuestras creencias y romper las inercias ciegas, nos ofrecen la oportunidad de reafirmar nuestro control sobre ellas.

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Es ésta la misma lógica que Angela Merkel y Emmanuel Macron exhibieron la pasada primavera cuando decidieron respaldar el mayor impulso a la integración europea en 30 años. Si bien la intrahistoria del momento merkeliano está todavía por escribir, sabemos ya que se tratará de un relato que vinculará creencias (el miedo a una nueva década perdida, el miedo de la patronal alemana al colapso del mercado único) y un atrevido diseño institucional (la propuesta franco-alemana del pasado mayo, el Consejo Europeo de julio). De Meerssen a Meseberg, las catástrofes nos brindan la oportunidad de volver a hacernos dueños de nuestras instituciones frente a inercias e intereses creados.

Segunda lección: el conocimiento está en las personas, no en los libros. Que el secreto último del progreso económico radica en las ideas, y que éstas surgen del stock de conocimiento que acumula una sociedad, son hechos ampliamente aceptados. Tenemos una idea bastante clara de esa relación y evidencia bastante sólida de que así ha sido el caso en Europa tanto en el pasado más lejano como en el más reciente.

Pero afirmaciones así oscurecen una distinción todavía más crucial: durante la mayor parte de su larga historia como líder tecnológico, a Europa le bastó con responder al cómo de las cosas y no a su por qué. Cuando Newton o Leibniz aún no habían conseguido descodificar las leyes de la Ciencia, la innovación descansaba necesariamente en procesos de prueba y error, en la propia práctica profesional antes que en el trabajo especulativo. Puesto que este conocimiento sólo puede ser transmitido mediante la observación y la propia práctica, el individuo, no el manual ni la página web, era el origen y repositorio fundamental de toda creatividad. El liderazgo tecnológico europeo debe, y deberá, más a los aprendices que a los filósofos.

Tercera lección: hay un amigo en mí, hay un amigo en ti. Si el conocimiento tácito importa y está diseminado entre las cabezas de la gente, la preocupación por la innovación se convierte en una preocupación sobre cómo atraer y agrupar a los individuos de modo que den lugar a equipos creativos. Desde esta perspectiva, el gran reto del desarrollo económico (incluso de la propia evolución humana) podría entenderse como identificar cuál es el sistema de recompensas, castigos y vigilancia que más y mejor incentiva la colaboración y el intercambio de ideas entre individuos.

Con frecuencia, la proliferación de organizaciones como gremios o comunas ha sido leída de forma negativa: allí donde hay beneficios, hay incentivos para excluir a los demás de su disfrute. Pero lejos de ser contrarios al proceso de innovación técnica y expansión urbana que experimentó Europa, esas redes de gente diversa adquiriendo experiencia profesional, intercambiando conocimiento y facilitando su difusión, con frecuencia patrocinadas por las propias autoridades, podrían explicar nuestro liderazgo.

Podemos llamarlos polos de conocimiento, clústers o plataformas de transferencia tecnológica; tanto da. Lo importante es entender el papel que las instituciones cooperativas, autónomas y de base local han tenido en la acumulación e intercambio de ideas entre las personas. Es eso lo que lleva ocurriendo años en sitios como Silicon Valley o Shenzhen.

Cuarta lección: abre la muralla, mézclate conmigo. Reconocer la importancia de ese conocimiento que está en los cerebros (y no en los libros) implica comprender no sólo la importancia de los equipos sino, especialmente, de los equipos diversos. Así, en los últimos años hemos empezado a entender que ser diferente es tan importante como ser bueno, y que un equipo diverso resolviendo problemas será siempre mejor que el individuo medio y, con frecuencia, al menos tan bueno como un equipo de los mejores. Es decir: los países, las sociedades, los equipos, saben más porque los ciudadanos, sus miembros, saben cosas diferentes.

Precisamente, la explicación más popular hoy en día sobre por qué Europa es rica pone a la diversidad en el centro: allí donde los aspirantes a emprendedor, trabajador, funcionario o líder político pudieron acceder con relativa facilidad a su respectivo establishment, el progreso tuvo lugar. De hecho, las ciudades europeas, allí donde radicaba el conocimiento y la innovación, parecen haber sido más abiertas de lo que una vez creíamos en su integración de los recién llegados. Por el contrario, aquellos lugares que establecieron barreras artificiales a la entrada de miembros con ideas nuevas (la serrata, o cierre, del Consejo Mayor de Venecia como ejemplo de manual) vieron disminuir el tamaño de la tarta y aumentar las luchas por su reparto.

Tengámoslo en cuenta en el diseño de las nuevas políticas de defensa de la competencia, inmigración o igualdad de género, instrumentos centrales en la definición de un modelo europeo de innovación.

Quinta lección: actúa en local, piensa en continental. Además de las pulsiones excluyentes, el otro gran riesgo derivado de esa colaboración a escala local es la descoordinación. Cuando hay desafíos que generan impactos a gran escala, pensar sólo a nivel local puede terminar conduciendo a resultados no deseados.

Una innovación radicada en lo local está entre las grandes contribuciones de Europa al progreso. Las muchas ciudades-estado, ducados y condados que poblaron durante siglos la geografía europea trajeron, en su competición constante, importantes beneficios en forma de nuevas ideas e instituciones. A menudo esa cooperación sin poder degeneraba en violencia y guerras en las que todos salían perdiendo (¡85 conflictos militares anuales de media en Europa entre los años 800 y 1800!). Fue esa realidad la que explica en parte el surgimiento de estados y burocracias fuertes como instrumentos para evitar la competencia destructiva, un papel coordinador que ya antes habían desempeñado las ideas del Imperio o de la Cristiandad.

En algunos lugares esto inauguró una etapa de poder sin cooperación: los poderes locales parasitaron el Estado y se repartieron las migajas de una economía en descomposición. En otros lugares, sin embargo, el Estado y los poderes locales fueron capaces de crear federaciones robustas y repúblicas complejas en las que equilibrar coordinación, diversidad e innovación local. En ellas, los innovadores locales tenían suficientes contrapesos para no degenerar en cárteles y coordinar sus acciones a nivel nacional cuando fuese necesario.

Frente a un modelo estadounidense crecientemente oligopólico y el capitalismo de Estado chino, la experiencia histórica europea con la colaboración público-privada se presta más fácilmente a explotar simultáneamente las ventajas de la escala continental (mercado único, difusión de buenas prácticas y nuevas tecnologías, mecanismos de compensación) y los beneficios de la innovación privada con base más local. Entre las invocaciones a un escurridizo 'ethos' europeo y los pliegos administrativos sin épica del mercado único, existe un espacio intermedio desde el que pensar el futuro de Europa: las instituciones. Aprovechar el shock que la pandemia ha tenido sobre nuestros valores y creencias para diseñar conscientemente organizaciones que nos hagan generar e intercambiar ideas de forma más efectiva es el gran reto que los europeos tenemos por delante en los próximos años. Mil años de innovación tecnológica nos demuestran que es posible, porque es precisamente lo que ya hemos hecho, al igual que nos alertan sobre la necesidad de vigilar las tendencias oligárquicas y los riesgos de descoordinación entre los agentes innovadores. Si hacemos caso a una potente tradición filosófica europea, el único mandato vital es persistir en lo que ya somos. Si miramos al último milenio, las pistas están claras: ¿cuándo empezamos?

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