La decisión de Facebook y Twitter de censurar a Donald Trump después de la insurrección del 6 de enero ha hecho saltar por los aires definitivamente la ficción sobre la que estas plataformas han construido su prosperidad. Desde su nacimiento, afirmaron enérgicamente que eran meras herramientas técnicas para compartir contenido y que no podían ser consideradas responsables de los textos o imágenes que ellas ponen a disposición de sus usuarios. La razón era simple: no hay un modelo de negocio para que un medio edite (es decir, modere, elija o incluso reescriba) tanto contenido. Por otro lado, si no se edita nada, la fortuna está asegurada, ya que los ingresos procedentes de la publicidad y la recogida y venta de datos personales superan con creces los costes de gestión de la plataforma y los algoritmos de recomendación. ¿Pueden Twitter y Facebook seguir diciendo, después de censurar al presidente de los Estados Unidos, que no tienen ninguna responsabilidad editorial sobre el contenido que publican? Hacer la pregunta es responder a ella.
Al principio, sin embargo, el argumento parecía sólido: hemos cambiado de mundo, las redes sociales no son medios que publican contenido para una audiencia según el modelo transmisor-receptor, son herramientas que permiten una conversación entre varias personas donde cada una es alternativamente transmisor y receptor, siguiendo un principio igualitario. Esta fábula no duró mucho frente a la dura realidad de las jerarquías sociales. No es la tecnología la que asigna a un individuo una posición de transmisor o receptor, es la reputación y la capacidad de captar la atención. Los 88 millones de seguidores de @realDonaldTrump están ahí para testimoniarlo.
Por lo tanto, el principio few to many caracteriza las plataformas, ya que un pequeño número de transmisores se dirige a un gran número de receptores. Este principio define a un medio de comunicación y justifica que se le apliquen las leyes y regulaciones que rigen la responsabilidad editorial. Sin embargo, los gobiernos de las grandes democracias se han creído la fábula contada por las plataformas y han acordado eximir a las redes sociales de cualquier responsabilidad y regulación sobre el contenido que publican, guiados por una sutil mezcla de ignorancia, interés e ilusión.
Primero, la ignorancia.- En muchos países, y esto es particularmente cierto para Francia, el analfabetismo digital de las clases dominantes, especialmente de las clases políticas, es abismal. Por pereza intelectual, descuidaron formarse para dominar esta nueva tecnología cognitiva. Cuando la escritura surgió en las sociedades orales, reyes y príncipes se dieron cuenta rápidamente de que también era un instrumento de poder y aprendieron a escribir. En lugar de hacer lo mismo, nuestros líderes vieron lo digital como una conveniencia, no como un conocimiento estratégico. Se quedaron a distancia y, a veces, incluso se jactaron de que no lo entendían. Ahora están pagando el precio. Para establecer nuevas reglas de juego, el regulador corre siempre detrás del innovador, aunque este retraso suele ser corto. En el terreno digital, son décadas, si consideramos la creación del protocolo TCP/IP en 1983, por ejemplo, y se teme que los gigantes digitales se hayan vuelto too big to regulate (demasiado grandes para ser regulados), al igual que los grandes bancos fueron too big to fail (demasiado grandes para quebrar) durante la crisis de 2008.
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Luego, el interés.- Lo único que muchos políticos han visto en la web y las redes sociales, y que realmente les ha interesado, es la capacidad de eludir y debilitar los medios tradicionales: produciendo su propio contenido, controlando su imagen, filmando y transmitiendo sus propios eventos, liberándose de las preguntas de los periodistas, comunicándose directamente con sus seguidores, impulsando la agenda de los medios de comunicación publicando mensajes en las redes sociales. Trump lo hizo con brutalidad, pero antes que él, Barack Obama había mostrado el camino con sutileza y ante el entusiasmo general.
Los beneficios a corto plazo de esta transformación del líder político en marca y medio de comunicación han ocultado durante mucho tiempo los efectos devastadores que podría tener respecto a la calidad e integridad del debate político. Los medios de comunicación independientes desempeñan un papel esencial no sólo en la definición de la agenda política de una democracia, sino también en la construcción de un espacio público que fomente la confrontación de opiniones y ofrezca información creíble, accesible a todos los ciudadanos. Su debilitamiento ha allanado el camino a una atomización del espacio público que debilita la democracia.
Por último, la ilusión.- Al principio, muchos creían que las redes sociales, los medios conversacionales eran instrumentos de emancipación e incluso de liberación. El papel que desempeñaron en los levantamientos de la primavera árabe o la revuelta contra los gobiernos autoritarios en Ucrania o Uzbekistán provocó análisis optimistas que excedieron el poder que ofrecían a los ciudadanos para organizar, reunir y luchar contra la opresión. En los países democráticos, se vincularon estas herramientas y las nuevas formas de protesta que surgieron: Occupy Wall Street en Estados Unidos, Los Indignados en España, Nuit Debout en Francia. La capacidad de las redes sociales para revitalizar la democracia y generar nuevas formas de compromiso político parecía obvia.
Luego vinieron la eleccion de Donald Trump, el referéndum del Brexit y el papel de Cambridge Analytica en ambas elecciones, y las primeras revelaciones sobre estrategias e intrusiones rusas. Como siempre nos fascinó el hecho de que ciertos medios conversacionales pudieran debilitar o incluso derribar dictaduras, se nos pasó por alto que otros usos podían debilitar, o incluso derribar, las democracias. Nos habíamos acostumbrado al consenso en los medios de comunicación sobre la definición de los hechos, acontecimientos y agenda, y nos habíamos olvidado de que un hecho periodístico era una construcción cognitiva. Y, como cualquier construcción cognitiva, podía ser cuestionado por otra construcción cognitiva, como un hecho alternativo o una fake news. Entonces, se empezó a acusar estúpidamente a las redes sociales, sin cuestionar la indigencia de las políticas públicas.
Difícilmente se puede echar la culpa a la inercia de Google, Facebook, Twitter, Instagram o YouTube: son empresas privadas que buscan maximizar sus ganancias, no son benefactores de la humanidad. La informalidad con la que han tratado los excesos de los últimos cinco años se explica fácilmente. El coste de contratar a decenas de miles de empleados para moderar el contenido es un elemento disuasorio. Y las herramientas automáticas para buscar contenido violento u ofensivo, basadas en la inteligencia artificial, entran directamente en conflicto con sus algoritmos de recomendación, programados con base en estadísticas que muestran que el odio y la indignación son factores más poderosos que la benevolencia y el razonamiento para captar la atención de los usuarios y generar clics.
Sólo hay una solución: la regulación, y es muy urgente.- Google, Facebook, Twitter y otros gigantes digitales se han convertido en verdaderas instituciones políticas privadas, como mencioné en 2006 en 'El fin de la Televisión'. Negocian con los estados, censuran, autorizan o prohíben las expresiones públicas, almacenan y comercializan datos personales, crean un Tribunal Supremo, tienen un plan para crear su propia moneda. Por eso un enfoque puramente económico, en términos de desmantelamiento, no es suficiente. Es necesario examinar las posiciones dominantes y desmantelarlas cuando sea necesario, pero la función política de estas plataformas, la forma en que desarticulan el espacio público y reorganizan la deliberación, debe ser objeto de una regulación específica.
Esto tendrá que evitar los escollos en los que todos los proyectos regulatorios han fracasado en el pasado. El primero de ellos es, por supuesto, la definición imposible de lo que la verdad y la objetividad son en el campo político, así como la posible limitación, mediante mecanismos automáticos o vía algoritmos, de la libertad de expresión. Dado que la inteligencia artificial aún no es capaz de detectar eficazmente la ironía de un mensaje, es impensable que sea capaz de distinguir en un futuro cercano los límites a menudo sutiles entre el humor y la ofensa.
La segunda trampa es la escala geográfica. Dicha reglamentación no puede ser impuesta a plataformas mundiales por parte de un solo país. Sólo puede desarrollarse a nivel europeo, ya que las diferencias en la concepción de la libertad de expresión entre Europa y Estados Unidos son irreconciliables.
El tercer escollo sería copiar la regulación de estos actores sobre los mecanismos tradicionales de regulación de los medios de comunicación. Tenemos que partir de la idea de que estas plataformas no son medios de comunicación, sino 'meta-medios'. Albergan medios llamados cuentas en Twitter, perfiles en Facebook o canales en YouTube. Pero no sólo albergan: moderan, recomiendan, resaltan, se conectan, arreglan. Al hacerlo, no son simplemente una herramienta técnica de hosting, sino que desempeñan un papel editorial que debe regularse de maneras muy diferentes de las empleadas para los medios de comunicación. No es el contenido el que debe ser controlado, sino los dispositivos de moderación, recomendación, información e intervención de ese contenido o de las cuentas.
Las reglas deben ser lo suficientemente flexibles para que proyectos como Wikipedia continúen practicando la moderación voluntaria sin correr riesgos, y lo suficientemente estrictas como para definir las proporciones entre la cantidad de contenido a moderar y el número de moderadores; no globalmente, sino en cada país. También es necesaria una moderación más intensa durante los periodos electorales. Las organizaciones independientes tendrán que auditar regularmente el software y otras herramientas de moderación automatizadas e informar públicamente sobre su evaluación.
La cuestión de la recomendación es quizás la más compleja. Las plataformas consideran que sus algoritmos son activos estratégicos que no se pueden publicar. También hay otra razón menos confesable. Se rumorea que, en Google, incluso los ingenieros más expertos no saben cómo y por qué sus algoritmos recomiendan esto en lugar de esto otro. Las herramientas han sido modificadas tantas veces, trituradas, re-ensambladas, complicadas desde su creación que nadie es capaz de documentarlo correctamente. Sin embargo, la transparencia y fiabilidad de los algoritmos de recomendación es un tema crucial. Deben ser auditados y sujetos a una evaluación pública. La Comisión Europea debiera entablar un diálogo sobre esta cuestión con las plataformas lo antes posible. Como mínimo, podría exigir a los autores que hayan sido denunciados repetidamente por los usuarios que su contenido sea excluido de cualquier recomendación mientras se procesan los informes. Esta medida dejaría los contenidos en litigio accesibles a aquellos que los buscan activamente, pero serían poco visibles en general, limitando así el efecto de filtro burbuja.
La última trampa, y no menos importante, es creer que los reguladores pueden simplemente promulgar reglas y hacer que las plataformas las cumplan. Tambien tienen la responsabilidad de acompañarlas en la aplicación e interpretación de las regulaciones. Debe entenderse que sólo la cooperación en tiempo real entre plataformas, Policía y Justicia será eficaz. Los meta-medios son, de alguna forma, comunes digitales, y para que su regulación funcione debe ser objeto de una gobernanza compartida. ¿Cuál es la formación de un estudiante cuyo trabajo a tiempo parcial es moderar el contenido en una plataforma? ¿A quién puede recurrir para preguntar si tal declaración de un diputado o de un periodista es contenciosa? ¿Por qué no parece haber interfaces entre la Policía y las herramientas de las plataformas? ¿Deben las plataformas ser capaces de denunciar contenidos claramente delictivos a las autoridades en tiempo real o, por el contrario, deben solicitar en tiempo real, a través de un mecanismo de interconexión de los sistemas de procesamiento (API) la opinión de un oficial jurado que tendrá la legitimidad para dictar la ley? ¿No dejan los gobiernos que las plataformas hagan el trabajo sucio por ellos? Por supuesto, podemos estimar que los 7.500 moderadores empleados por Facebook en 2018 son un número muy inadecuado, pero eso sigue siendo 250 veces más que los 30 gendarmes y policías dedicados a Pharos (la plataforma de denuncia francesa) que maneja todo el contenido ilegal en Internet. De hecho, son ellos, con el apoyo de un juez cuando sea necesario, quienes deberían ser el punto de referencia para cualquier contenido de Derecho francés.
Para la presentación de informes, la pelota está claramente en el campo de las autoridades policiales y judiciales de los países europeos. El fallo es del Gobierno. Para muestra, basta con comparar la facilidad con la que se pueden denunciar contenidos ilegales en Twitter y el tiempo que tarda un informe similar en la plataforma del Ministerio del Interior francés. Además, podemos apostar sin riesgo a que la interconexión entre ambos se hace por correo electrónico en el mejor de los casos, pero más probablemente por fax.
La decisión, tomada soberanamente por Twitter y Facebook, de censurar al presidente de Estados Unidos ha tenido el efecto de un electrochoque. Pero decenas de miles de cuentas habían sido eliminadas antes de ésta, igual de soberanamente. La única solución eficaz es organizar el seguimiento de las denuncias y la cooperación en las intervenciones sobre los contenidos denunciados, de conformidad con el Estado de derecho. Los gobiernos podrán exigir más responsabilidad a las plataformas si han hecho su propio trabajo adaptando sus políticas, sistemas y procedimientos al siglo XXI.
Por último, no le corresponde a Facebook establecer un 'Tribunal Supremo' digital, sino a la Unión Europea. Dicho organismo tendrá que arbitrar todas las controversias y cualquier ciudadano europeo deberá poder recurrir a él. Se nos acaba el tiempo. Las elecciones federales alemanas se celebrarán en septiembre de 2021 y las presidenciales francesas en junio de 2022. Muchas personas mal intencionadas están al tanto e intentan desestabilizar a dos grandes democracias europeas. También saben que Facebook y Twitter estarán mucho menos atentos y receptivos a estos comicios europeos que en las presidenciales estadounidenses. Si Europa no está a la altura, todos pagaremos el precio.
(Este análisis fue publicado originalmente por nuestro 'partner' Telos. Traducción: Isabel Serrano)
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