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Los límites de la estrategia de Unidas Podemos

Cesáreo Rodríguez Aguilera de Prat

19 de Febrero de 2021, 14:55

Como es notorio, los desencuentros públicos del Gobierno central de coalición no han dejado de intensificarse sobre diversos asuntos, especialmente durante la reciente campaña electoral catalana, que responden –más allá del innegable sesgo personalista de Pablo Iglesias– a un cálculo estratégico para diferenciarse a toda costa del socio mayor. En cualquier caso, la creciente intensificación de esta política acabará siendo insostenible pues, de seguir así, es muy improbable que se consiga agotar la legislatura, aunque una eventual ruptura no se produzca a corto plazo. No es de recibo estar en el Gobierno y, al mismo tiempo, hacer oposición constante, pues ello no sólo favorece objetivamente a los adversarios de la coalición, sino que es también una grave muestra de deslealtad.

Más en particular, hay dos reivindicaciones programáticas recurrentes de Unidas Podemos de largo alcance que, si bien operan más en el plano doctrinal que en el práctico, tienen más inconvenientes que ventajas: la República y la autodeterminación.

Sobre la primera reivindicación hay que partir de algunos datos empíricos objetivos: 1) no hay demanda social suficiente para colocar esta cuestión en el orden del día; 2) falta un mínimo consenso transversal inter-partidista para plantear siquiera un debate a fondo sobre el asunto; 3) el procedimiento de reforma (el artículo 168 de la Constitución) es disuasorio; y 4) una república empeoraría, aquí y ahora, la gobernabilidad.

Este último factor es del mayor interés: un presidente republicano, por pocos poderes que tuviera, tendría más que los del rey. De acuerdo con el modelo italiano, por ejemplo, sólo el presidente puede disolver el Parlamento y dispone de veto legislativo; y en el caso alemán –con menos poderes–, dispone de la primera prerrogativa. Dado que los partidos españoles se han instalado en la inmovilista e improductiva política de bloques y en la polarización con vetos cruzados, la formación del Gobierno en una eventual República sería incluso mucho más complicada que ahora.

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Aunque, en abstracto, la República es más lógica que la Monarquía, en la realidad empírica se constata que la segunda (obviamente en su versión parlamentaria, la única compatible con la democracia) es propia de varias de las democracias más avanzadas del mundo: no hay comparación posible entre el grado de libertad del Reino de Suecia y el de la República Popular de China, por ejemplo. Por lo demás, los valores republicanos clásicos (libertad, igualdad y fraternidad) están perfectamente recogidos en el artículo 1.1 de la actual Constitución Española. Más bien, tras la lamentable y penosa salida del país del anterior monarca, sería preferible centrarse en la reforma de la institución: más allá de la indispensable transparencia (en la que ha habido avances, pero deben proseguir), a medio plazo habría que considerar –además de superar el anacronismo de la discriminación por sexo de la sucesión, y sobre esto hay consenso mayoritario– asimilarla a la sueca, donde el rey ni tiene el mando supremo formal de las Fuerzas Armadas ni interviene en la formación del Gobierno. Es cierto que esto requeriría activar el tan complejo art. 168, pero podría suscitar un consenso mayoritario, algo que la república no consigue hoy en absoluto.

Respecto a la autodeterminación, hay que señalar dos cuestiones previas: 1) es excepcional en democracias liberales, y 2) en contra de lo que se suele creer, sólo se ha dado en Escocia, no exactamente en Quebec (Canadá). En este segundo caso, los referendos de 1980 y 1995 se hicieron con preguntas confusas (soberanía-asociación) y el Tribunal Supremo federal señaló, después en su famoso dictamen de 20 de agosto de 1998 que el derecho de autodeterminación no era aplicable a Quebec, pues ni es una colonia ni está sometido a discriminación étnica.

Cuestión diferente es la de negociar bilateralmente una eventual secesión tras una pregunta clara y con una mayoría clara. En España, la endeble articulación nacional del Estado ha hecho que una parte de la izquierda (es el caso de Unidas Podemos ahora) mantenga esta reivindicación, aunque no deja de ser un tanto llamativo ya que, siendo del todo congruente que los independentistas la reclamen, es menos comprensible que los que no lo son asuman acríticamente tal postulado, hoy de imposible implementación.

Afirmar que se desea una República plurinacional tampoco es muy clarificador, y resulta aún más inviable si se propone una confederación de estados soberanos. Sería mucho más operativo apostar por un Estado federal homologable a los europeos (Alemania, Austria, Bélgica o, fuera de la UE, Suiza) que no descansara en bases identitarias, sino estrictamente cívicas. Sin embargo, en la tradición hispánica una buena parte de la izquierda se ha sumado a la estrategia independentista sin caer en la cuenta de que va a remolque de la misma y no presenta un proyecto propio diferenciado.

En suma, ni la República ni la autodeterminación hacen avanzar, per se, las políticas de izquierda, si por izquierda entendemos fuerte redistribución social para corregir desigualdades y regulaciones estrictas del mercado para limitar los mayores excesos del capitalismo irrestricto. En este sentido, sí que es congruente, por ejemplo, la oposición de Unidas Podemos a la reforma laboral de Mariano Rajoy. En cambio, en otros ámbitos sería útil saber con más detalle qué proyecto territorial tiene esta formación y, aun más, conocer cuál es su modelo de construcción europea. En lo inmediato, Unidas Podemos podría ser estratégicamente mucho más útil para impulsar políticas progresistas si contribuyera a abrir un gran debate sobre el uso de los cuantiosos fondos previstos de la Next Generation de la Unión Europea.

En al ámbito de la lucha por profundizar la democracia y reforzar las garantías de los derechos fundamentales, Unidas Podemos sí ha hecho propuestas claras ( abolir la regresiva ley mordaza, por ejemplo), pero su silencio ante los innegables abusos de un régimen tan indefendible como el de Nicolás Maduro ( una pseudo-democracia, cada vez más ineficiente e inequitativa) resulta insostenible; y no es una contradicción menor en una formación de la que cabría esperar otro comportamiento estratégico.

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