La secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen, sorprendía esta semana con una propuesta para establecer un
tipo mínimo del 28% en el Impuesto de Sociedades a escala global. El objetivo es que las empresas multinacionales paguen al menos el equivalente a ese importe por todos sus beneficios sea cual sea el lugar en el que se declaren. La propuesta, de hacerse realidad, supondría un paso trascendental en la lucha contra la industria de la elusión fiscal a nivel mundial y un
golpe letal para los paraísos fiscales.
La noticia ha sacudido la economía global. No es la primera vez que se plantea una medida de este tipo. La
OCDE lleva años promoviendo una revisión de las reglas de imputación del Impuesto de Sociedades para que los beneficios tributen
donde se generan en lugar de
donde se declaran, que es el principio que sostiene la industria de la elusión fiscal a través de la creación de filiales en países o territorios con baja o nula tributación. También la
Comisión Europea ha impulsado en el pasado iniciativas para armonizar la metodología de cálculo del Impuesto de Sociedades entre los estados miembros, aunque sin demasiado éxito debido a la resistencia de algunos de ellos, entre los que destacan Irlanda y los Países Bajos.
Pero el anuncio de Janet Yellen supone ir un paso más allá, con una propuesta firme para hacer realidad un impuesto mínimo global sobre los beneficios empresariales.
Nunca antes Estados Unidos había abanderado esta posición; al contrario, habitualmente figuraba entre los países opositores a este tipo de iniciativas. La respuesta de la comunidad internacional no se ha hecho esperar. El Fondo Monetario Internacional ya ha expresado
su apoyo. También lo ha hecho la Comisión Europea y, dentro de la Unión, España, Francia y Alemania han mostrado
su adhesión a la medida.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La credibilidad de esta iniciativa viene, en primer lugar, de que
Estados Unidos tiene intención de comenzar a implantarla en su propia casa. La medida se enmarca dentro de la reforma fiscal que la Administración Biden presentó la semana pasada con la finalidad de generar unos
ingresos de dos billones de dólares en los próximos 15 años para financiar su ambicioso
plan de inversiones para la recuperación económica de EE.UU. de la crisis sanitaria. Un plan cuya envergadura ha hecho empequeñecer los esfuerzos realizados hasta el momento por la Unión Europea y en el que algunos analistas han visto el inicio de un
cambio de paradigma en la política económica, ya bautizado como
Bidenomics.
Esta reforma fiscal consta de tres pilares. El primero es un incremento del Impuesto sobre la Renta para los ingresos superiores a los 400.000 dólares anuales. El segundo, un aumento del tipo marginal del Impuesto de Sociedades del 21% al 28%; significativo, pero aún inferior al 35% existente antes de la última rebaja fiscal de Trump. Y el tercero es la
aplicación de un gravamen mínimo del 21% a los beneficios empresariales repatriados desde el extranjero.
De esta forma, las compañías estadounidenses pasarían a verse obligadas a pagar en
casa por los beneficios que obtenga cada una de sus filiales extranjeras la diferencia entre los impuestos que hayan pagado en el país de origen y el resultado de aplicar ese gravamen mínimo del 21%. Si una empresa tiene una filial en un paraíso fiscal donde el tipo del Impuesto de Sociedades es igual al 5%, la matriz estadounidense tendría que pagar la diferencia hasta un 21%; esto es, el 16%. Este proceso se repetiría con cada una de las filiales, calculando en cada caso la diferencia entre los impuestos efectivamente pagados en origen y el gravamen mínimo. Se estima que esta medida, por sí sola,
puede acabar reportando unos ingresos adicionales de 100.000 millones de dólares anuales.
La imposición de un gravamen mínimo sobre los beneficios procedentes del extranjero tiene otra importante potencialidad y es que, en cierto modo, constituye un
impuesto sobre los beneficios globales de carácter 'unilateral'. Ésa es una de las conclusiones que los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman exponen en su último libro (
El triunfo de la injusticia. Cómo los ricos eluden impuestos y cómo hacerles pagar, Editorial Taurus, 2021), en el que desarrollan un plan integral para romper la espiral empobrecedora que causa la elusión fiscal cuando la menor recaudación que provoca se usa para justificar bajadas fiscales que terminan por deprimir aún más esa recaudación. Ambos autores muestran que
atajar la industria de la elusión fiscal y poner coto a los paraísos fiscales es factible, que disponemos de la información y los instrumentos necesarios para hacerlo y que las posibles amenazas por parte de las empresas que eluden impuestos no son tan fáciles de ejecutar como pretenden hacer creer. Desde 1985, sólo 85 compañías estadounidenses han trasladado su sede a paraísos fiscales, y de las 2.000 mayores empresas del mundo en la actualidad, sólo 18 tienen su sede en países que pueden ser considerados
técnicamente como paraísos fiscales, entre los que se incluyen Singapur o Irlanda. Por supuesto, nada impide reforzar las reglas para evitar este tipo de posibles traslados de sede social sin más fundamento económico que pagar menos impuestos, ni tampoco la
presión internacional contra los paraísos fiscales.
Evidentemente, el alcance de un impuesto mínimo unilateral como el propuesto ahora por la Administración Biden se restringe a los beneficios que sean repatriados únicamente por las empresas que tengan su sede social en el país que lo aplica, aunque en el caso de Estados Unidos eso no es nada desdeñable. Ahora bien, si todos los países procediesen de la misma forma y aplicasen esta tributación mínima, aunque fuese cada uno de manera unilateral, el
resultado sería equivalente al que se obtendría con una imposición mínima a escala global. Esta equivalencia en términos agregados es muy importante, porque implica que la propuesta puede ser
viable incluso aunque algunos países, incluidos los paraísos fiscales, no quieran cooperar:
basta con que las principales economías decidan hacerlo. Y eso es lo que ahora, por fin, puede suceder gracias a la nueva posición estadounidense. No se trata sólo de incrementar la recaudación sino, sobre todo y fundamentalmente, de cambiar las reglas que incentivan la elusión y hacen posible la existencia de paraísos fiscales.
Como curiosidad, cabe recordar que en España se planteó hace no mucho
una medida fiscal similar, aunque distinta en su diseño y desde luego mucho más modesta, a este gravamen mínimo sobre los beneficios repatriados que propone la Administración Biden. La legislación española, como la de la mayoría de países en el mundo, exime del Impuesto de Sociedades a los beneficios que las compañías de nuestro país obtienen de sus filiales en el extranjero, bajo la premisa de evitar la
doble imposición que se produciría si los beneficios repatriados, que ya han pagado impuestos en el país de origen, volviesen a tributar en España. El problema de este argumento es que eso sólo tiene sentido cuando los
tipos impositivos no son equivalentes; en cualquier otro caso, esa doble imposición sería como mucho sólo
parcial. Pues bien, la propuesta, incluida en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2019 presentado entonces, consistía en una reducción de esa exención en el Impuesto de Sociedades sobre los beneficios procedentes del extranjero
del 100% al 95%. No parece demasiado, pero era suficiente para incrementar los ingresos en 1.000 millones de euros al año. Una propuesta con un diseño como la estadounidense, si suponemos que las filiales extranjeras de las empresas españolas pagan en promedio en sus países de origen en torno a un 10%, podría elevar este aumento de la recaudación hasta los 18.000 millones.