Se acaban de cumplir cinco años del Acuerdo de Paz suscrito entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (Farc-EP) y el Gobierno de Juan Manuel Santos. Asimismo, entramos en los últimos meses de la Presidencia de Iván Duque, de manera que es un momento idóneo para hacer balance de los avances, resistencias y desafíos que acompañan a la herramienta que sirvió para desactivar un conflicto armado de más de medio siglo de duración.
Indudablemente, una cosa es negociar y firmar el fin de una confrontación armada y otra bien distinta, y más compleja si cabe, transformar las condiciones estructurales, simbólicas e institucionales que durante décadas sostuvieron la violencia. Claro está que el Acuerdo de Paz, desde sus inicios, se erigía como un instrumento de transformación de la violencia que tenía frente a sí notables dificultades. Primero, la endeble institucionalidad de un Estado de mínimos en buena parte de la geografía colombiana. Segundo, el escenario de polaridad que suscitó el propio proceso de negociación y consenso con la guerrilla y que, recordemos, recibió un importante varapalo cuando, por un escaso margen de votos, recibió la negativa de la sociedad colombiana en el plebiscito de consulta celebrado a inicios de octubre de 2016. En tercer lugar, por la propia llegada al Palacio de Nariño de Iván Duque, apuesta personal del expresidente Álvaro Uribe y que durante mucho tiempo se había erigido como firme opositor al Acuerdo; dejando entrever que, una vez en el poder, poco cabría esperar en cuanto a compromiso e impulso de lo suscrito con la otrora guerrilla.
Durante estos últimos cinco años se ha avanzado en dos planos diferentes. Entre 2017 y 2018 sí que se logró cimentar una transformación normativa que permitiese a las Farc-EP desmovilizarse con plenas garantías jurídicas y asumir un proceso integral de reincorporación plena a la vida civil. Es cierto que hubo retrasos, demoras y dificultades en la puesta en marcha del Acuerdo, pero el compromiso de la guerrilla en extinción y del Ejecutivo de Juan Manuel Santos, no sin dificultades, permitió que se avanzara notablemente en el campo normativo, hasta el punto de que el partido heredero de las Farc-EP llegó incluso a concurrir electoralmente en las elecciones de marzo de 2018.
Desde entonces se entró en una segunda etapa. Como se decía, el 'uribismo' llegó al poder e intentó poner en marcha todo un proceso de sabotaje (podríamos llamar) de 'baja intensidad'. Es decir, bajo la proclama de defender una "paz con legalidad" se escondía un importante escepticismo para con el Acuerdo, de manera que éste era concebido como herencia del Gobierno anterior y, por ende, su aplicación había de depender de lo que el nuevo Ejecutivo considerase como legal. Bajo esta compleja tesitura, insólita en el Derecho comparado, se intentó desvirtuar la implementación de la paz en Colombia. Primero, se dejó al Acuerdo fuera del Plan Nacional de Desarrollo, lo que cercenaba cualquier atisbo de autonomía presupuestaria. Después, el presidente y sus correligionarios en el Congreso evitaron la aprobación de algunos elementos nucleares, como la puesta en marcha de 16 curules que debían dar voz política en el Legislativo a las regiones más golpeadas por el conflicto armado interno. Por si fuera poco, la arquitectura transicional prevista por el Acuerdo, articulada en torno a la Jurisdicción Especial para la Paz, trató de ser objetada por el mismo presidente, y vista su imposibilidad, éste optó por impulsar su desfinanciación en un 30%, a mediados de 2019.
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Aun con todo lo anterior, el Acuerdo de Paz se ha visto favorecido por los resortes institucionales del Estado colombiano, tal y como han hecho valer los pronunciamientos de la Corte Constitucional o el Consejo de Estado. A tal efecto, y aunque se trata de un proceso de largo plazo que ha de involucrar, al menos, a cuatro presidencias diferentes, los informes de seguimiento al Acuerdo de Paz como el que realiza el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame nos informan de que, en la actualidad,
se ha conseguido cumplir con el 30% de lo previsto. No obstante, una mirada más escéptica y crítica con el devenir de los acontecimientos habría de señalar cómo,
en los últimos tres años, apenas se ha avanzado a un ritmo de cumplimiento del 2% anual. Es decir, por el momento el impulso de las reformas legislativas de los primeros 18 meses no se ha visto correspondido con transformaciones de mayor calado del orden institucional o territorial.
A tal efecto, de los seis puntos que conforman el Acuerdo, el fin del conflicto (punto tercero) y los mecanismos de implementación, verificación y refrendación (sexto) son los que más han avanzado en el despliegue de sus disposiciones, con un 49% y un 58%, respectivamente, tal y como informa el último reporte de seguimiento a la implementación publicado en diciembre de 2021. Conviene señalar que tanto uno como otro son los aspectos menos
espinosos del Acuerdo. Así, es indudable con respecto al fin del conflicto, por ejemplo, que su elemento más importante fue la entrega de armas de parte de las Farc-EP -materializada a mediados de 2017-, además del despliegue de recursos económicos para la reincorporación de combatientes a la vida civil.
Empero, la reforma rural integral y la transformación estructural de los enclaves más afectados por la violencia (punto primero) o la solución al problema de las drogas ilícitas (cuarto), apenas evidencian avances considerables.
No se puede perder de vista que el Acuerdo de Paz ha liberado un espacio político para la izquierda colombiana. Gracias al fin del enfrentamiento armado con las Farc-EP, el
clivaje guerra/paz se ha ido diluyendo en favor de nuevas posibilidades. Aspectos tales como el empleo, la sanidad, la educación o la vivienda han ido problematizándose, visibilizándose y politizándose, favoreciendo una disputa izquierda/derecha que ya tuvo lugar en 2018 y que en 2022 volverá a repetirse. Está todo por ver, pero
el 'uribismo' está en sus estertores y, a día de hoy, parece imposible que pueda mantenerse en el poder político. Aunque esta situación puede puede cambiar, todo invita a pensar en que la confrontación electoral la protagonizarán el Pacto Histórico Nacional, liderado por Gustavo Petro, y la Coalición Centro Esperanza, cuyo candidato será elegido el próximo mes de marzo.
De ser así, y sea cual fuere el resultado,
habrá un Gobierno más comprometido con la paz y con el impulso de un Acuerdo que alberga inconmensurables posibilidades de transformación y fortalecimiento del Estado colombiano. Ello, sin renunciar a posibles espacios de diálogo con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otras demandas irresolutas que proceden del conflicto armado, y que encuentra en las disidencias y grupos herederos de las Farc-EP o en la continuidad de estructuras post-paramilitares algunas de sus principales amenazas.