Hablar en plural sobre los y las jóvenes es arriesgarse a equivocarse e incurrir en generalizaciones inadecuadas y poco fieles a la complejidad de la realidad; más aún si la mirada procede del mundo adulto, que tiende a ocuparse de la juventud cuando sus actitudes, prácticas o referentes se asocian a un problema social. Lo hemos visto recientemente en relación a la pandemia y a la constante referencia a comportamientos insensatos e imprudentes atribuidos a la gente joven en sus interacciones en los espacios de ocio.
Aunque no sólo hablamos de jóvenes cuando saltan las alarmas, también sabemos de ellos y ellas por términos y etiquetas generacionales (
millennials,
generación Z, etc.) que los agrupan a partir de ciertos hitos y determinados contextos para dibujar sus intereses y pautas de consumo, en las versiones más comerciales y de
marketing, o para tratar, en el mejor de los casos, de entender los retos de estas generaciones venideras.
Desde el Centro Rena Sofía sobre Adolescencia y Juventud nos ocupamos de la realidad de jóvenes y adolescentes desde una mirada sociológica. Aportamos datos y evidencias desde la investigación, escuchamos sus relatos, expectativas y demandas, con el fin de conocer y enriquecer la información sobre jóvenes y adolescentes para que los agentes sociales puedan intervenir. Y
la pluralidad de realidades es inmensa, marcada por situaciones personales y estructurales diversas, atravesadas por diferencias de género, lugar de residencia, clase o nivel de estudios, que condicionan las posibilidades de afrontar momentos vitales clave. Esta diversidad obliga a buscar respuestas y a debatir soluciones creativas ante coyunturas complejas.
¿Qué cicatrices van a dejar en las personas jóvenes estas dos crisis que les está tocando vivir? Sabemos que sus preocupaciones giran
en torno a la situación económica, los bajos salarios, la precariedad y el desempleo, orientando sus previsiones de futuro:
un 40% cree que la situación del país será peor en los próximos años y un 60%, que empeorará la situación laboral juvenil.
Este panorama genera malestar emocional, un elemento a tener muy en cuenta entre
los efectos socio-sanitarios de la pandemia: durante el confinamiento, un 65% de jóvenes entre los 15 y 29 años dicen haberse sentido solos en algunos momentos (un 37%, con frecuencia), y
las emociones más comunes para tres de cada cinco jóvenes han sido la preocupación por el futuro y el aburrimiento, seguidas de la ansiedad, el estrés y la apatía, que han afectado a la mitad de las personas encuestadas.
Y pese a todo, en líneas generales, declaran
una elevada satisfacción vital, anclada fundamentalmente en sus relaciones personales: siete de cada 10 se declara
satisfecho/a con su familia y amistades, y ocho de cada 10 en el caso de la pareja.
¿Cómo facilitar, pues, las posibilidades de independizarse y, en su caso, de formar una familia, uno de los pilares básicos del bienestar declarado? O, dicho de otro modo, ¿qué contrato social se puede ofrecer a las generaciones venideras? El contrato implícito hasta ahora, aquél que aseguraba a la gente joven que tras formarse encontraría un empleo y podría emanciparse y formar un hogar, está claramente en cuestión.
Cuando les preguntamos
en 2019,
un 57% declaraba depender total o parcialmente de los ingresos de otras personas para vivir, y casi la mitad (un 47%) consideraba que la juventud en España ha sido excluida de la vida económica y social. los datos oficiales corroboran esta tendencia hacia la vulnerabilidad, situando a las personas de 16 a 29 años en España en
el grupo con mayor porcentaje en riesgo de pobreza y/o exclusión social, de un 33,8% para las mujeres y un 29,7% para los hombres (tasa Arope 2019, INE). En términos laborales, la Encuesta de Población Activa (EPA) muestra que ese mismo grupo de edad ha sido el que más destrucción de empleo ha tenido que soportar durante la crisis actual, alcanzando una tasa de paro del 31,43% en el tercer trimestre de 2020.
Ante semejantes retos estructurales, ¿qué estrategias manejan? En un ejercicio de imaginación, pedimos a un grupo de jóvenes proyectarse hacia el futuro, dibujar expectativas y especificar demandas. El panorama que aparece, inevitablemente teñido de incertidumbre, viene de la mano de una apuesta por la formación, donde el sistema educativo tiene una ingente tarea, pues declaran que necesitarán habilidades tecnológicas que hoy no se adquieren en la educación formal. El escenario estará marcado por el
desarrollo tecnológico, entendido como un desarrollo eficiente vinculado a la practicidad, a mejoras que faciliten la vida diaria (un 39,8% sostiene esta idea), ahorren tiempo (27,9%) y que esté orientado hacia el ahorro de recursos energéticos (25,8%) y el respeto al medioambiente (23%). Y lo que indudablemente se impone como reacción o actitud personal es un
"presentismo militante casi por obligación", gestos que hablan de
la necesidad de ser flexibles, de adaptarse a situaciones y posibilidades difíciles, imprevisibles y en cambio constante; de reciclarse y reinventarse como única opción ante la incertidumbre y como vacuna contra la frustración; invertir en formación (quienes pueden y en la medida de sus posibilidades), pero con alternativas ante las decisiones adoptadas, con
planes B y una continua revisión de expectativas que hacen posible percibir el futuro de manera menos negativa, todo ello asociado a sensaciones como la curiosidad, la esperanza e incluso la motivación.