Uno de los errores que se cometen habitualmente cuando analizamos el proceso de transición energética es la falta de perspectiva global del fenómeno, es decir, que tendemos a analizar la transición en parcelas concretas o en plazos temporales cortos. Este cortoplacismo, en cierta manera natural en el ser humano, muchas veces distorsiona la percepción de este proceso y puede llevar a la parálisis o a cometer errores por esa falta de luces largas que nos permitan tener una visión general del viaje, del recorrido, del tiempo y esfuerzo que invertiremos y, sobre todo, del destino.
La transición energética no es un capricho. Los seres humanos estamos transformando la Tierra con la quema permanente de combustibles fósiles. Estamos liberando a la atmósfera un carbono que no pertenece a esta época y eso va a transformar la era geológica de la Tierra mediante un evento catastrófico en el sentido de no ser progresivo y evolutivo. Nos podemos encontrar, de golpe, con un planeta distinto para el que las especies que lo habitamos no estamos adaptadas. Para nosotros no será un evento extintivo, porque los humanos modernos podemos adaptarnos a temperaturas varios grados superiores, pero para la mayor parte de los seres vivos será algo que los empujará contra las cuerdas. Si no frenamos el cambio climático dentro de unos límites manejables, podemos provocar la sexta extinción masiva de la historia de la Tierra y hasta el 70% de las especies podrían desaparecer. Nosotros tendremos más suerte, pero aunque no nos extingamos las mismas bases naturales de nuestra civilización se verán enormemente alteradas. Nuestras ciudades y asentamientos se han construido sobre la existencia de recursos como la fertilidad de la tierra, las lluvias o el acceso al mar, y todo eso se verá alterado en medio de este cambio climático, generando una sacudida civilizatoria que, en el mejor de los casos, solucionaremos invirtiendo cantidades desproporcionadas de dinero en infraestructuras para la adaptación y, en el peor escenario, con el colapso en determinadas partes del globo.
El destino de nuestro viaje es, principalmente, evitar eso. Es un buen destino, pero hay mucho más. Millones de personas mueren de forma prematura en el mundo a causa de las emisiones provocadas por la quema de combustibles fósiles; decenas de miles en España, y con esta transición energética también lo podemos evitar. Según un estudio de la European Public Health Alliance,
la contaminación del aire cuesta 926 euros al año por habitante en España, esto es, 44.000 millones de euros, más del 3,5% del PIB del país.
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Pero esto es sólo una parte de los beneficios económicos. Un país como España, que es inherentemente importador de energía, gasta más de 40.000 millones de euros en importar energías fósiles, aunque su saldo neto negativo es de alrededor de la mitad de esa cifra gracias a la exportación de petróleo refinado. Esta situación de dependencia energética se hace especialmente gravosa en momentos como los actuales, donde el precio internacional de los combustibles fósiles es muy alto y resulta un factor desestabilizador de nuestra economía. El cierre de grandes factorías electro-intensivas como la de Alcoa nos muestra hasta qué punto nuestra industria se ve comprometida por esta dependencia energética exterior y, por tanto, cómo afecta a toda la economía en general.
Este escenario se revertirá radicalmente en el futuro si tomamos las decisiones adecuadas. España tiene el mayor potencial solar de Europa, con más de 3.000 horas de sol en amplias partes del país y con una zona sur donde es posible también la instalación de centrales termosolares de concentración. Asimismo, tiene buenas zonas eólicas y un amplio mar donde podemos empezar a instalar eólica marina mediante plataformas flotantes, tecnología cada día más cerca de la madurez. A pesar de no ser un país especialmente húmedo, sí somos un país montañoso, lo que nos permite exprimir el potencial energético de ese agua y nos ofrece grandes posibilidades para el almacenamiento por bombeo hidroeléctrico. Tenemos un potencial envidiable y capacidad para generar con recursos renovables incluso más energía de la que necesitamos, lo que nos podría convertir en una pequeña potencia energética regional que vendiese a sus vecinos electricidad o hidrógeno verde.
Este desarrollo renovable redundaría en un importante beneficio industrial por dos vías. Por un lado, gracias a la posibilidad de tener una energía muy barata para nuestras industrias, pero también porque tenemos importantes industrias renovables en nuestro país. Tenemos dos empresas de inversores solares y tres de 'trackers' ('seguidores' solares) en el Top-10 de empresas mundiales en su categoría. Somos el
tercer exportador neto de aerogeneradores del mundo y tenemos industrias que fabrican componentes eólicos en la mayoría de comunidades autónomas, además de fabricar en nuestros puertos estructuras para la eólica marina (
jackets). Y todavía no hemos comenzado a desarrollar la industria del hidrógeno verde, donde también podemos tener un papel importante.
No creo que queden dudas de que la transición energética es muy positiva para nuestro país, pero debemos hacer tres puntualizaciones relevantes. La primera, es que este futuro no nos va a caer del cielo sin hacer nada: para aspirar a él el país debe comprometerse con un proyecto de descarbonización basado en las energías renovables a la máxima velocidad que sea posible y mediante una inversión decidida. Los países pioneros ganan posiciones en la carrera frente al resto y establecen bases que los convierten en ganadores de estas transformaciones históricas. Esperar, mirar qué hacen los demás y tomar decisiones sólo cuando las realidades ya son imparables nunca ha llevado a ningún país a destacar en nada.
La segunda puntualización es que los grandes cambios históricos también tienen costes. Los cambios producen ganadores y perdedores, sectores que desaparecen y otros que nacen, y alteran en todo caso realidades consolidadas. Y esto, en una sociedad democrática, hay que gestionarlo adecuadamente, porque el éxito de las transformaciones se basa en amplios consensos y en el convencimiento mayoritario de los gobernados de que el camino a seguir es el correcto. Esto implica gestionar valiente y generosamente la pérdida de sectores, empleos y realidades sociales consolidadas, también respecto a la cultura o el paisaje.
En tercer lugar, debemos entender que no existe un solo camino para hacer las cosas y que la transición energética no tiene un camino prefijado. Hay varias transiciones energéticas posibles con realidades sociales resultantes muy diversas. No podemos desafiar ni a la física ni a las realidades tecnológicas, pero sí podemos orientar la transición hacia modelos diversos respecto a la propiedad de las nuevas fuentes de energía, los beneficios locales y regionales y el peso de los costes de esta transición que, insisto, existen y deben ser tenidos en cuenta.
A este respecto, es importante entender que una transición energética que se conciba como una avalancha de costes a corto plazo sobre la promesa de un futuro brillante a largo plazo no va a funcionar. Esa visión de frío tecnócrata buscando óptimos económicos e ignorando la sensibilidad social llevaría directamente a la rebelión contra esta transición y finalmente a su aborto. Así pues, conviene plantearnos qué debemos hacer para que la transición energética sea aceptada, y esto implica pensar qué puede hacer ésta por nuestros ciudadanos no en un futuro lejano, sino desde ya mismo. Permítanme que haga unas propuestas:
- La transición energética no puede suponer que todas las fuentes de energía valgan más. La ciudadanía no lo aceptará. Es evidente que los combustibles fósiles deben ser más caros para desincentivar su uso, pero no así la electricidad. Trabajemos para una electricidad más barata que la actual, estimularemos la electrificación y presentaremos un beneficio tangible de la transición energética gracias al bajo coste de la generación renovable.
- Algo similar sucede con el transporte. La perspectiva no puede ser vehículos más caros, combustibles con más impuestos y más dificultades para circular. Ofrezcamos una alternativa: Mejor transporte colectivo, más barato (¿gratuito?) e integrado. No pensemos en que la gente no coja el coche; aspiremos a que no quiera hacerlo porque tiene alternativas mejores.
- La ciudadanía debe sentir que la transición energética va con ellos, que no es únicamente el cambio de una tecnología por otra. La energía solar fotovoltaica permite cambiar este paradigma, ofrece a la gente ser propietaria de sus propias fuentes de generación. Por tanto, impulsemos decididamente el autoconsumo y, también, las comunidades energéticas.
- Los mayores impuestos pigouvianos sobre los combustibles y las tecnologías contaminantes no debe interpretarse sólo como una mera extracción impositiva. Sirven para desincentivar, pero generan recursos que pueden ser devueltos a la ciudadanía. Hay muchas maneras de hacer esto, pero una renta climática universal e igualitaria sostenida con el dinero de esos impuestos sería quizá de las más eficaces. No solo compensaría a los ciudadanos, sino que ofrecería ganancias netas a quien contaminase poco.
- Planteémonos si tiene sentido que todos los territorios paguen lo mismo por la electricidad. ¿Los ciudadanos de un territorio que instala muchas renovables deben pagar lo mismo que los de un territorio que no lo haga? Quizá es el momento de incentivar la contribución positiva de los territorios a la transición energética.
La transición energética es un proceso que vale la pena, especialmente para los españoles, y cuyos beneficios son mucho mayores que los costes. Nuestra generación carga con una responsabilidad histórica con las nuevas y con el resto de las habitantes del planeta, y eso debe estar presente en cada paso que tomemos. Pero también, como miembros de una sociedad democrática, no podemos ignorar los costes y lo que hagamos debe basarse en la seducción y la aceptación de la mayoría. Podemos y debemos hacerlo, y no tenemos un solo minuto que perder.