La revocación, por un juez, de la decisión administrativa retirar a Novak Djokovic el visado de entrada a Australia ha permitido comprobar que la división de poderes funciona en un país democrático y pone el foco en las distintas políticas que existen sobre la vacunación. La variante Ómicron ha disparado el número de infecciones y, poco a poco, está colapsando los servicios sanitarios por falta de recursos humanos y materiales. Al mismo tiempo, se ha agriado el enfrentamiento entre quienes argumentan que la vacunación es más importante ahora que nunca para evitar que aumentan los casos severos de Covid-19, por un lado, y quienes insisten en que nadie debiera ser obligado a la inoculación.
El caso de Djokovic, como antes los de Kyrie Irving y
Joshua Kimmich, representa el problema al que se enfrentan las sociedades democráticas que no obligan, pero sí fomentan, que todas las personas se vacunen salvo que tengan una justificación médica: ¿qué hacemos con los no vacunados?
No se trata de
"joderles la vida", como ha declarado el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, sino de saber hasta dónde puede llegar la autonomía individual y hasta dónde, la decisión de la mayoría. Es, nada más ni nada menos, la clásica tensión entre los derechos y la democracia.
De un lado tenemos a un país, Australia,
que ocupa el noveno puesto en el Democracy Index de 2020. Sus autoridades sanitarias han decidido (a) que la vacunación no es obligatoria para aquellas personas que residen de forma habitual en territorio australiano, y (b) que quienes quieran viajar a territorio australiano, antes de embarcar en el avión deben presentar una PCR negativa hecha tres días antes de la fecha del vuelo. Además, para pasar la frontera deberán (i) tener la pauta completa de vacunación o (ii) tener una exención médica (haber tenido una enfermedad cardiaca inflamatoria en los últimos tres meses, no tener la pauta completa por haber contraído el virus en los últimos tres meses, haber tenido una afección grave atribuible a la vacuna o tener trastornos de salud mental por los que la vacuna pueda suponer un riesgo), o (iii), en el caso concreto del Estado de Victoria, pasar una cuarentena de 14 días.
De
otro lado, tenemos a Djokovic, tenista mundialmente famoso, vencedor de 20 torneos del Grand Slam y quien, por sus declaraciones previas, no parece que se haya vacunado, que pueda optar por alguna de las exenciones médicas y, tampoco, que esté dispuesto a hacer la cuarentena; pero quiere jugar el Open de Australia, el primer torneo del Grand Slam de 2022, que se celebra en Melbourne, la capital del Estado de Victoria.
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Con estos ingredientes se ha montado una tremenda discusión sobre la libertad de elegir de Djokovic, de decidir si quiere o no vacunarse. Vaya por delante que el tenista está en su derecho a no hacerlo porque ni en su país de origen ni en su lugar habitual de residencia es obligatorio, como tampoco lo es en muchos de los lugares en los que juega. Vaya también por delante que Australia, como nación soberana democrática, está en su derecho de establecer reglas que afecten tanto a las personas no vacunadas que quieran traspasar su frontera como a las no vacunadas que ya residen allí de forma habitual.
Con el affaire Djokovic reverdece lo que para unos es una paradoja y para otras, un dilema en todo sistema democrático:
el gobierno de la mayoría necesariamente implica la existencia de una minoría a la que hay que respetar, pero sin llegar a la parálisis de la acción de gobierno. En una sociedad democrática debe evitarse la dictadura de la mayoría sobre la minoría, pero debe reconocerse que la mayoría tiene derecho a adoptar aquellas decisiones que, sin ser verdad, se consideran que son mejores para el conjunto de la sociedad.
La gestión de la crisis de salud pública que estamos viviendo no es un asunto que pueda dejarse exclusivamente a la decisión que una persona pueda tomar sobre las medidas de auto-cuidado que adopta. En una sociedad democrática, donde se reconoce la igualdad política de (casi) todas las personas, esta gestión debe ser fruto de un proceso de deliberación, intercambio de ideas y, en caso de conflicto, de resolución por vías pacíficas. Australia no está subyugando los derechos de Djokovic porque tiene un adecuado espacio de deliberación pública para tomar decisiones políticas de calidad. Precisamente, este país
es uno de los pocos que antes de la pandemia actual contaba con un plan de actuación (elaborado en 2014, revisado en agosto de 2019) en caso de que hubiera otra pandemia por un virus respiratorio (en el brote de N1H1 de 2009, Australia fue
uno de los países afectados, con más de 5.000 personas hospitalizadas y casi 200 fallecidas).
Por otro lado, un caso como el de Djokovic exige que reorientemos el significado de conceptos tan venerables (y tan esencialmente contestados) como 'libertad' o 'autonomía'. Últimamente, su uso está monopolizado por el movimiento anti-vacunas y parece que quienes estamos a favor de ellas (en mi caso, la haría obligatoria durante una crisis de salud pública) no somos partidarios ni de la una ni de la otra. Pues bien, antes de que se rompan de tanto usarlos y pierdan su significado e importancia, debemos reivindicarlos.
Como afirmó John Stuart Mill, la sociedad no puede interferir en el comportamiento de ninguno de sus miembros salvo que afecte a terceras personas. Es el archifamoso principio del daño. Asumiendo este principio, no puede afirmarse que la decisión individual de Djokovic no afecta a nadie pues sí perjudica tanto a terceras personas como a la sociedad en su conjunto. Es cierto que las vacunas todavía no son esterilizantes y que hay dudas sobre si reducen la cantidad de virus en las vías aéreas superiores, pero sí está sobradamente demostrado que reducen considerablemente la severidad de la Covid-19 y, con ello, la necesidad de requerir hospitalización. Esto último afecta a terceras personas que (a) estando vacunadas tienen mayor riesgo por estar inmunodeprimidas (personas con un trasplante de órgano sólido o con un tratamiento para el cáncer) o (b) acuden al hospital por otra patología grave (desde un ictus hasta una meningitis). Tanto (a) como (b) pueden verse privadas de unos recursos sanitarios, que siempre son escasos, por estar siendo utilizados por personas no vacunadas. No estoy diciendo que no haya que tratar a los no vacunados, sino que podrían haber evitado el consumo de recursos escasos que podrían llegar a necesitar otras personas sin la opción de vacunarse o de tener un buen nivel de anticuerpos.
Por otra parte, la decisión individual también afecta a la sociedad, imponiéndola y externalizando unos costes en forma de estrés del sistema sanitario sobre los que cabe algún tipo de reacción. La limitación de la libertad de circulación o de entrada en determinados establecimientos de las personas no vacunadas pueden ser dos de esas medidas reactivas. Son medidas de autoprotección que adopta la sociedad frente a quienes ejercen su autonomía personal de manera solipsista.
La autonomía personal no puede entenderse exclusivamente desde una óptica individual porque no somos islas, no vivimos aislados, sin conexión con terceras personas. La autonomía debe entenderse de manera relacional, lo cual permite comprender que todas las personas estamos socialmente incrustadas y que nuestras identidades individuales están formadas en un contexto de relaciones sociales en el que interactúan múltiples determinantes sociales. Debemos cuestionar esa concepción de la autonomía que despoja a las personas de todos sus atributos, que las deja solas ante el peligro; y plantearnos que quizás sólo seamos y nos convirtamos en personas en relación con otras. En esa relación con otras, el cuidado es fundamental.
A Djokovic se le cuida no obligándole a que se vacune; pero Djokovic también debe cuidar a las personas que viven en Australia evitando, llegado el caso, consumir unos recursos sanitarios que son escasos y que otra persona, sin la opción de poder vacunarse o con una condición peor de salud, podría llegar a necesitar.