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'Tramposete' pero auténtico: el valor político de las excentricidades y transgresiones

Pau Marí-Klose

13 mins - 9 de Enero de 2022, 20:15

De un tiempo a esta parte parece que un número creciente de dirigentes políticos están haciendo declaraciones excéntricas, hiperbólicas y poco plausibles, cuando no faltando descaradamente a la verdad. Algunos políticos son una fuente aparentemente inagotable de bulos; Donald Trump fue el caso arquetípico. En España, Isabel Díaz Ayuso sorprende a propios y extraños con declaraciones aparentemente erráticas, ridículamente grandilocuentes o evidentes falsedades. Y últimamente, Pablo Casado parece empeñado en emularlos.

Sin ir más lejos, el pasado mes nos brindó diversas perlas de elocuencia estrafalaria, que culminaron en su inolvidable invocación al "coño" en la sesión de control al Gobierno. Entre las más comentadas está su alegación de que Manuel Castells, uno de los sociólogos más reconocidos y laureados en el mundo, era un desconocido que iba a ser reemplazado como ministro por otro desconocido (Joan Subirats, un catedrático de Ciencia Política con una notable trayectoria como académico, intelectual público y concejal en Barcelona). En un tuit sobre las palabras de Casado, mi compañera diputada Andrea Fernández decía que "la oposición está en manos de uno de los políticos más ignorantes de cuantos podían ocupar ese puesto".

¿Estamos ante la extensión de un nuevo perfil de políticos ignorantes? Evidentemente ni Trump, ni Ayuso ni Casado son un dechado de preparación o conocimiento, pero no creo que la ignorancia sea su rasgo más singular. Lo que los caracteriza es su tendencia al bullshiting, una forma de expresarse a la que el filósofo Harry Frankfurt dedicó un pequeño opúsculo muy reverenciado, 'On Bullshit'En España, el título se ha traducido de manera algo atrevida como 'Sobre la Charlatanería y sobre la verdad'. Salta a la vista que captura sólo en parte el sentido de la expresión anglosajona. A mi juicio, Frankfurt no pretendía sostener que los bullshiters son charlatanes; al menos no estrictamente. La charlatanería remite en el diccionario, por un lado, a personas que hablan mucho y sin sustancia y, por otro, a embaucadores, esto es, personas que engañan y sugestionan, prevaliéndose del candor del engañado. Bullshiting, tal como lo describe Frankfurt, no significa necesariamente hablar mucho y tampoco sin sustancia. La pretensión de un bullshiter tampoco es simplemente engañar. Los contenidos de sus enunciados no son necesariamente irrelevantes ni falsos. 

Un bullshiter puede faltar a la verdad y hacerlo de manera repetida si eso sirve a sus propósitos de concitar atención, simpatía o motivar adhesión, pero también puede invocar "verdades incómodas" que otras personas no se atreven a pronunciar por sus efectos colaterales sobre una realidad que se prefiere no perturbar. Su rasgo principal es su indiferencia respecto a la verdad o a la mentira. Un mentiroso reconoce la verdad y, al mentir, la transgrede; el 'bullshiter' se sitúa en otro plano: su objetivo es, ante todo, salirse con la suya, y no dejará que el respeto a los hechos, la coherencia en el razonamiento o cualquier norma elemental de consideración o cortesía con los adversarios se interpongan en su camino.

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Con el surgimiento del fenómeno Trump, a quien Matthew Yglesias calificara en un artículo como "bullshiter in Chief",  se ha incrementado la investigación que analiza la capacidad de algunos políticos de retener (o incluso reforzar) el apoyo que cosechan violando con descaro expectativas de veracidad y normas de razonamiento generalmente aceptadas.

En el marco de este auge investigador sobre esta aparente paradoja aparecen dos hipótesis: la primera sugiere que las identificaciones partidistas inducen a los ciudadanos a evaluar de manera sesgada los enunciados y conductas de los candidatos cercanos, concediéndoles una presunción de corrección, veracidad y rigor incluso cuando adolecen de estas cualidades; la segunda hipótesis sugiere que algunos segmentos del electorado se sienten atraídos por candidatos transgresores, que no titubean a la hora de confrontar con quienes se percibe como poderosos, con independencia de la mayor o menor veracidad y rigor de sus enunciados. Quienes se toman en serio a un emisor de 'bullshit' no se toman al pie de la letra 'lo que' dice: les importa mucho más 'cómo' lo dice y, especialmente, 'contra' quien lo dice

Así, por un lado, disponemos de un número creciente de estudios que acreditan la importancia de las orientaciones partidistas a la hora de evaluar la realidad. Las personas con una fuerte identificación con un partido son más proclives a aceptar (rechazar) como verdaderas afirmaciones que provienen del candidato propio (del oponente). Este comportamiento se conoce como razonamiento motivado, y ya había sido evidenciado en muchos estudios sobre identificaciones políticas. En relación a Trump, en un estudio experimental de Swire et al, los investigadores expusieron a una muestra de 1.776 ciudadanos americanos de distintas identificaciones políticas a enunciados correctos y falsos para determinar su predisposición a aceptar las afirmaciones en función de si eran atribuidas a Trump o no, y su proclividad a corregir sus creencias cuando se les presentaban explicaciones que desmentían la afirmación. Descubrieron que los republicanos con simpatía por Trump eran los más propensos a creer afirmaciones falsas atribuidas a su líder; mientras los demócratas eran los más reacios a creer afirmaciones verdaderas del entonces presidente estadounidense. 

Merece atención el hecho de que el estudio experimental evidenciaba también que la mayor parte de los sujetos que participaron en él corregían su creencia cuando se les presentaba información correcta que desmentía el enunciado en el que erróneamente creían. Sin embargo, proporcionarles la información no contribuía a cambiar sus actitudes políticas hacia el candidato ni su intención de voto; antes al contrario, pasada una semana se observaba una significativa tendencia de los individuos que habían sido desmentidos por las correcciones a olvidar la información que se les suministró y recuperar sus creencias falsas iniciales.

En una replicación reciente del estudio inicial, los autores introdujeron una leve modificación en el experimento: en lugar de exponer a los sujetos experimentales el mismo número de enunciados verdaderos y falsos, pusieron a prueba la contumacia de los partidarios de Trump aumentando el número de falsos (y consiguientes correcciones) a los que los exponían, con el objeto de comprobar si conseguían cambiarles la actitud hacia Trump al elevar su exposición a correcciones de sus mensajes. El resultado acreditaba, de manera muy similar, que los individuos eran capaces de ajustar sus creencias ante la nueva información, pero no sus preferencias políticas e intención de voto. El título de esta segunda publicación era elocuente: 'They might be a liar but they’re my liar' (evocando la conocida frase de Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Somoza: "Quizás sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta").

La tendencia a condonar mentiras, hipérboles o excentricidades de nuestros mentirosos parece difícil que explique los éxitos de los candidatos más estrafalarios en partidos que están en condiciones de presentar candidatos alternativos, más ajustados a perfiles más respetuosos con las reglas de juego convencionales, menos proclives a la transgresión o la mentira. Por eso, sin cuestionar los planteamientos de explicaciones basadas en  el razonamiento motivado, una nueva línea de investigación sugiere que los candidatos que recurren al bullshit presentan atractivos propios. Esta hipótesis alternativa sugiere que, entre algunos sectores del electorado, el 'bullshiting' de un candidato puede conferirle una imagen de "autenticidad" que no tienen otros candidatos más proclives a la comunicación convencional, respetuosa con la expectativa de corrección, veracidad y rigor.

El trabajo de referencia es, en este momento, un artículo de Oliver Hahl y sus colaboradores. En su investigación ponen de relieve que, bajo ciertas condiciones, algunos sectores del electorado pueden apoyar a dirigentes políticos que desafían el orden establecido de manera asertiva y contundente, sin reparar en la falta de veracidad y rigor de sus pronunciamientos. 

En situaciones en que la legitimidad del sistema está seriamente en cuestión, las voces fuertes, que no tienen pelos en la lengua a la hora de impugnar las versiones de la realidad a las que se adhiere y proclama el poder, no necesitan atenerse a la realidad de los hechos para resultar atractivas para quienes comparten esas percepciones de ilegitimidad. La violación de normas y expectativas de decir la verdad o de corrección política se convierte, paradójicamente, en una señal que infunde confianza. Los votantes pueden sentirse seguros de encontrarse ante un candidato al que pueden tomar verdaderamente en serio en su determinación de combatir al poder establecido. Bajo la capa de aparente falta de veracidad de sus pronunciamientos literales, hay verdades profundas que sólo un candidato de este perfil se atreve a pronunciar.

Las encuestas de Hahl y sus colaboradores evidencian que los seguidores de Trump no se toman literalmente sus declaraciones. Por ejemplo, en una de ellas analizan la reacción de los votantes al tuit en el que afirmaba que "la noción de calentamiento global es una creación de los chinos para que la industria manufacturera norteamericana deje de ser competitiva". Este enunciado de Trump aúna dos condiciones: la de tratarse de una acusación que no se acompaña de ningún tipo de fundamento y la de tener claras connotaciones xenófobas, al apelar a actitudes de rechazo hacia China que sintonizan con actitudes presentes en parte la opinión pública americana.


Hahl y sus colaboradores constatan que sólo el 5,6% de los seguidores del líder republicano consideraban el pronunciamiento como muy verdadero (en una escala ordinal Likert de siete valores), mientras el 68% lo tildaban de muy falso (el 95% de los seguidores de Clinton lo calificaban de esta forma). Sin embargo, a pesar de la clara consciencia de hallarse ante un pronunciamiento falso, en lugar de verlo como un enunciado pretendidamente fáctico muchos de sus seguidores preferían considerarlo una "forma de protesta simbólica" o bien como un gesto de desafío a las élites dominantes. Quienes albergaban estas visiones eran más proclives a valorar a Trump por su autenticidad. Es decir, reconocer la falsedad del enunciado (o incluso la falta de sinceridad de su emisor) podía ser perfectamente compatible con una valoración positiva de la pertinencia del mensaje y las cualidades de aquél.

Trump pertenece a una nueva estirpe de políticos que emerge fuera del perímetro donde tradicionalmente se han socializado y reclutado las elites políticas. Políticos que, partiendo desde los márgenes, explotan el descontento y el agravio de una parte importante de la población con situaciones percibidas como radicalmente ilegitimas. Esa ilegitimidad abre espacios para mensajes que, pronunciados por un outsider, no tengan que atenerse estrictamente a la realidad de los hechos.

Cuando Díaz Ayuso, por ejemplo, invoca Madrid como espacio de libertad en unas circunstancias en las que amplios segmentos de la población acusan fatiga pandémica y valoran negativamente las restricciones de movilidad o a la iniciativa empresarial aparentemente impuestas por las autoridades sanitarias del Gobierno central, sus invectivas obtienen rápido favor público: está pulsando fibras de agravio frente a una situación que, a ojos de muchos, es de manifiesta ilegitimidad. Lejos de pasarle factura, sus declaraciones erráticas, la falsedad de argumentos o la falta de fundamentación de sus tesis contribuyen a forjar la imagen de una dirigente diferente, que no se arruga ante el poder, que está dispuesta a dar voz al agravio popular y combatir las medidas adoptadas desde el poder. Para eso, al igual que hiciera Trump desde el primer momento, Díaz Ayuso tiene que marcar distancias con el poder. Por un lado, ha de situarse frente a Pedro Sánchez y la Moncloa y adjudicarles la responsabilidad de todo lo que funciona mal, pasando por alto las importantes competencias en la gestión de la pandemia que ella misma ostenta; y, por otro, tiene que presentarse también como una política alejada de la órbita de las élites del Partido Popular, cuya identidad como partido está indisolublemente ligada a un pasado no demasiado lejano donde tuvo el poder y lo ejerció de acuerdo a reglas que Díaz Ayuso ahora pretende impugnar.



La presidenta de la Comunidad de Madrid
 ganó las elecciones de mayo de 2021 con una ventaja insospechada. Los sondeos evidencian no sólo una capacidad extraordinaria de fidelizar al electorado conservador, sino también una valoración fuera de lo común en todo el espectro del centro-derecha, hasta el punto de obtener mejores valoraciones que los candidatos de Ciudadanos o Vox entre antiguos votantes de esos partidos.

A ratos, Casado parece querer emular a Díaz Ayuso presentándose ante el electorado como un candidato al que no tiembla el pulso a la hora de denunciar la ilegitimidad del "sanchismo". Esta pretensión le lleva a invocar machaconamente referencias incriminatorias con las que pretende envolver al Gobierno en una nebulosa de ilegitimidad: sus acuerdos con "comunistas" y "fuerzas separatistas que quieren destruir España", la complicidad con dictaduras,  el (ab)uso de recursos públicos, la acusación de encubrir a pederastas y abusos sexuales en Valencia y Mallorca, etcétera. En palabras de Casado Sánchez es, entre otras cosas, "partícipe, responsable y cómplice de un golpe de Estado", "felón", "traidor", “incompetente”, "mediocre", "okupa", "desleal" o "mentiroso compulsivo". Sánchez es acusado de "cometer un delito de alta traición" o de "cerrar las Cortes Generales". Para el líder del PP, la situación actual es "lo más grave en España desde el [golpe de Estado del] 23-F".

En estos momentos de efervescencia, la retórica crispada e hiperbólica de Casado puede recordar a los ejercicios de bullshiting de Trump y Ayuso. Sin embargo, es dudoso que la estrategia pueda resultarle tan productiva a la vista de los hándicaps para presentarse públicamente como una figura transgresora, capaz de impugnar el poder desde fuera del sistema. Su socialización y su trayectoria política, que se desarrolla pegada a las faldas del núcleo de poder del Partido Popular en los peores años de corrupción y descrédito del partido, parece un lastre difícilmente superable. Encarnar con credibilidad la “autenticidad” de un líder político al que pueda premiarse su audacia transgresora requiere algo más que elegir con más o menos acierto el descalificativo y la hipérbole del día.

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