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¿Cuánto vale la Presidencia de la Generalitat de Cataluña?

Juan Rodríguez Teruel

22 de Febrero de 2021, 13:44

Cabe insistir en el dato más novedoso resultante de las elecciones del 14-F: por primera vez, desde 1980, el espacio político que fue (y que muchos siguen denominando) CiU no puede reclamar la Presidencia de la Generalitat. Lo hizo Jordi Pujol en cada una de las elecciones a las que se presentó; lo intentó infructuosamente Artur Mas mientras le acompañó la fuerza suficiente y luego le envió a la papelera de la Historia, y lo hizo Puigdemont cuando ya había dejado perder la Presidencia para no volver a recuperarla (¿nunca más?). Pero el 15 de febrero, Jordi Sánchez, el único líder con probado instinto organizativo en el nuevo partido que aspira a heredar el liderazgo de CiU, tuvo que reconocer que esta vez habían perdido; o, más estrictamente, que esta vez no les tocaba a ellos tomar la iniciativa.

El gran politólogo Peter Mair argumentó que la entrada en el Ejecutivo de formaciones que nunca antes habían gobernado significaba una apertura trascendental de la competencia en el sistema de partidos, porque abría el poder a nuevas fuerzas sociales. Mi colega Fernando Casal Bértoa ha demostrado que esa variable es fundamental para comprender cómo se consolidan las democracias en Europa, siempre que conlleve ampliar el espacio del poder compartido a nuevos actores, y no porque éstas simplemente supriman a las viejas del mapa. Adaptando estos precedentes al caso concreto de la Presidencia en Cataluña, podemos intuir mejor la trascendencia del momento: hoy, formalmente, ésta es cosa de dos partidos (más de uno que de otro) y ninguno de ellos proviene de CiU. Según la lógica de Mair, estaríamos ante una transformación esencial de la competición política en Cataluña.

¿Hasta qué punto esto puede ayudarnos a comprender mejor el alcance de los dilemas que marcarán las negociaciones para la formación de una mayoría de gobierno? Creo que mucho.

De entrada, el argumento Mair nos previene sobre lo que viene esta legislatura: no habrá estabilidad, estamos en un periodo de transición entre un tiempo y otro, que puede ser nuevo (la prevalencia de ERC en el espacio independentista) o un retorno al anterior. Eso es exactamente lo que se está dilucidando estos días, más que una simple investidura. Quienes piensen que, con los datos del 14-F, se puede construir algo sólido deben primero enseñarnos los 'planos' a quienes sospechamos que estamos en un momento de improvisación. Nada más político que la acción improvisada guiada por la intuición.

Y es que los resultados del 14-F han arrojado mucho empate, poca victoria y alguna derrota determinante. En definitiva, nada concluyente.

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Para empate, el del independentismo. 'Junts' y ERC llevan cinco años de empate gelatinoso: sabemos que, en intención de voto, Esquerra quizá aventaje a Junts entre los que tienen su voto ya decidido. Pero lo importante es la bolsa de independentistas volátiles, muchos de los cuales acaban votando contra aquel partido más proclive a enfriar el conflicto. 

Y para derrota, la del PDeCat ante Junts. Eso deja en el aire los 70.000 votos de soberanistas pragmáticos. Y dado que es inverosímil que el PDeCat vuelva a repetir una candidatura en solitario, se abre con ello una especulación legítima con la que el resto de partidos deben rehacer sus cálculos. En democracia, excita más un voto volando que los ciento seguros en mano.

Por eso, Junts no ha ganado las elecciones, pero tampoco las ha perdido. Es racional que se considere víctima de la climatología política: en otras condiciones, muchos de esos 70.000 votos podrían volver a ellos; quizá no todos, pero es probable que más de los 30.000 que le separan de ERC. Y con ellos puede manejar dos futuribles: que una buena gestión de sus gesticulaciones les facilitará ese retorno siempre que se mantengan en la sala de máquinas del Ejecutivo; y que una excesiva subordinación a ERC podría abortar ese escenario. De lo que pueden deducir las dos condiciones a preservar esta legislatura: la Presidencia de Pere Aragonès debe tener costes vejatorios para ERC; y, en ningún caso, Junts debe dejar el Govern. De hecho, la suma de ambas sugiere una tercera clave: el bloqueo parlamentario sin investidura es un escenario aceptable para Junts, porque permite no infringir esas dos exigencias.

Esto sitúa a ERC en una situación de fuerte fragilidad: son el partido necesario en cualquier escenario de gobernabilidad verosímil, de ahí su centralidad, pero en realidad la panoplia de opciones es mucho más reducida: no puede aceptar ningún escenario en el que Aragonés no obtenga la Presidencia, lo que les impide gobernar con el PSC; no porque se comprometieran a no hacerlo, sino porque los números no lo permiten al tener al PSC por encima y a Junts por debajo y demasiado cerca, lo cual también recorta el margen para gobernar en minoría con los Comunes y la CUP. De este modo, su único escenario plausible parece serlo con Junts en minoría; y que ésa sea su única alternativa realista le resta capacidad de resistencia ante las presiones de su adversario y eventual socio de coalición. Además, su orientación pragmática adoptada desde la crisis de octubre de 2017 y la expectativa de los indultos le impiden entrar en juegos de subasta con Junts.

Otro elemento de fragilidad para ERC: por las mismas cuentas de la lechera planteadas anteriormente para Junts, Esquerra apenas puede permitirse ir a nuevas elecciones en el corto plazo. Y ello, en sí mismo, es un argumento que le va a impedir explorar seriamente otros escenarios al margen de aquéllos, que serían realmente los que ERC querría encarar si pudiera. Pero sus números en el 14-F no dieron tanta cuerda.

De hecho, el PSC es el único actor que puede abrir o cerrar definitivamente el canal de influencia de Junts en esta enmarañada situación. ¿Está realmente el PSC en disposición de facilitar la Presidencia de Aragonés? Hay varios argumentos para el escepticismo inicial. Cualquier concesión de Salvador Illa en ese sentido sería poner en duda sus verdaderas opciones como aspirante a ser el jefe del Gobierno en el futuro, algo que también abriría dudas sobre las aspiraciones del PSC ante la sociedad catalana. ¿Quiere representar la alternativa para los no independentistas o debe resignarse a ser la muleta constitucional del independentismo? Los youtubers lo dirían de una forma más posmodernista: ¿quiere ser el PSC el pagafantas de ERC en un contexto como el actual?

Hay, no obstante, razonamientos más densos que pondrían en duda esa posibilidad, y que extienden la variable a la escena española. Es probable que el Gobierno de Pedro Sánchez acabe aprobando el indulto para los líderes independentistas, lo que acelerará aún más las turbinas de la competición en el ámbito independentista, pero también las de la derecha española que no confía en Pablo Casado. Sumar a ese coste el de facilitar la gobernabilidad en Cataluña podría antojarse excesivo si esos movimientos no conllevan un compromiso explícito de ERC a la vía de la lealtad institucional, ante la que los de Junqueras suelen demostrarse más que vulnerables. Sólo una poderosa razón puede llevar al primer partido a tolerar que gobierne otro que ha quedado por debajo de él, y nunca será para que, además, aplique un programa distinto del ganador. No estamos en Euskadi 1986, ni siquiera en Cantabria 2003.

Además, si tenemos en cuenta que los contextos venideros de la legislatura en el Congreso de los Diputados se antojan complicados (menos por las gesticulaciones de Podemos que por los parámetros sociales y económicos que dejará la pandemia tras de sí), en los que Vox puede aparecer como principal adversario de referencia si Casado no resiste los calendarios judiciales que aún quedan por delante, es fácil asumir que Sánchez querrá tener el menor nivel de plomo en las alas para decidir, con la mayor autonomía y rapidez posibles, cuándo debe despegar el próximo calendario electoral.

Todas estas cavilaciones convergen en el interrogante de cualquier proceso de formación de Gobierno: ¿cuánto vale la Presidencia de la Generalitat?; que es tanto como decir cuánto está dispuesto a pagar ERC por ella, y cuánto esperan cobrarse o dejar de ganar sus posibles facilitadores.

Aunque el juego de incentivos planteado puede sugerir que hay escenarios predeterminados (como gusta a sus protagonistas narrar a posteriori), creo que nada más lejos de la realidad: con esos mimbres toca fajarse en los próximos días, en los que el músculo de cada uno, las necesidades materiales, las intuiciones y el nivel de temeridad acabarán deparando el momento Baron Noir final. Pierde a quien le tiemblen primero las piernas.

En ese proceso, hay algunas claves fácilmente previsibles:

En primer lugar, para elevar el precio del acuerdo hay que fijar favorablemente las expectativas de los electores. Por eso, Junts comenzó, acertadamente, asegurándole los votos para la Presidencia de ERC a la mañana siguiente de las elecciones: si no hay acuerdo, no será por Junts. Y con ello, casi han agotado el margen de ERC para justificar un no-acuerdo: ¿cómo se atreverá Esquerra a argumentar que no habrá acuerdo entre independentistas por una cuestión de miserables flecos?

Que no serán flecos, sino ruedas de molino: ERC deberá estar dispuesta a hacerse cargo de Interior (una cartera siempre incómoda en Cataluña para quienes asimilan institucionalidad con apego al Estado), y a dejar Economía y todos aquellos departamentos que puedan tener un valor electoral distintivo. Pero, por encima de todo, las dos palancas que condicionarán cualquier acuerdo serán las que determinan el futuro inmediato: la preservación de Puigdemont en el canal de decisiones y la Presidencia del Parlament. De hecho, son dos caras de la misma moneda.

En particular, la Presidencia del Parlament se ha revelado como un puesto clave en la Cataluña de estos años, donde la acción ejecutiva de los gobiernos parecía menos apetitosa que la función expresiva del Parlamento. No obstante, el valor de ese cargo lo da sobre todo su poder formal sobre la agenda: es quien decidirá quién y cuándo se presenta un candidato. Por ello, mientras no haya un presidente del Govern investido, su homólogo parlamentario retendrá el control de los tiempos, incluyendo la capacidad de decidir si Puigdemont es o no un aspirante más a presidir la Generalitat y con qué reglas se debería decidir esa investidura. 

ERC debiera tener todo acordado antes de votar ese puesto, ya que de lo contrario la elección final de la Mesa del Parlament condicionará lesivamente su investidura. Si acaba aceptando dejar la Cámara en manos de Junts, podemos augurar días de nervios hasta que se consume la investidura de la Presidencia. ¿Se atrevería Junts a jugársela a Esquerra en ese tránsito? Si esta recae, por el contrario, en manos del PSC, rememoraremos la presión social que ERC tuvo que soportar a finales de 2003, en las vísperas del tripartito; pero con una novedad: ahora, el malestar de la calle le ha perdido el miedo a la autoridad a partir de cierta hora. Por eso, no resulta ingenuo considerar los alborotos callejeros de estos días como una variable más que algunos ponen sobre la mesa de negociación como aviso a ERC.

Nada de ello impide que el acuerdo entre ERC y Junts, con permiso de la CUP, se acabe materializando. Ni siquiera descarta del todo el accidente de una mayoría alternativa. Pero nada de ello asegura tampoco que el desenlace final no sea un bloqueo que derive en nuevas elecciones antes o después del verano. Quizá el único freno que, en último extremo, puede evitar nuevas elecciones podría ser el temor de 'Junts' a ganar demasiado ante ERC… si ello no impide que el PSC siga por delante, con el riesgo de que el independentismo pierda el control de la iniciativa que recuperó en 2010. Ésta, y no otra, fue siempre la principal pulsión del procés.

En todos los casos, la persistencia de la inestabilidad política parece el paisaje de fondo inevitable para los próximos meses. Si así fuera, todo el mundo encontrará motivos para seguir denostando a los políticos por su impotencia. Pero, siendo esto cierto, no olvidemos lo esencial: difícilmente puede obtenerse algo muy distinto con los resultados electorales de quienes decidieron ir a votar el pasado 14-F. Ya avisaba Peter Mair de que en los nuevos sistemas de partidos, más abiertos, las elecciones serían más inciertas y decisivas en la selección de los gobernantes, pero menos relevantes para producir el gobierno de las pequeñas cosas.  Si le damos una patada al avispero, no esperemos que las avispas se queden dentro haciendo miel.

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