Es conocido que la economía argentina se hallaba enormemente debilitada en el momento en que Alberto Fernández asumió la Presidencia del país, en 2019. Sin embargo, nada hacía presagiar al hombre que saludaba desde el balcón de la Casa Rosada aquel día de diciembre que, en el primer año de su mandato, iba a tener que enfrentarse a una crisis sin precedentes, y para la que no existían manuales de instrucciones ni siquiera en el país de América Latina más habituado a las turbulencias económicas. El año pasado, el que ha puesto el mundo patas arriba, no ha sido especialmente benévolo con Argentina: no sólo ha sido uno de los países más afectados por la pandemia en términos de contagios y de muertes (con más de 50.000 fallecidos por Covid-19 hasta ahora, el cuarto país de América Latina en términos absolutos); también ha sufrido el mayor hundimiento económico dentro de las economías del G-20, de acuerdo con cifras de la OCDE.
Así las cosas, es inevitable que las ondas causadas por las medidas adoptadas por el nuevo Gobierno para frenar la expansión del virus alcanzasen a dos variables económicas que penden siempre sobre los gobernantes argentinos como una espada de Damocles: la inflación y el endeudamiento. La primera fluctuaría entre el 35% y el 50% a lo largo del año sin dar excesivas sorpresas; la deuda externa llevó al país al impago en mayo de 2020, si bien el Ejecutivo consiguió llegar a un acuerdo de reestructuración con sus acreedores privados el último día de agosto. Sin embargo, y a pesar de las turbulencias, Argentina continúa a merced del entorno internacional. Si para Mauricio Macri éste fue relativamente demoledor, como se analizó en un anterior artículo, Fernández ha tenido más suerte. Una política monetaria expansiva en Estados Unidos ha levantado la presión sobre el peso, al tiempo que un importante incremento en el precio internacional de la soja servía para aumentar el valor de las exportaciones y el acceso a dólares. Este entorno debe aprovecharse, para empezar, acelerando las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), pues los efectos de la crisis y el aumento de la deuda (tanto en Argentina como otros países emergentes) auguran turbulencias futuras en estos mercados.
La situación de la deuda
El año 2020 fue desastroso para el endeudamiento argentino y el país vio cómo en mayo entró en suspensión de pagos (tan sólo dos meses después del estallido de la Covid-19), al tiempo que seguía negociando una reestructuración de la deuda. Ésta finalmente se materializó en agosto, cuando Fernández pudo anunciar un acuerdo para reestructurar la mayoría de los títulos de deuda bajo jurisdicción extranjera (un monto total cercano a los 68.000 millones de dólares) mediante el canje de los viejos títulos por nuevos bonos con intereses inferiores y mayores plazos de vencimiento.
Sin embargo, la necesidad de renegociar la deuda que el país había contraído con el FMI durante el mandato de Mauricio Macri ha conducido a un encendido debate sobre la urgencia de abordar esta cuestión en el momento actual o de esperar al final de la pandemia. Esta cuestión ha provocado una importante fractura en el seno del Gobierno argentino, que se debate entre los planteamientos maximalistas de la vicepresidenta Cristina Fernández y el mayor pragmatismo de Fernández y Martín Guzmán, su ministro de Finanzas. Así, mientras la primera pretende esperar al final de la pandemia para renegociar los pagos de la deuda, Guzmán afirmó que su objetivo era alcanzar un acuerdo con el FMI en mayo.
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Al tiempo que se produce esta grieta dentro de la coalición gobernante, el debate en torno a qué hacer con el FMI amplía aún más la que existe en la sociedad argentina, al forzar una re-lectura de los años de Macri muy basada en aquel fatídico 2018, en el que hubo de claudicar en su agenda gradualista y encomendarse a la ayuda del siempre controvertido FMI. Este gradualismo inicial, la falta de agresividad a la hora de atacar tanto el déficit como la inflación, dejó a Argentina en una situación frágil y, por tanto, insostenible una vez que el entorno internacional se volvió especialmente desfavorable en 2018. Con estos continuados niveles de fragilidad en 2020, el impago era casi inevitable ante una crisis del calibre y el alcance de la Covid-19. Dicho esto, el entorno internacional poco propicio que terminó de hundir el proyecto de Macri ahora está cambiando, temporalmente, y tal vez llegue a convertirse en un salvavidas para el Gobierno actual.
Un entorno más benévolo
El hecho de que 2020 haya sido catastrófico para la economía argentina no ha impedido que la evolución de ciertos indicadores internacionales haya generado un entorno más favorable, en lo que supone un marcado contraste con el fatídico 2018. Así las cosas, Argentina se está pudiendo beneficiar de un clima externo favorable en lo que respecta a su estabilidad en la balanza de pagos. En 2018, un año de indudable crecimiento mundial (3,6%), cuando tanto EE.UU. (2,9%) como la zona euro (1,9%) se encontraban en puntos altos del ciclo económico, el acceso a los mercados de los países emergentes estaba en horas bajas, con dos grandes episodios de fuga de capitales en primavera y otoño. Como se ha mencionado más arriba, Argentina, junto con Turquía, fue la gran protagonista de esta inestabilidad, que finalmente acabaría con el Gobierno de Macri. En aquellos momentos, el dólar se hallaba especialmente fuerte, y la Reserva Federal llevaba varias subidas seguidas de los tipos de interés (que comenzaron el año en el 1,25% y lo acabaron en casi en el 2,5%), aumentando enormemente el atractivo de la deuda norteamericana. Con estos retornos (más el incremento en el valor del dólar), disminuyen las razones para asumir riesgos en mercados emergentes.
Este año la situación es la opuesta. La contundente política monetaria expansiva y el incremento del gasto fiscal llevados a cabo por los países desarrollados tiene un efecto 'spillover' en los países emergentes; y lo que es más importante para Argentina, dada la fragilidad de su divisa y sus reducidas reservas de dólares, el efecto devaluador sobre el dólar que suponen estas medidas monetarias reduce enormemente la presión sobre las monedas emergentes, incluido el peso. Este efecto puede verse claramente en el gráfico. Muchas de las principales divisas emergentes no sólo no han experimentado grandes pérdidas de valor en el último año, sino que además se han fortalecido ante el dólar. De hecho, solamente Argentina, Turquía y Brasil experimentaron un debilitamiento de su moneda ante la divisa estadounidense en la segunda mitad del año; todas las demás salieron fortalecidas.
Argentina ha visto la mayor caída en el valor de su moneda de entre todas las principales divisas emergentes. Así pues, aunque la caída del peso puede parecer comparable con otros años, especialmente cuando consideramos la excepcional situación económica, esto puede explicarse en gran medida por las circunstancias del entorno internacional, que han aflojado la presión sobre el peso y han hecho que muchas monedas emergentes hayan incluso incrementado su valor frente al dólar. El gráfico muestra los altos niveles de fragilidad de la moneda argentina en comparación con otras, pero también la benevolencia del entorno internacional actual.
Al mismo tiempo, es cierto que, en circunstancias de crisis, el apetito de los inversores internacionales decrece por lo que respecta a productos financieros arriesgados. Esto puede llegar a desencadenar episodios de fuga de capitales, cuando aquéllos se refugian en activos seguros. Esto ha ocurrido numerosas veces respecto a la posición de los inversores internacionales en Argentina (en 2018, por ejemplo), con consecuencias nocivas para la economía. Sin embargo, la renegociación del 99% de la deuda (68.000 millones de dólares) con acreedores privados a finales del año pasado trajo una cierta certidumbre y algo de respiro. Una conversación más o menos encauzada con el FMI sobre los términos de su préstamo, a pesar de las tensiones políticas, también proporciona algo de tranquilidad a los mercados. Cumplir con los objetivos actuales y acabar dichas negociaciones en mayo serían pasos muy positivos en esta dirección, aunque no parece que las tensiones internas del Gobierno vayan a permitirlo.
Por último, el precio internacional de la soja a aumentado más del 70% en los últimos 12 meses (desde marzo de 2020). La soja es una exportación principal para Argentina, y este encarecimiento ha resultado en un incremento sustancial del valor de las exportaciones. Esto no sólo es una mejora en sí misma, también es importante dado que, al igual que otras materias primas, su comercio se lleva a cabo en dólares y, por tanto, es una fuente de divisa extranjera. De hecho, el impacto del precio de la soja es tal que se está usando como argumento para retrasar las negociaciones del FMI, aunque este retraso sería nocivo en materia económica.
Romper el círculo vicioso
Como se puede ver, son varios los indicadores que permiten aventurar que podemos estar ante una pequeña ventana de oportunidad para la economía argentina, que podría beneficiarse enormemente de un entorno más favorable. La exitosa renegociación de la deuda y la continuada expansión fiscal y, sobre todo, monetaria en Occidente han supuesto un cierto respiro, especialmente en la balanza de pagos. Sin embargo, este entorno no va a durar para siempre, y los continuados efectos de la crisis podrían llevar a los inversores a cambiar de actitud respecto a los mercados emergentes. Es hora de acelerar las negociaciones con el FMI, que en esta faceta mucho más keynesiana será un importante y útil socio para la recuperación.
Dicho esto, no puede pasar desapercibido el hecho de que la debilidad del dólar y del precio de las 'commodities' siguen siendo factores con un peso desmedido en la evolución económica del país. Ni el crecimiento de los años de Néstor Kirchner ni los intentos de Macri por insertar a la economía argentina en la economía global han permitido que Argentina se desligue de su dependencia de los vientos de cola provenientes del exterior, ni que resuelva el acertijo interminable que hace que deuda e inflación conspiren para hacer de cualquier bache económico un cataclismo de proporciones bíblicas. Puede que 2021 sea el año que dé un respiro a Argentina, pero éste será temporal. Si no se llevan a cabo reformas estructurales que reduzcan la dependencia y limiten su endeudamiento para reducir la importancia de la cotización del dólar, cualquier ciclo de crecimiento volverá a tener un final abrupto. Del bucle en el que se halla sumido el país desde hace décadas no se sale con vientos de cola, y resulta difícil creer que las divisiones y cuitas entre las alas del aeroplano que maneja Fernández sean el anticipo de un nuevo impulso reformista.
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