El Tribunal Constitucional Federal alemán (TCFA) siempre ha estado especialmente atento a los cambios estructurales de la Unión Europea. En la década de los 70, cuando el proceso de integración avanzaba en la construcción del mercado interior, exigió una protección suficiente de los derechos fundamentales. En los 90, momento en el que se establecieron las bases de la moneda común, negó el carácter federal de la Unión y subrayó un límite insuperable: el Estado alemán nunca podía desaparecer engullido por el proceso de integración.
El juicio del TCFA vuelve a ocupar un lugar destacado en esta época de transformación. La Unión padece una crisis existencial desde 2008, a la que responde lentamente pero con más de una medida de carácter revolucionario. En la decenio pasado vimos cómo el Banco Central Europeo (BCE) circunvalaba los límites de los tratados y se decidía a comprar deuda pública en los mercados secundarios; asumiendo, aunque de forma imperfecta, la posición de pagador de última instancia, aliviando así las dificultades de algunas haciendas nacionales para financiarse en los mercados. De igual modo, los estados que compartían el euro crearon el
Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede), que concedió préstamos destinados a reflotar las economías de algunos países.
Las medidas señaladas afectaron a la esencia de la Unión Económica y Monetaria. Recordemos que esta institución, desde su nacimiento en el Tratado de Maastricht (1992), estuvo marcada por la visión del Gobierno alemán de entonces, que diseñó el euro en torno a unos criterios económicos (déficit y deuda pública). Exigió, además, que los estados fuesen responsables de su política presupuestaria, sin que la Unión pudiese aligerar sus penurias. En definitiva, habría de ser el mercado, fijando el precio de la deuda pública, quien juzgase el desempeño de las economías nacionales.
El TCFA reaccionó a los préstamos del Mede, pero sobre todo la actuación del BCE, retomando el punto de partida fijado en su
decisión Maastricht, para señalar que el proceso de integración no podía desapoderar al pueblo alemán. Desde ahí fue repasando los distintos acuerdos, verificando si la ayuda económica aportada por Alemania vaciaba, por su cantidad o duración, el poder del Parlamento germano. De nuevo negó la posibilidad, siempre bajo el marco de la Ley Fundamental,
de que la Unión evolucionase hacia una suerte de federalismo financiero, en el que la riqueza de los alemanes fluyera sin más a otros estados. El punto álgido se alcanzó con la Decisión de 5 de mayo de 2020, en la que el TCFA censuró la falta de profundidad del Tribunal de Justicia a la hora de enjuiciar la compra de deuda pública por el BCE. Y aunque señaló expresamente que su decisión no afectaba a las medidas del rescate-Covid, esa referencia retumbó como un aviso a navegantes.
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Las medidas diseñadas frente a la emergencia sanitaria también introducen cambios de hondísimo calado. Se atiende de forma decidida a la dimensión social, arrumbada en la anterior crisis. Entonces se experimentó con la solución neoliberal por antonomasia, la llamada
devaluación interna, que en términos prácticos supuso una pauperización general de la población bajo la premisa de que el desempleo y la pérdida de ingresos salariales, unidos a la restricción del gasto público (en definitiva, la austeridad) eran la vía para ganar competitividad. No es necesario subrayar las consecuencias políticas de este tipo de actuación.
En la crisis de la Covid-19, la reacción de la Unión ha sido bien distinta, dando prioridad a los problemas sociales y facilitando, por ejemplo, la financiación de los Ertes (expedientes de regulación temporal de empleo), destinados a conservar el trabajo y sostener una mínima capacidad adquisitiva. Por otro lado, aunque la Unión ha mantenido el instrumento de los préstamos condicionados, también ha dado paso a transferencias finalistas, cuya devolución no es necesaria siempre que su ejecución sea correcta. Y se ha habilitado la emisión de deuda pública como instrumento para financiar medidas de rescate inmediatas.
Es en este contexto en el que se sitúa la resolución del TCFA de suspender cautelarmente la ratificación de la
Decisión de recursos propios de la Unión. Cada cinco años, coincidiendo con la elección del Parlamento europeo y la investidura de la Comisión, los gobiernos nacionales han de cerrar la negociación más relevante: cuánto dinero se va a gastar en los próximos cinco años, en qué hitos y de dónde ha de proceder ese dinero. El resultado de los acuerdos se proyecta en el
Marco Financiero Plurianual, que refleja el gasto, y en la Decisión de recursos propios, que contiene los ingresos. Son actos tan importantes que necesitan la unanimidad de los gobiernos; y en el caso de la segunda, además, una decisión interna de corte ratificatorio. A buen seguro que la impugnación que ha de resolver el TCFA pone el foco en el artículo 5 de la Decisión, que reconoce, por más que limitada en el tiempo y en la cantidad, la emisión de deuda pública. Éste fue uno de los tabús en la crisis del 2008, en tanto que abre la posibilidad cierta de un Tesoro europeo y políticas de redistribución de largo alcance. Para muchos, el germen del federalismo fiscal.
La intervención del TCFA es un inconveniente en la puesta en marcha de las medidas aviadas para restañar las consecuencias económicas de la crisis sanitaria. Sin embargo, estamos ante
el clásico control judicial de la política, siempre incómodo, pero absolutamente necesario para garantizar la correcta dinámica constitucional. Ciertamente, es éste un caso peculiar de supervisión, puesto que un tribunal nacional pone en solfa el costoso acuerdo entre los 27 estados de la Unión. Tal particularidad puede ser constructiva si el TCFA, consciente de su singularidad, mide las posibilidades de su control. En el horizonte cabe una decisión que respalde los mecanismos de rescate o bien el planteamiento de
una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia que, bien formulada, ayudaría a robustecer la legitimidad jurídica de los instrumentos revolucionarios a los que se ha dado pie. E incluso podría impulsar una reforma de los tratados que aquilatase los cambios de fondo experimentados en las dos últimas décadas.
No obstante, hace ya demasiado tiempo que el TCFA se ha convertido, en materia europea, en altavoz de las posiciones más extremas: primero, de las fuerzas post-comunistas alemanas; ahora, todo apunta a que los recursos proceden del entorno de Alternativa para Alemania. Es verdad que el TCFA no elige los recursos que está obligado a resolver. Pero es innegable que la teoría democrática que auspicia el Tribunal, enclaustrada en la idea cultural de nación, encaja perfectamente con posiciones refractarias a la integración y que reivindican una etérea identidad nacional.
No parece, por lo demás, que el TCFA vaya a abandonar su tesis, según la cual la democracia se explica sólo a través de un concepto homogéneo de pueblo. Y tampoco es probable que Alemania emprenda una reforma constitucional que dé mayor margen al federalismo fiscal dentro de la Unión. Hasta podría defenderse que el TCFA se siente cómodo en esa posición de tutela que alerta de las transformaciones. Un Tribunal siempre al acecho para interrogarnos sobre la tensión entre razón política y razón económica.