La reelección de Sergio Mattarella como presidente de la República italiana está teñida de claroscuros. Por un lado, su permanencia en el Quirinale es una señal positiva de continuidad, de apreciación política y sobre todo humana de su papel como jefe de Estado: un hombre recto y honrado, europeísta y respectado a nivel internacional, con sentido común y gran equilibrio; y muy cercano a la ciudadanía, especialmente en estos tiempos de crisis sanitaria y paulatino malestar económico y social. Su Presidencia siempre se ha distinguido por un alto índice de aprobación popular:
encuestas recientes revelaban que un 58% de italianos respaldaba la posibilidad de su segundo mandato.
Por otro lado, la confirmación de Mattarella en el cargo y, sobre todo, las razones que hay detrás de este resultado no parecen ser la solución, sino otra etapa más de esa condición de transición permanente en la que se encuentra, desde hace tres décadas, la política italiana. Hay tres aspectos –uno constitucional, uno cultural y uno político– que nos obligan a reflexionar sobre las consecuencias de un acontecimiento tan excepcional para el sistema político italiano.
La pregunta es la siguiente: ¿puede considerarse la reelección de Sergio Mattarella como el primer paso hacia el desarrollo de una Tercera República caracterizada por un funcionamiento distinto al que ha marcado la Segunda República? ¿Podemos decir que el momento populista de última década está perdiendo fuerza y que, en su lugar, se va a desplegar algo diferente?
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La primera cuestión, como se ha dicho, es de carácter constitucional. El profesor Mario Ricciardi, director de la revista
Il Mulino, ha explicado muy claramente los riesgos que otra reelección del jefe del Estado podrían conllevar en la transformación de la praxis constitucional y, por tanto, en la evolución del sistema institucional. La Constitución italiana atribuye al presidente de la República un papel de garantía, de equilibrio entre los poderes del Estado y de representación de la unidad nacional. Según el artículo 85, es "elegido por siete años", descartando de manera tácita –es decir, sin que haya una prohibición explícita– su permanencia en el cargo.
En 2013, la reelección de Giorgio Napolitano fue vivida como un hecho extraordinario; además, fue el mismo Napolitano quien comunicó que dimitiría lo antes posible; y así fue, casi dos años después. Ahora, sin embargo, parece que Mattarella está decidido a terminar su nuevo mandato de otros siete años, hasta 2029; es decir, ejercer de presidente de la República por un total de 14. Si lo consigue, se convertiría en un Franklin D. Roosevelt italiano –aunque, claro, en un contexto parlamentario. De hecho, Estados Unidos modificó su Constitución tras el fallecimiento de FDR para institucionalizar el vínculo, hasta aquel entonces implícito, de los dos mandatos (la 22ª Enmienda de 1947).
¿Pasará lo mismo en Italia? ¿Se reformará el texto constitucional para prohibir la reelección del presidente de la República, como ya ha propuesto un grupo de senadores del Partito Democratico? ¿O se introducirá su
elección directa, como en Francia, según la propuesta del ex-presidente del Consiglio, Matteo Renzi? ¿O, más bien, habrá que seguir confiando en el juicio de los próximos presidentes para que se mantenga el espíritu original del
settennato?
La segunda cuestión es de carácter cultural: la reelección de Mattarella revela, una vez más, la persistente condición de fragmentación del sistema de los partidos italianos y la incapacidad de la gran mayoría de los lideres políticos para formular una síntesis entre las diferentes posiciones y anteponer el interés nacional a los suyos particulares. Mattarella accedió a ser reelegido tras siete votaciones en las que la coalición de centro-derecha, en particular el líder de la Liga, Matteo Salvini, iba cambiado continuamente de candidato con el único objetivo de imponer a una de esas personas para la Jefatura del Estado pese a la necesidad numérica de llegar a un acuerdo con la coalición de centro-izquierda. De manera casi inevitable, el resultado parece contribuir a una nueva disminución del grado de confianza de los ciudadanos en los partidos políticos.
En su nuevo libro 'Il Presidente della Repubblica in Italia', el profesor Gianluca Passarelli analiza todos los inquilinos del Quirinale de 1948 hasta hoy. Ahí podemos leer, por ejemplo, que la duración de la elección presidencial puede variar mucho: hubo elecciones muy rápidas (una sola votación, como la de Francesco Cossiga en 1985 o la de Carlo A. Ciampi en 1999); pero también muy largas, como las 23 votaciones de 1971 (Giovanni Leone), las 21 de 1964 (Giuseppe Saragat) o las 16 de 1978 (Sandro Pertini) y 1992 (Oscar L. Scalfaro). Entonces, ¿por qué esta vez sólo ocho? ¿De dónde vino la prisa de los más de 1.000
grandes electores?
Se ha escrito que el bloqueo persistente, el hecho de que muchos parlamentarios no van a ser reelegidos (a partir de la próxima legislatura el Parlamento italiano pasará de 945 a 600 miembros) y la percepción de una necesitad de rapidez por la pandemia y la implementación del Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia (PNRR) han permitido una nueva representación de la famosa paradoja del Gatopardo: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".
El cinismo de los políticos explicaría el porqué de este acto excepcional.
Sin embargo, la referencia a Tomasi di Lampedusa no parece la más adecuada. Porque nada, en realidad, ha cambiado: ni el presidente de la República ni, como muchos temían, el primer ministro ni la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno. El que conoce a fondo la política italiana sabe que, en este caso, lo más sensato es recurrir a una célebre frase de Giulio Andreotti: "Meglio tirare a campare che tirare le cuoia" (mejor intentar sobrevivir que morir como héroes). Cinismo y cobardía disimulados por el eslogan
Tina (
there is no alternative, no hay alternativa).
La tercera cuestión, que subyace a las anteriores, es de carácter político: el futuro y la calidad de la democracia italiana. No cabe duda de que la reelección de Mattarella en el Quirinale y, en consecuencia, la permanencia de Mario Draghi en el Palazzo Chigi siguen siendo una
gran oportunidad para garantizar la estabilidad interna del país y mantener un papel de renovado liderazgo en la Unión Europea. La pandemia de la Covid-19 aún no ha acabado, la recuperación económica no llega por acto de magia y la transformación del sistema productivo es un reto complejo y de larga duración.
Mattarella y Draghi son dos grandes recursos para Italia, dos 'seguros' contra los problemas estructurales del país.
No obstante, el papel de Draghi sigue siendo muy complicado. En una rueda de prensa antes de Navidad, el propio primer ministro expresó su disponibilidad para ser elegido presidente de la República. Un gesto muy inusual, también fruto de una campaña mediática que intentaba resolver el bloqueo entre los partidos. Una opción definida como un
'semipresidencialismo de facto' –el Gobierno liderado indirectamente por el presidente. Finalmente, los vetos entre los partidos han obligado a Draghi a permanecer al frente del Ejecutivo.
En efecto, Draghi parece ser la única personalidad capaz de mantener unida la actual coalición, que aglutina a todos los partidos a excepción de la extrema derecha de Giorgia Meloni, una versión italiana de la coalición Úrsula nacida en el vigente Parlamento Europeo. Son muchos, entre políticos y tertulianos, los que afirman que Draghi debería seguir como primer ministro independientemente del resultado de las elecciones generales de 2023. Y para facilitarlo, no es casualidad que, tras la reelección de Mattarella, se haya reabierto el debate sobre una enésima
reforma de la ley electoral, esta vez en sentido proporcional según el modelo alemán, con una barrera del 5%. Se podría llegar a la conclusión de que Italia se encamina hacia una nueva etapa de su historia política, una
Tercera República caracterizada por la desaparición de coaliciones preelectorales amplias y heterogéneas y una competición menos populista y más centrípeta.
Pero, ¿cuánto tiempo se puede 'congelar' la política de un país por razones de eficiencia y reputación? ¿Qué sentido tiene imaginar una división del calendario político de los próximos 12 meses en dos tramos –seis meses de toma de decisiones y otros seis de campaña electoral– si luego el resultado no cambia? Además, ¿qué decisiones a favor de quién? Por ejemplo,
¿cómo conciliar la última reforma fiscal del Gobierno, donde los más favorecidos son los de renta alta, con el mensaje de investidura de Mattarella, en el que la palabra más repetida ha sido 'dignidad'?
Como ya tuve la oportunidad de escribir en este medio, tal vez el "ideal tecnocrático" no es el instrumento más adecuado para resolver, en el medio-largo plazo, los problemas de un país como Italia. Aunque hay que evitar respuestas fáciles y correlaciones superficiales,
en 2021 Italia experimentó un doble crecimiento: el de la abstención electoral y el de la emigración al extranjero.