Dos meses después de las primeras filtraciones, el llamado
partygate –la polémica sobre las fiestas celebradas en Downing Street durante lo peor del confinamiento– ha entrado en una nueva fase: días después de que la Policía Metropolitana de Londres emprendiese
una investigación sobre 12 fiestas distintas, un
adelanto del famoso informe de la funcionaria Sue Gray denunció
repetidos "fallos de liderazgo", "graves incumplimientos" de las normas éticas y un "consumo excesivo de alcohol" en el seno del Gobierno de Boris Johnson.
A lo largo las últimas semanas, y mientras ministros como Rishi Sunak o Sajid Javid
comienzan a distanciarse del
premier,
numerosos diputados conservadores han pedido la dimisión de un Johnson cada vez más acorralado: pese a estar lejos de las 54 firmas requeridas para ello, la principal duda que planea sobre Westminster ya
no es si habrá una moción de censura contra el primer ministro, sino si ésta tendrá lugar antes o después de las elecciones municipales del mes de mayo.
Pero más allá del futuro inmediato de Johnson, los acontecimientos de los últimos meses pueden tener dos consecuencias a medio plazo para la política británica. Por una parte, pueden deteriorar gravemente la imagen de los
tories, como ya sucediera en los últimos años de gobierno de John Major. Por otra, y por primera vez en una década, los escándalos que rodean a los conservadores han consolidado al Partido Laborista como una alternativa creíble de gobierno.
El retorno del 'sleaze'
En primer lugar, la crisis del
partygate ha resucitado el fantasma del 'sleaze' –un término que denota sordidez, inmoralidad o corrupción y que ya persiguió a los conservadores a mediados de los 90, cuando el Gobierno de John Major se vio sacudido por una serie de escándalos políticos y económicos. El del
sleaze supuso un profundo estigma para el partido, que Tony Blair supo aprovechar para imponerse a Major y cuya superación fue uno de los mayores logros políticos de David Cameron. Treinta años después, su larga sombra vuelve a asediar a los de Johnson: desde hace meses,
no hay semana en la que la prensa no destape un nuevo escándalo político, ya sea la
adjudicación de contratos de emergencia durante la pandemia, la suspensión del entonces diputado
Owen Paterson o la financiación de las
obras en la residencia privada de Downing Street.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Es por ello que, en cierto modo, las filtraciones sobre el
partygate no han sido sino la gota que ha colmado el vaso. Pero es precisamente aquí donde reside el mayor peligro para los
tories: sea quien sea su próximo primer ministro, la saga de las fiestas durante la pandemia –con la hipocresía de unos líderes políticos que dictaban unas normas y las incumplían sistemáticamente, la sensación de impunidad imperante en Downing Street y las increíbles excusas pronunciadas por Johnson y defendidas por su Gabinete– pueden dañar profundamente la marca conservadora, retrotrayendo al partido a tiempos pasados y dando al traste con el proyecto de modernización impulsado por Cameron. Esta enorme losa electoral podría marcar el debate político de cara a los comicios de 2024, de la misma manera que la ambigüedad de Jeremy Corybn ante al
Brexit persiguió al Partido Laborista a lo largo del último ciclo electoral.
El ascenso de Keir Starmer
Si los últimos acontecimientos han dañado a los conservadores, también han
dado alas a un Partido Laborista que, por primera vez en años, se ve con opciones reales de llegar a Downing Street. Tras hacerse con el liderazgo del partido en abril de 2020, el equipo de Keir Starmer trazó
una estrategia política en tres pasos. La primera consistió en alejar al partido del tormentoso legado de Corbyn, mostrándose implacable ante las acusaciones de antisemitismo, enterrando el debate del
Brexit y recobrando la confianza del electorado que desertó al partido en 2019. En la segunda etapa, el objetivo fue dar a conocer a Starmer, una figura desconocida a ojos de gran parte del electorado. La tercera, una vez consolidada la imagen del líder y la del partido, se ha centrado en convertir a los laboristas en una alternativa seria de gobierno.
Casi dos años después, los de Starmer se encuentran en plena tercera fase. El pasado mes de noviembre, por ejemplo, el líder de la oposición renovó su
Gobierno en la sombra, dando un mayor protagonismo a pesos pesados del laborismo –como los exministros Yvette Cooper o David Lammy– y ascendiendo a hábiles comunicadores como el diputado Wes Streeting. A su vez, el partido ha logrado que sus políticas comiencen a adquirir presencia mediática –sobre todo, en lo referente a la crisis energética o a las reformas fiscales gubernamentales–, mientras hace calar el mensaje de que el Ejecutivo de Johnson, centrado en su propia supervivencia, está desatendiendo los problemas de la sociedad británica.
El
partygate no ha hecho más que acelerar esta evolución. Por una parte, porque
el enfado y la desconfianza hacia Boris Johnson han vuelto a acercar al laborismo a la llamada 'muralla roja' –los viejos feudos laboristas del norte de Inglaterra en los que Johnson se impuso en 2019. Por otra, porque ha permitido a Starmer adquirir un perfil propio, mostrándose cada vez más cómodo en sus intervenciones parlamentarias,
proyectando una imagen de serenidad dirigida al votante más moderado y gozando de niveles de popularidad cada vez más altos.
A juzgar por las encuestas, la estrategia de la oposición laborista puede estar funcionando:
de celebrarse unas elecciones a día de hoy, los de Starmer obtendrían 312 diputados, 110 más que en 2019 y solo 14 por debajo de la mayoría absoluta. Los sondeos, de hecho, muestran un cambio político que va más allá de lo meramente coyuntural: por primera vez desde los años de Gordon Brown, un líder laborista es visto como un primer ministro más competente que su homólogo conservador, mientras que
el 38% del electorado –la cifra más alta desde Tony Blair en 1997– considera a la oposición capacitada para tomar las riendas del Gobierno. Y en cuanto a la
economía, el indicador históricamente más importante en los comicios británicos, el electorado confía más en las políticas fiscales laboristas (un 37%, frente al 27% de las
tories), así como en sus remedios ante el encarecimiento del coste de vida (38% frente a 21%) o ante la desigualdad regional (44% frente a 21%). Por lo tanto, a la crisis interna que viven los
tories se ha sumado el laborismo más fuerte –y, por ello, más peligroso– de los últimos años. En un Partido Conservador acostumbrado a
derribar a sus líderes antes de hundirse, esta podría ser una consideración fundamental a ojos de sus diputados, contribuyendo a precipitar el final del mandato de Johnson.
La larga sombra del 'partygate'
Desde hace semanas, la política británica vive pendiente de dos mujeres: la funcionaria Sue Gray y la policía Cressida Dick, directora del Scotland Yard. De ellas dependerá el futuro inmediato de un Johnson que, pese a su probada capacidad de supervivencia política, puede que tenga las horas contadas. Y, sin embargo, es probable que la larga sombra del
partygate vaya mucho más allá del primer ministro, dejando muy tocada la imagen de unos
tories que, tras 12 años en el Gobierno, acusan un evidente desgaste. Queda por ver si Johnson será capaz de revertir esta crisis o si, por el contrario, nos encontraremos ante el fin de su larga
fiesta en Downing Street.