Putin lo hizo, o mejor, lo ha vuelto a hacer. Tras la anexión de Crimea en el año 2014 y el mantenimiento del conflicto en el Donbás, esta vez ha ido más allá y ha entrado a sangre y fuego en territorio ucraniano y desde todos los frentes. Y lo ha hecho contra la lógica racional. Veamos.
Hace menos de una semana la situación en la que se encontraba Moscú en toda esta crisis era muy favorable a sus intereses. Quizás no cumplía con su programa de máximos, pero sí estaba en una posición estratégica favorable para alcanzar algunas metas bastantes relevantes. En primer lugar, había conseguido cierta empatía entre parte de la opinión pública que pensaba con firmeza que, efectivamente, las tropas rusas se estaban replegando. Con esta maniobra, desconcertaba a Estados Unidos y a la OTAN y los países europeos, liderados por Emmanuel Macron y Olaf Scholz, veían una puerta abierta para la vía diplomática. Esta situación le permitía al presidente francés afrontar con cierto aire de gran negociador el proceso electoral al que se enfrentará para su reelección en el mes de abril. El canciller alemán, por su parte, respiraba aliviado al vislumbrar la posibilidad de poner en funcionamiento el gasoducto North Stream II. Además, con esta maniobra conseguía dividir a los socios europeos entre aquellos que se fiaban de su palabra y los que optaban por seguir.
En segundo lugar, Rusia había conseguido sentarse con EE.UU. de tú a tú y arrancado la posibilidad de una negociación sobre el despliegue de misiles convencionales en Europa en la famosa carta secreta enviada al Kremlin desde Washington y publicada por
El País gracias al fantástico
scoop del periodista Hibai Arbide. Desde el final de la Guerra Fría, Moscú jamás había conseguido algo similar; y, sobre todo, que desde Estados Unidos lo mirasen sin condescendencia.
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En tercer lugar,
Crimea no se tocaba como parte de la negociación, al tiempo que
seguía controlando partes de los 'oblast' de Lugansk y Donestk y, por lo tanto, desestabilizando Ucrania a través de los rebeldes pro-rusos, algo que hacía imposible la adhesión de este país a la OTAN.
En cuarto lugar, las declaraciones del embajador ucraniano en Londres habían permitido entrever que
el Gobierno de Kiev estaría dispuesto a ceder y a implementar los Acuerdos de Minsk mediante la convocatoria de elecciones y de dotar a ambas regiones de un estatuto de autonomía propio, algo a lo que se había negado de manera sistemática durante los últimos ocho años.
Por el contrario, el ataque del Ejército ruso a Ucrania va a conseguir todo lo que, aparentemente, Putin quería evitar con esta crisis. Por un lado, refuerza la razón de ser de la OTAN, la resucita de la muerte cerebral que dijo Macron y la permite seguir siendo el instrumento de seguridad al que recurrir en un momento de crisis total. Recordemos que la OTAN es una organización heredera de la Guerra Fría que sólo tenía razón de ser frente al Pacto de Varsovia, y que desde los años 90 se adapta al contexto con el fin de no desaparecer. A las puertas de la definición de un nuevo concepto estratégico este mismo año en la cumbre que tendrá lugar en España, Putin le ofrece los argumentos que necesita para profundizar en sus estructuras y objetivos, en este caso dotándole de razones objetivas.
Por otro lado, incluso si Rusia consiguiera controlar a Ucrania en cualquier forma (ocupación, Gobierno títere, etc) el nivel de rusofobia instalado en la sociedad ucraniana, sin precedentes y ahora armada por la OTAN durante estos años, sería difícilmente estabilizable. Lejos de generar adhesiones, lo único que produce es rechazo y agresividad contra Moscú. Además, la agresión cohesiona la voluntad, al menos en un primer momento, de los 27 que ven como una amenaza cierta una guerra en territorio europeo. La voluntad política europea mostrada durante las últimas horas parece indicar que se quiere actuar con rotundidad mediante la imposición de sanciones y la voladura de los puentes de diálogo con Moscú.
La única explicación a la que se puede asignar esta reacción tan brutal es a la mente calenturienta de un líder atrapado en una idea mesiánica. Una idea sostenida sobre la visión de un imperio que fue y que ya no es, y que quiere materializar evocando una interpretación de la historia adaptada a sus deseos de poder y gloria. Este deseo imperial se nutre a partes iguales de buenas dosis de irredentismo y de búsqueda de venganza, así como de la construcción de una concepción de la nación rusa construida sobre el sometimiento de otras naciones a las que considera subordinadas, y a las cuales niega su propia estatalidad. Y ambas las enmarca en un contexto histórico con el que justifica la agresión que en estas horas está viviendo Ucrania.
Estas ideas no son nuevas. Putin lleva elaborando discursos y artículos en los que, de manera sistemática, reconstruye un pasado que sirve a sus fines expansionistas e imperiales. Discursos donde siempre ha puesto en tela de juicio la capacidad de Ucrania para decidir por sí misma su política exterior en virtud de los vínculos históricos que unían a rusos y ucranianos y que Putin considera indisolubles. Discursos que intentan dotar de legitimidad la utilización de la fuerza militar rusa más allá de sus fronteras.
Pero los discursos no son suficientes para lanzar una ofensiva de estas características. Es relevante destacar que, paradójicamente, en los regímenes autocráticos la simbología y la utilización estricta de determinados procedimientos es lo que les revierte de la cobertura legal y la legitimidad necesaria para actuar cara a sus poblaciones. Y eso es exactamente lo que hemos visto durante los últimos días. Desde la consulta de la Duma sobre el reconocimiento de la independencia de Donestk y Lugansk y la autorización de esta misma Asamblea para desplegar tropas fuera de Rusia. No se dejen engañar por las ceremonias, son todas puro teatro.