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Populismo de centro

Ignacio Molina

31 de Enero de 2021, 13:40

Cuando tenía veintitantos años y comenzaba la tesis doctoral, Alianza Editorial me pidió escribir un libro de consulta sobre conceptos fundamentales de la Ciencia Política. El resultado de aquel encargo chocante, dada mi juventud, fue un pequeño diccionario que funcionó razonablemente bien hasta su reciente descatalogación. Por mi bisoñez académica, las voces que incluí estaban condicionadas por mis estudios recién terminados y populismo no era ni mucho menos una selección obvia. En los 90 se podía cursar una licenciatura y un máster de Ciencias Sociales en España sin haberse topado con el término y, desde luego, no era de uso común entre políticos o periodistas.

Pero resulta que Santiago Delgado, que colaboró conmigo en aquel trabajo y es hoy profesor en la Universidad de Granada, había leído 'El emperador del Paralelo: Lerroux y la demagogia populista', de José Álvarez Junco; y, más tarde, tuve un curso de posgrado sobre política latinoamericana a cargo de Paul W. Drake, con lecturas sobre los movimientos populistas de la región. Gracias a eso, el concepto quedó bien definido en el librito: "Aversión a las élites, denuncia de la corrupción que afectaría al resto de actores políticos y constante apelación al pueblo entendido como amplio sector interclasista al que castiga el Estado"; un movimiento de tendencia más bien autoritaria por "reclamar para sí la encarnación de los deseos mayoritarios, rechazar otros intermediarios y deslegitimar el pluralismo". También señalaba su heterogeneidad al ser capaz de ligar con el conservadurismo, el desarrollismo transformador o el marxismo. Y distinguía el populismo como ideología (que es lo que tenía valor de la definición) de un mero estilo de hacer política, lindante con la demagogia o las prácticas plebiscitarias.

No digo todo esto por inmodestia y autobombo, sino porque recuerdo bien que tuve dudas para considerarlo fundamental. Puedo asegurar que en aquel 1998 el populismo se asociaba a procesos remotos en el tiempo (el lerrouxismo de inicios del siglo XX) o en el espacio (un fenómeno propio de otras latitudes). De hecho, los ejemplos que mencioné no eran europeos sino el peronismo argentino, el viejo Partido Demócrata en el sur agrario de los EEUU y casos de rápida modernización en el Tercer Mundo (los congresos nacionales africano o indio). Es muy revelador porque entonces ya había gobernado por primera vez Silvio Berlusconi en Italia, desplegando su discurso y prácticas bien reconocibles, pero entonces se le calificaba de hiper-liberal.

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Desde el cambio de siglo, sin embargo, el concepto ha devenido en perejil de todas las salsas políticas en las democracias occidentales contemporáneas. Cuando eso ocurre es difícil que no tengamos, como bien advertiría Giovanni Sartori, un problema de denotación (porque una misma palabra corre el riesgo de referirse a contenidos muy variados) y de connotación (con sesgo, en este caso, negativo). Curiosamente, el renacimiento del concepto vino al principio de intentos para dignificarlo. Desde la izquierda crítica, Ernesto Laclau publicó en 2005 'La Razón Populista' y, al otro extremo ideológico, la etiqueta right-wing populism se convirtió en eufemismo que evitaba la incomodidad política e intelectual de calificar a los partidos reaccionarios o de extrema derecha que crecían en toda Europa.

Existe, es verdad, populismo de derecha o de izquierda. Como ambos se encuentran en sendos polos del panorama de partidos, y como sus líderes suelen ser los peor valorados en los sondeos, no es extraño que el concepto haya sucumbido a su sentido más peyorativo en boca de los moderados y que su mero uso se convierta en arma arrojadiza. Populistas son los otros, los radicales, los malos. Si ese es el derrotero del debate, entonces su validez politológica sería nula. Pero, por suerte, tenemos un buen plantel de investigadores (Cas Mudde, Cristóbal Rovira, Hanspeter Kriesi, Takis Papas o Pippa Norris, por poner sólo algunos ejemplos) que han intentado escapar del problema de la connotación y prefieren precisar qué denota verdaderamente el concepto desde un punto de vista teórico y empírico en las democracias avanzadas. El fenómeno desborda, desde luego, las fronteras nacionales y las europeas (Donald Trump y el Tea Party son populistas de derecha, mientras Bernie Sanders y Occupy Wall Street lo serían de izquierda). ¿Pero no existe populismo de centro? ¿Qué dice de eso la política comparada?

Un sociólogo italiano, Paolo Gerbaudo, que está terminando un libro sobre populismo y pandemia para la Editorial Verso, publicó esta Navidad la siguiente tabla que precisamente aspira a distinguir el populismo de derecha, de izquierda… y de centro a partir de la identificación de sus respectivas élites enemigas y las razones del antagonismo en cada caso. El populismo de derecha aborrece a una élite intelectual que impone su visión multicultural y globalista, traicionando la sana tradición popular. El de izquierda considera a la élite económica como una casta que explota al pueblo trabajador. Y, por fin, el de centro se fija en la élite política (cartelizada, corrupta, superflua, opaca y remota) que impone insensiblemente sus decisiones y distorsiona la voluntad popular.

No todos están de acuerdo con esta caracterización (que es por supuesto discutible, como toda pieza académica), pero resulta curioso observar algunas protestas enérgicas en las redes sociales. Para algunos/as, a buen seguro condicionados por la asociación que se hace en el lenguaje político cotidiano de la España actual entre populismo e ideologías de izquierda o derecha radicales, el centro no puede ser populista, por definición. Y hay incluso quien cree que el mero hecho de sugerir que existe un populismo de centro esconde una malvada maniobra para diluir culpas: nos quieren llamar a todos populistas, justo para tranquilizar conciencias.

Es verdad que si todo el espectro ideológico fuera populista, entonces el concepto perdería cualquier valor. Pero es justo el deseo de acotarlo bien lo que permite hablar de populismo de centro o, si se prefiere no herir sensibilidades centristas con piel fina, un populismo que no es de izquierda ni de derecha. De hecho, si intentamos identificar un populismo puro sería aquella ideología blanda que precisamente aspira a trascender los contenidos que identificamos con izquierda y derecha. Y así, resulta muy difícil asignar tendencia ideológica clara a los ejemplos arriba mencionados que ilustraban mi diccionario, o de otros casos más actuales como el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, varios partidos nacionalistas periféricos (el N-VA flamenco o el Bloque Quebequés) y bastante formaciones de Europa centro-oriental que se autocalifican de liberales (el partido checo ANO es un buen ejemplo)

Una crítica razonable a la tipología de Gerbaudo es que no captura bien que todos los populismos, y no sólo el de centro, identifican a la élite política como enemiga. Pero él mismo aclara el modo de mirar la tabla: mientras el populismo de derecha une en su aversión a la élite política con la cultural-intelectual y el de izquierda conecta la élite política con la económica, en el caso del populismo de centro centra toda su mirada en la élite política. Precisamente porque el populista de centro es cosmopolita y partidario de la economía de mercado, no dedica sus peores invectivas a Soros o a las multinacionales. Denunciará casi exclusivamente a la élite política, aunque ampliará su queja si ésta se asocia a empresarios amiguetes (el crony capitalism al que enfrentar una economía for the people, que diría Luigi Zingales). Es más, en la medida que el populismo de izquierda y derecha tienden a ser absorbidos con el tiempo por sus componentes ideológicos más 'robustos' (es paradigmático cómo Syriza fue abandonando su discurso original o cómo la Liga Norte ha derivado en un partido de derecha nacionalista radical), el populismo centrista es el que tiene más posibilidades de sobrevivir como tal

Eso no significa, por supuesto, que no haya muchos partidos de centro (¡la mayoría!) que no son populistas. Del mismo modo que la mayor parte de los partidos de izquierda y derecha no pueden ser caracterizados con esa etiqueta. Por eso, aquellos que protestan porque el concepto pierda valor heurístico al aplicarse al centro, más bien debieran preguntarse si no lo han vaciado ellos al tratar de resumir de modo apresurado y simplificador, bajo la etiqueta de populista, lo que se trataba más bien de otros fenómenos como el euroescepticismo, el abuso de lo emocional, el liderazgo carismático o contenidos ideológicos radicales de derecha (reaccionarios y xenófobos) e izquierda (anticapitalismo y odio de clase).

Por otro lado, del mismo modo que es posible identificar pequeñas dosis de populismo en los partidos tradicionales y europeístas de centro-izquierda o centro-derecha (que usan cierta retórica populista sin que eso permita clasificarles como tales), existen también casos de partidos moderados de centro-centro con elementos populistas. Incluso Emmanuel Macron llegó al poder con una retórica anti-partidos (liderando un movimiento En Marche!) y ha explotado luego el contacto directo con la ciudadanía (Grand débat national), su carisma personal (E.M. también significa Emmanuel Macron), la tercera vía ideológica (que ni siquiera debe llamarse liberal) y el regeneracionismo (Renew). Y no, Macron no es populista. Pero, como líder de prestigio internacional que coquetea con ciertos rasgos inconfundiblemente populistas, resulta útil para concluir que, por supuesto, puede haber esa deriva en el centro. O, más aún, que es ahí donde más potencial hay para el populismo, pues la distribución de las ideologías en la sociedad occidental tiende a ser una curva normal y los extremos siempre son menos numerosos.

No hace falta ser radical para tener un discurso fácil contra 'políticos que no saben', burócratas 'vagos que no merecen su sueldo' o expertos 'nombrados a dedo'. Tampoco se es populista, desde luego, por denunciar la corrupción, la politización de la función pública o la ineficiencia administrativa. Pero sí cuando uno hace de esa denuncia su programa principal, alimenta el mito de una sociedad civil virtuosa y cree ingenuamente (o, más bien, hace creer cínicamente) que, derribando el viciado aparato político-burocrático actual, triunfará el pueblo sano y honesto que no merece a sus actuales gobernantes.

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