-
+

El legado más importante de Merkel: su civismo

Jeremy Cliffe

11 mins - 14 de Diciembre de 2021, 18:36

En junio de 1978, mientras se presentaba al Congreso, Newt Gingrich pronunció un discurso ante una multitud de republicanos universitarios en Atlanta. Les advirtió a ellos y al partido en general: "Estáis luchando en una guerra. Es una guerra por el poder... Lo que realmente necesitamos es gente que esté dispuesta a dar la cara en una batalla campal". Cuando llegó a Washington, DC, al año siguiente, este enfoque empezaba a extenderse.

Gingrich acusó a los demócratas de querer "destruir nuestro país" y calificó al Congreso de "corrupto" y "enfermo". En las décadas siguientes, esta política en clave de guerra se convirtió en la estrategia dominante de los republicanos, según escribieron los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro de 2018 Cómo mueren las democracias; una línea recta va de ahí a Donald Trump y lo que venga.

Hay muchas formas de describir la política de Angela Merkel, pero llamarla anti-Gingrich sería una razonable. Hoy [por el `8 de diciembre] ha sido sustituida por Olaf Scholz y su coalición de centro-izquierda (lea más sobre el nuevo canciller de Alemania y el acuerdo de coalición). La Cancillería de Merkel ha terminado, ya es una entrada en los libros de historia. El historial político de sus 16 años en el poder es diverso, ambivalente, como analicé aquí. Pero lo más meritorio, y posiblemente lo más significativo, es su civismo y humildad personales, su incansable resistencia a tratar la política como un 'deporte de sangre' o a sus oponentes, como enemigos.

Merkel rara vez utilizó un lenguaje polarizador o dramático. "Evito el término [crisis de los refugiados] por principio", afirmó en una entrevista de despedida el mes pasado, "porque para mí un refugiado no es en sí mismo una crisis, sino una persona". Solo muy ocasionalmente se mostró agresiva. En un estudio académico sobre un debate televisivo durante las elecciones de 2013, se descubrió que sólo dedicó 112 segundos de los 90 minutos del programa a atacar a su oponente. Una y otra vez, los hombres fuertes (desde Trump hasta Vladimir Putin) y los populistas nacionales han tratado de irritarla, de agitarla para que se enfade o se impaciente, y han fracasado. "Entiendo por qué tiene que hacer esto: para demostrar que es un hombre", dijo tras una reunión con el presidente ruso.

[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]

En lugar del conflicto, utilizó la humildad como herramienta de poder: se encargó de servir el café en las reuniones, se tomó la molestia de presentarse al personal de sus homólogos internacionales en las cumbres, mantuvo sus opciones abiertas al negarse a elegir un bando.

Un ejemplo de la civilidad de la era Merkel, pero también del sistema político alemán en el que un personaje así puede llegar a ser canciller, ha sido el traspaso de poder, notablemente amable, de los últimos días y semanas. Incluso durante la campaña electoral, los tres candidatos con posibilidades de convertirse en canciller fueron fotografiados bromeando y charlando tras los debates televisivos. En su despedida, la semana pasada, Olaf Scholz, que había derrotado en las urnas a su partido, la Democracia Cristiana (CDU), tuiteó: "Angela Merkel fue una canciller de éxito. Trabajó incansablemente por nuestro país y a lo largo de 16 años, en los que cambiaron muchas cosas, se mantuvo fiel a sí misma". Sentimientos igualmente afectuosos le fueron devueltos desde el otro lado de la barrera política. "Deseo al canciller federal entrante, Olaf Scholz, y al nuevo Gobierno todo lo mejor, éxito y viento a favor para todos", tuiteó el gran democristiano Ruprecht Polenz; "ustedes son mi Gobierno".

El 8 de diciembre, en el Bundestag, se vio más de esto en la votación que ha convertido a Scholz en canciller y en su toma de posesión. A su llegada, Merkel recibió una gran ovación de los diputados de todos los partidos, excepto de la ultraderecha AfD (una fuerza estancada y marginada en la política alemana). Scholz se chocó los puños con Armin Laschet, el candidato a canciller de la CDU, al que había ganado en las elecciones de septiembre. Estas escenas serían difíciles de imaginar en los entornos políticos más polarizados de Reino Unido y Estados Unidos.

Hay, principalmente, dos maneras de rechazar esto. La primera es afirmar que para hacer cosas en los sistemas democráticos es necesario el incivismo: "Para hacer una tortilla, hay que romper algunos huevos". Desde este punto de vista, la cordialidad y el compadreo de la política alemana durante la era Merkel, y quizás después, es un indicio de inmovilismo, de gobiernos demasiado amables para conseguir algo.

Esto tiene su lógica, sobre todo en la mitología política anglosajona, donde los gobiernos transformadores requerían de figuras como Nye Bevan (el fundador del NHS británico, que tildó a los conservadores de "más rastreros que las alimañas"), Margaret Thatcher (con su división del mundo entre los que eran "uno de los nuestros" y el resto) y, por supuesto, Gingrich, a cuya política hiper-confrontacional se le atribuye gran parte del éxito republicano en los años posteriores.

Pero incluso estos ejemplos de la política entendida como guerra son más complejos de lo que parecen. Thatcher fue una líder más comprometida y complaciente que el mito que forjaron ella misma, sus aliados más acérrimos y sus peores enemigos. La contribución de Gingrich al éxito republicano en los años 80 es dudosa (detestaba a Ronald Reagan, el presidente que lideró la revolución republicana, y que devolvió este sentimiento con creces). El transformador Gobierno laborista británico de la posguerra puede haber estado marcado por Bevan, pero fue dirigido por Clement Attlee, un hombre que valoraba el civismo y reprendió severamente a su entonces ministro de Sanidad por el comentario de las alimañas.



Eso sin tener en cuenta que los sistemas políticos de Reino Unido y de Estados Unidos son inusualmente conflictivos. Ambos tienen formas muy puras de política mayoritaria tendentes a sistemas bipartidistas de confrontación. En Reino Unido esta realidad se expresa incluso arquitectónicamente, con las fuerzas políticas opuestas enfrentadas en los bancos de Westminster como ejércitos en una batalla. Mucho más comunes en todo el mundo son los parlamentos en forma de hemiciclo, herradura o circulares, diseños habituales en los sistemas proporcionales, en los que los partidos suelen tener que formar coaliciones. Muchos de estos países se encuentran entre los más prósperos, desarrollados y sofisticados del mundo (Países Bajos, Dinamarca, Suecia, Nueva Zelanda), lo que, aunque no demuestra causalidad, pone claramente en duda cualquier supuesta correlación entre un Gobierno eficaz y culturas políticas enfrentadas en las que el ganador se lo lleva todo.

La segunda crítica al discurso civilizado y respetuoso es que se trata simplemente de algo agradable, la preocupación superficial de los comentaristas burgueses con muy poco en juego en la contienda democrática por los recursos o el poder como para entender la necesidad de la agresión. Sin embargo, esto minusvalora enormemente la importancia del civismo para el funcionamiento efectivo de la democracia. Por supuesto, no es suficiente por sí mismo (el debate y la confrontación constantes y sólidos son también esenciales), pero es necesario. Esto es así porque la democracia no sólo funciona votando cada pocos años, sino con unas normas e instituciones que permitan una contienda abierta y que requieren lealtad y legitimidad.

En su libro, Levitsky y Ziblatt sostienen que la democracia no se acaba con los tanques en las calles, sino con el desgaste acumulado de esas normas e instituciones. Utilizando ejemplos de todo el mundo, muestran cómo el declive del civismo, un giro al estilo de Gingrich en el tono del debate político, inicia y acelera el proceso de retroceso democrático: "Si hace 25 años alguien le hubiera descrito un país en el que los candidatos amenazaran con encerrar a sus rivales, los opositores políticos acusaran al Gobierno de robar las elecciones o de establecer una dictadura, y los partidos utilizarán sus mayorías legislativas para destituir a los presidentes y arrebatarles los puestos del Tribunal Supremo, se podría pensar en Ecuador o Rumanía; probablemente no en Estados Unidos". La causa subyacente, escriben ambos, es el "desmoronamiento de las normas básicas de tolerancia y aguante mutuos".

La democracia empieza y termina, en otras palabras, con la asunción de la decencia y la legitimidad básicas de los oponentes, en todos lados. Con cada ataque al enemigo del pueblo, a los anti-patriotas, a los deplorables, a los ciudadanos de ninguna parte o a la escoria, un sistema da un paso más hacia un lugar en el que los gobernantes pueden abusar libremente del poder para aferrarse a él, donde el campo de juego se vuelve irremediablemente desigual, la autoridad se vuelve arbitraria y se impone una dinámica de inseguridad y extralimitación que se refuerza a sí misma. Una y otra vez, en los casos de declive democrático en todo el mundo (señalan Levitsky y Ziblatt), el colapso de la tolerancia y la indulgencia presagia un giro más profundo hacia el anti-liberalismo. El civismo es el dique que contiene la marejada.

En este sentido, podríamos atribuir a Merkel un saber especial. Algunos han atribuido su estudiada inofensividad a su origen en Alemania del Este, a haber pasado los primeros 35 años de su vida en un sistema en el que cuanto menos se dijera, mejor. Pero hay otra explicación. Habiendo vivido en un sistema autocrático, de 'ellos y nosotros', en el que los motivos de todos eran sospechosos si no se demostraba lo contrario, podría decirse que entiende aún más el papel de la tolerancia mutua en la democracia liberal, y cómo se puede romper. En su discurso de despedida del 2 de diciembre, un asunto típicamente discreto, Merkel reflexionó sobre ello: "En particular, los dos últimos años de la pandemia han puesto la lupa sobre la gran importancia de la confianza en la política, la ciencia y el discurso público, pero también sobre lo frágil que puede ser".

Merkel deja a Alemania un legado complejo: fue una hábil gestora de crisis pero una mala estratega, una táctica hábil pero también una fuente de complacencia y estancamiento. Todo ello será objeto de debate por parte de comentaristas e historiadores en los próximos años. Sin embargo, lo que parece seguro es que ha dejado la forma en que se conduce la mayor parte de la política de su país en un estado que algunas otras partes del mundo democrático, incluidos Reino Unido y Estados Unidos, tienen razones para envidiar; un estado que es de esperar que sus sucesores puedan preservar. El civismo no impide la eficacia, y puede argüirse que la mejora. Tampoco es un detalle superfluo, todo lo contrario: es, en muchos sentidos, el fundamento mismo de una democracia exitosa, en la que las perspectivas y visiones rivales pueden reclamar el poder, y quienes lo ejercen pueden hacerlo con legitimidad y madurez. El civismo no debe darse por sentado.

Mantener la educación, la civilidad y la decencia, como hizo Merkel durante 16 años como líder de una de las mayores economías del mundo en medio de crisis sucesivas, es algo más que una nota a pie de página. Es algo fundamental: un compromiso loable con el 'ethos' que sostiene la democracia y, con ella, las sociedades libres y prósperas.
¿Qué te ha parecido el artículo?
Participación