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Guerra y popularidad de los presidentes de EE.UU., ¿hay relación?

Juan Tovar Ruiz

6 mins - 23 de Febrero de 2022, 12:00

La crisis de Ucrania y el eventual desencadenamiento de un conflicto con otra gran potencia (sea Rusia o China) en un momento en el que la popularidad del presidente Joe Biden no pasa por su mejor momento rememora un viejo debate presente en los ámbitos político y académico: el que vincula las condiciones de la política doméstica con el surgimiento de conflictos armados entre estados y puede llevar a pensar que su participación en los mismos incrementaría la popularidad del mandatario que decide involucrarse en uno. 

En particular, este fenómeno ha sido estudiado, con mayor o menor detalle, por los autores de teorías de las Relaciones Internacionales como la paz democrática, que defiende la ausencia de guerra entre democracias liberales.
 

Existen estudios y datos que relacionan históricamente la popularidad de presidentes estadounidenses con su participación en conflictos armados. Entre los ejemplos recientes tenemos el caso de Bush padre, que vio incrementada su popularidad tras el éxito de la Guerra del Golfo, llegando a alcanzar el 90%, según Gallup. Con todo, el debate fue particularmente destacado en algunos momentos concretos. Por ejemplo, en el caso de George W. Bush después del 11 de Septiembre y el desencadenamiento de la guerra contra el terror. Con estas acciones, la popularidad de este presidente se disparó hasta el 86%. Lo mismo cabe decir de cuando dio por ganada la Guerra de Irak de 2003, alcanzando hasta un 71% de popularidad.

Incluso no han faltado voces que, desde posicionamientos ideológicos o conspirativos, atribuyeron la decisión de afrontar estos conflictos armados a un intento del presidente de turno por mejorar su imagen ante sus compatriotas.
 

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¿Puede sostenerse que la participación en un conflicto armado puede ser un buen negocio para un dirigente con problemas de aceptación? 
Ejemplos no faltan en la Historia de mandatarios que habrían recurrido a un discurso nacionalista para desencadenar guerras que le permitiesen ser más popular y consolidar de esta forma su poder, empezando por las famosas guerras de prestigio propias del siglo XIX o las campañas de Napoleón III. Para algunos académicos, como es el caso de Edward Mansfield o Jack Snyder en su obra 'Electing to Fight: Why Emerging Democracies go to War', hay una vinculación clara entre el desencadenamiento de conflictos armados y la existencia de dirigentes políticos en problemas. Esto es especialmente real en el caso de estados envueltos en procesos de transición a la democracia liberal, más proclives a esta fórmula que los autocráticos debido a la necesidad de sus líderes políticos de consolidar su poder.
 
Sin embargo, generalizar esta afirmación es problemático; especialmente en el caso de democracias consolidadas como Estados Unidos, donde la guerra es un negocio azaroso y traicionero que pueda encumbrar la popularidad de un líder, pero también hundirle. El estratega militar chino Sun Tzu ya afirmó, en su popular obra El arte de la guerra, que ésta puede suponer la muerte o la vida para un Estado. Esto es particularmente cierto si se aplica a la supervivencia de los líderes políticos, cuya primera misión es, una vez elegidos, mantenerse en el poder, tal y como sostienen autores como Bruce Bueno de Mesquita.
 
Además, los datos de los presidentes estadounidenses más recientes no necesariamente acompañan la relación superficial y facilona entre guerra y popularidad. En el caso de presidentes como Bill Clinton o Barack Obama, su participación en conflictos como los de los Balcanes o Libia no les produjeron réditos relevantes. La ausencia de una vinculación entre estos conflictos y el interés nacional estadounidense puede ser uno de los aspectos que explicaría la diferencia con el caso, por ejemplo, de la Guerra del Golfo.
 

Abundando en esta idea, ni siquiera en los casos de los presidentes estadounidenses recientes cuya popularidad subió como la espuma tras el desencadenamiento de conflictos armados las consecuencias políticas fueron especialmente positivas. A pesar de su buena gestión de la Guerra del Golfo y de la política exterior en general, Bush padre fue incapaz de ganar un segundo mandato y fue derrotado por el demócrata Clinton. A la postre, las consecuencias de la crisis económica que Estados Unidos padeció en el final de su mandato pesaron más que la buena gestión de la política exterior. Lo mismo se puede decir de George W. Bush, que vio paulatinamente erosionada su popularidad por una Guerra de Irak que había declarado ganada prematuramente



En este caso, se puede argumentar que el contexto y la gestión de los conflictos influye mucho en cómo percibe la opinión pública la gestión de un presidente. Aun así, esta popularidad tiende a ser efímera y con escasas consecuencias, a la luz del escaso valor que se otorga a las cuestiones de política exterior como elementos de decisión determinantes en los procesos electorales.  

Esta relación sería particularmente problemática en un contexto como el actual, marcado por la desconfianza de la opinión pública estadounidense hacia la gestión de las élites y su división, aspecto este último que ha podido verse en relación con la gestión de la crisis de Ucrania: los miembros más tradicionales del Partido Republicano son partidarios de una respuesta más enérgica, mientras que los más cercanos al ala populista o jacksoniana de Donald Trump critican involucración  del país en un conflicto lejano y poco relevante para su interés nacional. En el lado demócrata, la división se produce entre un establishment tradicional más beligerante y el sector progresista, partidario de un cierto pacifismo.

Con estos mimbres, y una hipotética guerra que no libraría contra a actores no estatales o adversarios débiles, sino a grandes potencias como Rusia o China, cualquier relación causal entre guerra y popularidad presidencial carece de evidencia empírica y debe ubicarse en el marco de las teorías de la conspiración.
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