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El problema nuclear

Juan Egea

6 mins - 18 de Enero de 2022, 14:05

La propuesta de la Comisión Europea para incluir a la energía nuclear en el catálogo de energías verdes ha causado un enorme revuelo. En primer lugar, porque tiene un tinte de arbitrariedad inaceptable, toda vez que no es más que un cambio en los criterios de clasificación para dar cabida a esta energía. En segundo lugar, subyace en la iniciativa un principio, el de el fin justifica los medios, que desgraciadamente sigue vivo desde que Napoleón lo anotara en su ejemplar de El príncipe. A la Comisión no parece importarle ni el rigor en los criterios, ni los agravios comparativos que puedan darse, sino hacer todo lo necesario para favorecer un tipo de energía, la nuclear, que se considera hoy la única alternativa para descarbonizar el planeta.

Este sacrificio de los principios podría parecer heroico si no escondiera lo que en el fondo es algo mucho más grave, a saber: el gran fracaso colectivo de todas las esperanzas depositadas en la ciencia moderna. Un paradigma que como mejor solución nos ofrecería ponernos en manos de una industria, la nuclear, que conlleva altísimos riesgos. Sin duda, resulta sorprendente que tras décadas de progreso científico y tecnológico sea la energía nuclear la principal herramienta para hacer frente al cambio climático. ¿No cabría esperar de la ciencia y la tecnología una alternativa menos amenazadora para nuestro futuro? Parece que no.

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La energía nuclear tiene un componente intrínseco de carácter negativo debido a la ruptura abismal de la escala humana que supone, por eso sus defensores, incapaces de comprender lo anterior, solo saben repeler ataques o establecer comparaciones con otras industrias, pero nunca defender la bondad propia de la industria nuclear. De ningún modo reconocerán su fuerte carácter amenazador, lo minimizarán y será capaces de rebatir, punto por punto, cualquier argumento en contra. Nos dirán, por ejemplo, que Chernóbil no tenía un edificio de contención como los actualmente existentes; que hoy los procedimientos son mucho más seguros y estandarizados; que los residuos ocupan muy poco espacio y se pueden reutilizar o que, en definitiva, el resto de tecnologías, sobre todo las emisoras de CO2, están causando ya más muertes. Todo tiene para ellos una respuesta científica y, en conclusión, nos dirán que quienes están en contra de la industria nuclear lo están en razón de un miedo motivado por su ignorancia. Su tesis es similar a aquello que decía hace unas décadas Oswald Spengler: "Si se me entiende se estará de acuerdo conmigo".

Con todo, siendo cierto que, en mayor o menor medida, los argumentos puntuales que en cada caso esgrimen puede parecer que gozan del rigor del método científico, no es menos cierto que las catástrofes ocurren cuando afloran riesgos no previstos, esto es, riesgos que no están sujetos hoy a discusión. La proliferación de centrales nucleares, aunque sea con todas las garantías de seguridad hoy exigibles, nos sitúa a medio y largo plazo en un escenario de máxima incertidumbre, sobre todo si se tiene en cuenta que en un mundo tan fragmentando como el nuestro, donde a la vez todos los problemas son o terminan siendo globales, nadie será capaz de garantizar nada en un plazo de 20 ó 30 años, o incluso menor. En las últimas décadas, todas las industrias han demostrado que, como no podía ser de otra forma, su principal motor es la cuenta de resultados, sin importarles bordear o directamente saltarse las normas, provocando efectos dañinos en el planeta y en la salud pública. Podríamos enunciar multitud de casos, desde los más leves hasta las estafas en las emisiones de la industria automovilística. En el debate sobre la energía nuclear subyace de fondo lo mismo: una cuestión de competitividad económica, siempre por encima de cualquier otro criterio. ¿Qué nos garantiza que en esta industria no se superen ciertos límites si la cuenta de resultados, la supervivencia o, simplemente, ganar la batalla a la competencia así lo dicta?  



Pero esta posibilidad no es la principal amenaza. A diferencia de lo que ocurriría con la energía nuclear en un escenario similar, es cierto que una estafa en las emisiones de CO2 tenía unas consecuencias a largo plazo poco visibles en el corto, lo cual sin duda favoreció las trampas. Pero si suponemos una proliferación de la industria nuclear, tarde o temprano nos encontraremos con un punto de inflexión que, una vez superado, acabará produciendo una inversión de las finalidades inicialmente previstas. El estamento filonuclear no admitirá esta ley, que Ivan Illich aplicó a otros ámbitos, porque no puede formularse en términos cuantitativos, pero convivimos con ella de manera constitutiva y nace de la pérdida de autonomía frente a los instrumentos, que se ve amplificada por la ruptura abismal de la escala humana antes mencionada. Por ejemplo, pese a que sabemos desde hace más de 100 años que las emisiones de CO2 provocan el calentamiento del planeta, la industria asociada no ha dejado de crecer. Había margen, los beneficios eran muchos, los riesgos pocos y a largo plazo, y la industria proliferó, dando lugar al progreso del que hoy disfrutamos. Pero se alcanzó un punto, hoy por todos conocido, donde se pervirtió su función y ahora esta industria es contraproducente.

Con el transporte ha ocurrido lo mismo: de movernos más rápido hemos pasado a tener ciudades colapsadas e invertir gran parte de nuestro tiempo en sufragar los gastos para movernos más rápido. ¿Realmente es así? Podríamos dar muchos más ejemplos, que por desgracia apuntan a que, en virtud de esta ley, con la industria nuclear ocurrirá lo mismo. Durante un tiempo será, si no hay catástrofes imprevistas, una industria eficiente, como probablemente lo ha sido hasta ahora si preferimos dejarnos llevar por las estadísticas, que pueden hacer tender a cero a cientos de miles de afectados. Pero llegará un momento en el que alcanzaremos un punto de ruptura y la energía nuclear invertirá su finalidad y será absolutamente contraproducente, sin estadística que la sostenga.

¿Con qué consecuencias? Lo ignoramos, pero cuando eso ocurra, probablemente no tengamos más alternativas. Muchos preferirán pensar, en un acto de fe en la Ciencia, que el progreso que habremos alcanzado entonces nos proveerá, en su caso, de una solución. Lo malo de este debate es que es preferible no llegar al punto de saber quién tiene, por la vía de los hechos, la razón. La encrucijada a la que nos enfrentamos, en este y en otros asuntos críticos, no se resuelve solo por medio de argumentos económicos y tecno-científicos. Es necesario poner también sobre la mesa argumentos cualitativos, humanos y filosóficos, que aborden de manera integral lo que realmente somos. Por desgracia, no estamos atendiendo a estos argumentos, somos sordos a ellos, lo cual nos impide llevar a cabo una tarea absolutamente necesaria para resolver el problema que nos ocupa: la de recuperar la fe en la verdadera ciencia, una ciencia que no nos condene a la espada de Damocles nuclear como mejor solución, y que no sea esclava de nadie.
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