Estimadas lectoras, estimados lectores,
La provocadora pregunta –¿se puede evitar el estallido?– fue planteada por la académica uruguaya
Alicia Lissidini en el Congreso de la Sociedad Argentina de Análisis Político (Saap) que tuvo lugar del 10 al 13 de noviembre en Rosario, Argentina. Las personas reunidas nos preguntamos si cabía la posibilidad de un
estallido social en el escenario de la Argentina de pobreza y desafección crecientes, como ocurrió hace 20 años con la crisis de 2001. También indagamos sobre la irrupción de nuevos estallidos en América Latina, en la estela de los ocurridos en
Ecuador en 2019 y
Colombia en 2019 y
2021. Chile estaba en el foco, como se puede presuponer, por la relevancia de los hechos desencadenados desde octubre de 2019 hasta la actualidad y por las ansiedades respecto al futuro de la democracia y las instituciones del país. Ansiedades, por cierto, avaladas por el riesgo de retroceso que supone el liderazgo de José Antonio Kast en la primera vuelta electoral el 20 de noviembre.
Se debe evitar el estallido y
qué es un estallido surgieron como cuestiones de abordaje indispensable para poder avanzar en el intercambio. El estallido social es una muestra de hartazgo que ha sido ciertamente idealizada en la medida en que la realidad muestra tanto que
en el medio plazo las respuestas no siempre son las esperadas (si es que, en primer lugar, se puede tener claro qué respuesta se espera, más allá de la expresión del desencanto), y en el corto plazo la experiencia reciente confirma que
los estallidos conducen a hechos de violencia en que se pierden vidas y se vulneran derechos. En contextos autoritarios, la protesta suele derivar en cerramientos represivos con más frecuencia que en aperturas del régimen (aquí los ejemplos de
Cuba,
Nicaragua y
Rusia).
Lo paradójico es que, para evitar el estallido en contextos democráticos, deberían desactivarse aquellas condiciones que lo provocan. Así, se vuelve tautológico o, cuando menos, circular: la posibilidad del estallido surge cuando el sistema no funciona; el sistema debiera funcionar para evitar el estallido.
Otra cuestión clave es la misma definición de un estallido, que se diferencia de una protesta sectorial, de una huelga general o de las acciones contenciosas emprendidas por un movimiento social no sólo en grado sino también cualitativamente; aunque –como ocurrió en Colombia y Ecuador– pueda empezar con una protesta o una huelga y pueda involucrar a uno o más movimientos sociales.
El estallido se caracteriza porque sus dimensiones son inesperadas, provoca un desborde y queda ‘fuera de control’. Sin embargo, no hay nada natural en esto, sino que es resultado de la poca visión de las autoridades (no lo vieron venir) y de sus reacciones inapropiadas (que pueden ir desde no hacer nada hasta ordenar la represión violenta sin conseguir desactivar la protesta). Las respuestas del sistema político condicionan el potencial democratizador del estallido. En Chile esta puerta se abrió en 2019, cuando el Gobierno y los que por entonces se ubicaban como actores políticos principales con representación parlamentaria aprobaron
el Acuerdo por la paz y la nueva Constitución. A partir de ahí se desencadenó un elevado nivel de incertidumbre reflejado en la diversidad de demandas emergentes y resistencias activadas que fueron incorporadas al marco representativo con un alto nivel de fragmentación (el que muestra la Convención Constitucional). En estas tensiones se juega hoy el rediseño de la Constitución, que no sólo depende de quién obtenga la Presidencia, sino también de cómo opere el Congreso que emerge de las elecciones del pasado domingo y todas las instituciones involucradas. Nuestro primer artículo de hoy profundiza en el análisis de las variables institucionales. De ahí pasamos a una reflexión profunda y documentada sobre el vínculo entre el relato sobre las migraciones y la democracia. Cerramos con un tema invisibilizado, el matrimonio infantil.
Elecciones en Chile y bi-frontalidad del proceso político
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- Mucho en juego en las elecciones chilenas. Paulina Astroza señaló que la campaña por las presidenciales y legislativas reactivó una disputa que parecía superada, entre democracia y dictadura, con actores reivindicando el legado de Augusto Pinochet y otros que se resisten a reconocer el carácter autoritario del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua.
Hasta la próxima,
Yanina Welp
Coordinadora editorial