La sorpresiva decisión del juez del Supremo Tribunal Federal, Edson Fachin, de anular las dos condenas (y hasta las denuncias) existentes contra el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha generado un movimiento de placas tectónicas en un país donde los efectos de la pandemia han reconfigurado alianzas y alineamientos políticos y electorales a un ritmo constante, pero con sentidos cambiantes, durante el último año.
Al menos desde 2005, y hasta la elección presidencial de 2018, la política brasileña se había movido en torno a la aceptación o rechazo de 'Lula' y el Partido de los Trabajadores (PT). Hubo periodos triunfales, como el traspaso del mando de 2010, en la que un presidente con cerca del 80% de popularidad entregó el poder a su sucesora elegida, Dilma Rousseff; y de amarga derrota, como en 2016, con esa misma presidenta destituida, un proceso judicial encaminado a la condena para el otrora símbolo indiscutido del Brasil emergente y una debacle electoral que dejó al partido fuera del Gobierno en todos y cada uno de los principales centros urbanos de más de 250.000 habitantes.
La derrota presidencial del PT en 2018 trasladó el eje político de la izquierda a la extrema derecha. Jair Bolsonaro, el instrumento elegido por el electorado para corporeizar el
anti-petismo y
anti-lulismo, se convirtió por sus propias características en un inevitable polarizador social. La explícita violencia policial y el desprecio hacia las denuncias de los organismos de derechos humanos contra la intensa actividad criminal existente en el país; el alineamiento sin fisuras con Estados Unidos y, especialmente, las durísimas agendas social y económica, expresamente enfrentadas a la diversidad sexual y la preservación ambiental, convirtieron a Bolsonaro en el principal aglutinador de las identidades políticas brasileñas, tanto en el apoyo como en el rechazo. Reforzaron ese proceso la pandemia y el escepticismo del presidente en un contexto de empeoramiento de la situación sanitaria.
Ante el extremismo presidencial se intentó construir, desde el rechazo, una figura de oposición moderada, capaz de agrupar los votos centristas y dejar a la izquierda (minoritaria) sin otra opción que sumarse en última instancia. El ex ministro de Salud Luiz Henrique Mandetta, el gobernador de San Pablo, João Doria, y hasta el propio Sergio Moro (ex ministro de Justicia y Seguridad Pública) pusieron en práctica rupturas ruidosas con el oficialismo y reconversiones centristas a las que todos los analistas pusieron fecha: las elecciones de 2022. Del mismo modo, sin haber coqueteado nunca con el presidente, el presentador de televisión Luciano Huck, el gobernador de Rio Grande do Sul, Eduardo Leite, el incombustible Ciro Gomes y la empresaria Luiza Trajano se postularon o fueron postulados como candidatos para derrotar al presidente en una casi inevitable segunda vuelta.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La decisión de Fachin, de ser confirmada por el Pleno del máximo tribunal, altera las proyecciones.
Por su propio peso, 'Lula' conserva la capacidad de funcionar como aglutinador de las preferencias electorales; comparable, aun después de 10 años fuera del poder, con la del presidente. El padre de
'Bolsa Família',
rostro del último periodo de percepción generalizada de bienestar en el país y referente indiscutido de una izquierda que consiguió colocar a su partido en la segunda vuelta electoral en 2018, es también el mayor símbolo de las percepciones sobre socialismo y corrupción que engrosaron el movimiento social (sobre todo entre las clases medias y medias altas) que culminó en la expulsión de su sucesora y el posterior giro a la derecha.
Si aglutinarse en el centro para combatir al
bolsonarismo suscitaba poco entusiasmo, la recuperación de los derechos políticos de
Lula complica la fórmula tan repetida de construir un Biden brasileño. Por supuesto, queda por delante un largo camino; y si Brasil no es para principiantes, la pandemia lo ha vuelto aún más impredecible.
Sin embargo,
más allá de las preferencias sociales, será importante reparar en la actitud de sus élites. El acompañamiento que prestaron, unánimemente, al proceso que terminó en la destitución de Rousseff y el encarcelamiento de
Lula da Silva echó por tierra, junto a los tótems de la izquierda, el paciente proceso de construcción de
campeones nacionales, públicos y privados, uno de los grandes objetivos de los gobiernos del Partido de los Trabajadores.
De Odebrecht a Petrobras, 'Lava Jato' terminó con todos los símbolos de liderazgo internacional brasileño que 'Lula' había personificado mejor que nadie.
Al fracaso de aquel proyecto se sumó un consenso sobre la necesidad de refundar el Estado y el sistema económico brasileños, que Michel Temer y Bolsonaro representaron a continuación. Mientras muchos dirigentes y medios de comunicación cuestionaban duramente la agenda social e institucional ultraconservadora del presidente, y pasaban a oponerse frontalmente a su manejo de la pandemia, nunca han retirado su apoyo a las reformas laboral y previsional, así como respecto a las privatizaciones y a la apertura comercial. Hasta la sorpresiva decisión de Fachin, la preocupación de los
mercados se centraba en el
cambio de presidente de Petrobras; veían en él signos de un eventual giro populista de Bolsonaro que amenazaba con marginar a Paulo Guedes del timón de la economía y recuperar los bríos estatistas que acompañaron al golpe militar de 1964.
El relativo buen desempeño de la economía brasileña durante la pandemia ha estado impulsado por el enorme aumento del gasto público, especialmente social; y, curiosamente, este auxilio de emergencia de espíritu
lulista ha inflado la popularidad de Bolsonaro. Pero también choca frontalmente con el techo de gasto, un consenso casi religioso que ha otorgado a la austeridad jerarquía constitucional. Los equilibrios futuros son complejos. La campaña de 2002 demostró cuán flexible puede ser
'Lula', capaz de empatizar, prometer y encantar a los pobres y conjurar, a su vez, los temores de los ricos. Veinte años y un proceso judicial después, no está claro que pueda repetir el hechizo, con la agenda neoliberal a la ofensiva, aun para un político de su carisma y estatura. A la luz de la experiencia reciente, a Bolsonaro le puede resultar difícil resistirse a apostar por el gasto público como motor de la economía y de su campaña para la reelección; especialmente si tiene enfrente al padre de
Bolsa Família. El panorama para las élites económicas es más incierto que nunca.
Desde la clase política, las reacciones de Rodrigo Maia (partido Demócratas), Tasso Jereissatti (Partido de la Social Democracia Brasileña) y hasta el presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira, reflejan una autocrítica implícita y una invitación abierta a la rehabilitación de un
Lula que opte por moverse hacia el centro.
Queda abierto el interrogante sobre la reacción del sector militar. Como ha quedado al desnudo en las recientes
memorias del general Eduardo Vilas Boas, publicada en forma de entrevista por la Fundación Getulio Vargas, los uniformados fueron un factor condicionante en las decisiones sobre la libertad y la candidatura de
Lula da Silva; y, desde la llegada de Bolsonaro, se han convertido en protagonistas principales de la gestión gubernamental. ¿Aceptarán competir mano a mano, según la regla de los votos, con quien ayudaron a detener y excluir?
Los devastadores efectos de la pandemia han vuelto a poner en crisis a un Brasil que, desde hace más de un lustro, está embarcado en una constante revisión de sí mismo en la que nada, ni siquiera la democracia, es una certeza, y donde ninguna tradición puede darse por muerta, pero tampoco por vencedora. La probable rehabilitación política de
Lula puede ser un nuevo capítulo de esa revisión constante. Un nuevo papel para quien, en cada encarnación desde hace más de 40 años, ha sido actor protagonista.