Del mismo modo que sucediera con la anterior etapa del calendario electoral, la proximidad de un nuevo ciclo de comicios ha recrudecido el escenario de violencia política. Hechos recientes nos hacen prever que la próxima fase electoral estará acompañada de un visible aumento de este fenómeno. Romper con esta intersección entre la violencia y la política, en particular en la
Colombia profunda, era precisamente una de las aspiraciones del acuerdo de paz de 2016 entre el Gobierno del país y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
Inicialmente hubo algunos indicios de que Colombia podía, en efecto, entrar en una nueva etapa de su desarrollo político. El país registraba uno de los índices de violencia más bajos de su historia; por ejemplo, en la tasa de homicidios y el número de masacres.
Pero, como en pasadas experiencias de paz en Colombia, también hubo indicios de que el país no superaba la trágica conjunción de política y violencia. El número creciente de líderes y lideresas sociales asesinados desde la firma del acuerdo es una de las mayores preocupaciones del periodo posterior.
Como ha sido común en otros escenarios de post-conflicto en el mundo, muchas de las explicaciones para esta violencia se han enfocado en la proliferación de organizaciones criminales que compiten por el control de mercados ilícitos y prosperan en los vacíos de poder resultantes de la desmovilización de grupos rebeldes en territorios caracterizados por una persistente debilidad estatal. Es común pensar en esta violencia como algo netamente 'criminal', sin ninguna lógica política.
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Estas explicaciones representan, sin duda alguna, un escenario realista aunque incompleto a la hora de interpretar las nuevas modalidades de violencia del país, sobre todo en un contexto de fragmentación de actores armados y de fuertes variaciones regionales. La realidad exige un esfuerzo extra, ya que este tipo de situaciones suele ser el resultado de múltiples factores intrincados y simultáneos que dan muestra de la complejidad que caracteriza a los problemas sociales.
Partiendo de estas premisas, junto a Inge Valencia (Universidad Icesi), Jonas Wolff (Peace Research Institute de Frankfurt) y Juan Corredor (Cuny) exploramos distintas explicaciones que contribuyan a explicar la violencia contra líderes y lideresas sociales desde 2016 e identificamos dos trayectorias. Cada una de ellas puede caracterizarse como un tipo ideal en sentido weberiano; es decir, como un referente teórico basado (aunque no observable de forma pura) en la realidad.
La primera trayectoria ideal-típica es justamente la narrativa más frecuente ofrecida en torno a la violencia post-acuerdo y enfatiza una
transformación del conflicto armado a una violencia más 'criminal'. En el caso de la Colombia contemporánea, la desmovilización de las Farc y la incapacidad del Estado para llenar el vacío de poder territorial resultante ha sido aprovechada por actores armados no estatales, que incluyen tanto
organizaciones preexistentes (guerrillas y neo-paramilitares) como nuevas agrupaciones (por ejemplo, las disidencias de las Farc). Los activistas sociales son asesinados por interponerse en el camino de los citados grupos armados, que se disputan el control territorial de corredores estratégicos para el cultivo de coca y la producción y el comercio de drogas o la minería ilegal.
En contraste con la mencionada trayectoria criminal, existe una interpretación de carácter político, que
ya explicamos en Agenda Pública. Según ésta,
el acuerdo de paz de 2016 y su ejecución contribuyeron a desafiar a estructuras autoritarias ('de facto') de ámbito sub-nacional que se sostienen gracias a alianzas entre élites políticas locales, instituciones estatales y actores armados. Al ver amenazado el
statu quo por la movilización de actores hasta entonces marginados, reaccionan con violencia muchas veces letal contra activistas sociales. El acuerdo de paz puede representar, en diversos territorios, una amenaza fundamental para estas élites que impulsan órdenes políticos excluyentes y utilizan procedimientos formalmente democráticos que esconden la violencia sistemática como
modus operandi.
Cabe aclarar que también en estos casos los actores armados no estatales pueden desempeñar un rol importante en el ejercicio de la violencia. Sin embargo, no lo hacen de forma autónoma, sino como parte de las redes locales de poder que buscan mantener órdenes autoritarios construidos en el marco del conflicto armado.
De esta forma, como cabría esperar de la lógica criminal, se ha comprobado que el asesinato de líderes sociales es más frecuente y probable en municipios con alta densidad de cultivos de coca, con fuerte presencia de las Farc antes de su desmovilización y con escasa capacidad estatal. Mientras tanto, de acuerdo con la lógica política, la evidencia sugiere que este tipo específico de violencia tiende a ocurrir en municipios caracterizados por una competencia y participación electoral restringida, y se intensifica cuando existen actores capaces de constituirse como desafíos 'desde abajo'; frecuentemente, movimientos sociales de izquierda relativamente exitosos desde el punto de vista electoral.
La trayectoria criminal no está exenta de componentes políticos. Incluso cuando hay motivaciones primarias ligadas al usufructo de mercados ilícitos, los grupos criminales también buscan controlar territorios y muchas veces poblaciones; es decir, actividades políticas. Del mismo modo, la trayectoria política posee, indiscutiblemente, ingredientes de tipo criminal. No es tanto la ausencia absoluta de elementos
criminales o
políticos en cada una de las trayectorias, sino la preponderancia de una lógica detrás de la violencia.
De la misma manera que el asesinato de líderes y lideresas sociales presagiaba la persistencia de la violencia en algunas zonas del país, la existencia de diferentes trayectorias hace necesario (más quizá que en olas violentas previas) entender la fuerte variación regional y local en sus manifestaciones y causas. Las elecciones pueden exacerbarla en diferentes partes del país.
Por tanto, para tratar de frenar el recrudecimiento de la violencia y su concatenación con la política electoral no bastará con una receta única (por ejemplo, la presencia de las Fuerzas Armadas en zonas muy violentas), sino un esfuerzo decidido de diferentes actores estatales y sociales que transforme efectivamente las formas en que se constituyen los órdenes políticos y sociales locales.