En marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la emergencia de salud pública de importancia internacional (pandemia) por un coronavirus desconocido hasta la fecha, el Sars-CoV-2. Desde entonces se han ido sucediendo debates (bio)éticos, jurídicos y políticos. Empezó por la escasez de respiradores y de equipos de protección individual (EPIs); siguió con el uso obligatorio de mascarillas en los espacios públicos; continuó con el uso compasivo de medicamentos en investigación y la participación en los ensayos clínicos para desarrollar un tratamiento terapéutico o una vacuna seguros y eficaces; y ahora estamos discutiendo sobre la voluntariedad u obligatoriedad de la vacunación, los criterios de reparto que sean eficientes a la par que justos, y la posibilidad de establecer algún tipo de pasaporte de vacunación.
Aunque me he dejado fuera muchos otros, ninguno de ellos es, en mi opinión, radicalmente nuevo porque ya se han planteado con ocasión de otras emergencias de salud pública. Sólo hay que mirar al pasado más reciente. Ahí tenemos la epidemia de VIH con la que convivimos desde 1981 y los brotes epidémicos de Sars en 2003 y de Ébola en 2014. Cada tipo de virus merece una respuesta normativa diferenciada, pues no se puede tratar de la misma forma virus que se comunican por vía aérea y los que no; virus que producen casos asintomáticos y los que no; pero todos ellos comparten un mismo enfoque a la hora de buscar soluciones: la ética de la salud pública.
Las discusiones señaladas se han planteado y tratado de resolver desde la óptica de la ética clínica (respiradores, EPIs, mascarillas, vacunación) o de la ética de la investigación clínica (uso compasivo, ensayos clínicos), con una respuesta que hace primar el interés y beneficio individuales sin prestar demasiada atención al bien común. Y eso, en mi opinión, es un error por dos motivos. En primer lugar, tanto la ética clínica como la ética de la investigación deben incorporar una dimensión social si quieren proponer soluciones que sean útiles en una crisis de salud pública. La ética clínica debe tener en cuenta las consecuencias sociales del reparto de unos bienes que fueron tan escasos como los respiradores o los EPIs. Nadie puede ser discriminado en el reparto, pero se requiere establecer criterios de priorización que consideren si la persona que va a tener acceso puede o no ser necesaria para luchar contra el virus o puede estar en una situación más vulnerable debida a su situación y posición social. En el caso de la ética de la investigación clínica, la regla general señala que nadie puede ser incluido en los ensayos clínicos con medicamentos en investigación sin su consentimiento informado; pero el diseño de los ensayos no busca obtener un beneficio terapéutico individual, sino la obtención de evidencia científica robusta y generalizable. Los derechos individuales quedan postergados por las necesidades sociales.
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En segundo lugar, una crisis de salud pública causada por una pandemia exige que la supervivencia sea colectiva, no individual, y para ello deberán adoptarse las normas jurídicas y las políticas públicas que sean idóneas, necesarias y proporcionales para conseguir tal fin. El criterio de la necesidad o de menor lesividad no es, pues, ajeno en materia de salud pública, pero debe reconfigurarse porque la limitación de los derechos individuales no va a tener lugar únicamente cuando produce una colisión con otros derechos individuales, sino que su sacrificio puede ser en pos de un bien colectivo. Pareciera que la protección de la salud pública pudiese conseguirse sin sacrificar las pretensiones e intereses particulares.
La búsqueda de soluciones para resolver todos esos debates debe partir de la ética de la salud pública, como una reflexión diferenciada en la que el elemento colectivo prima sobre el individual. Estamos, pues, ante un problema de enfoque, porque tratamos de corregir la miopía con unas gafas de presbicia.
No estamos enfrentándonos solamente a un problema de distribución de recursos escasos porque, aunque en España dispusiésemos de camas suficientes en los unidades de cuidados intensivos de los hospitales, como sociedad no debiéramos aceptar que en estas últimas semanas se hayan infectado decenas de miles personas; o aunque dispusiésemos de suficientes vacunas para todas las personas que residen en España, como sociedad no debiéramos aceptar que personas vulnerables desde un punto de vista clínico, laboral o social no puedan vacunarse por el simple hecho de vivir en países de renta baja o media.
A este respecto, la epidemia de VIH puede enseñarnos algo positivo y algo negativo: a pesar de que el Sistema Nacional de Salud garantiza el acceso regular y de calidad a los medicamentos antirretrovirales, el objetivo de las políticas públicas en esa materia es reducir los niveles anuales de personas que se infectan; a pesar de la existencia de esos medicamentos, en los países de renta baja no se garantiza el acceso regular ni tan siquiera a las versiones genéricas.
Nos estamos enfrentando a una crisis de salud pública global causada por un coronavirus que se nutre de las desigualdades sociales, de la falta de solidaridad y de la despreocupación por el bien común. La ética de la salud pública parte de una noción de justicia social que va más allá de la distributiva y de los derechos individuales de corte liberal, pues busca el bienestar de toda la sociedad. Ése debería ser el enfoque a priorizar en la búsqueda de soluciones. No cabe proponer soluciones pensando en personas individuales o actividades económicas concretas, independientes unas de otras, cada una con sus propios intereses que deben respetarse y satisfacerse. No basta que el límite de nuestras acciones sólo sea el principio del daño a terceras personas. Es profundamente egoísta pensar que si he podido acceder a la vacuna porque alas vivo en un país de renta alta, puedo viajar libremente por todo el mundo con mi certificado internacional de vacunación creado con tecnología blockchain y alojado en mi smartphone. Las soluciones aportadas desde la ética de la salud pública parten del reconocimiento y consideración de las personas como seres determinados por estructuras de poder que condicionan su posición en la sociedad y sus decisiones. Y lo que es aplicable a las personas individuales también debe serlo a los países, pues las soluciones no pueden ser nacionales o, en el mejor de los casos, supranacionales (Unión Europea), sino globales. En esa tarea global, la OMS debiera liderar y marcar el camino.
La búsqueda de soluciones desde la ética de la salud pública no supone olvidar los derechos individuales, pues debe demostrarse que las medidas adoptadas son adecuadas para conseguir los intereses comunitarios, son las menos restrictivas y compensan las limitaciones impuestas; pero su prioridad es conseguir una mayor justicia global. Sin un cambio de gafas, seguiremos sin ver adecuadamente el problema al que nos estamos enfrentando.
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