Desde que Bolivia, mediante su Constitución de 2009, eliminó la elección indirecta de sus presidentes en segunda vuelta por parte del Congreso Nacional, todos los países latinoamericanos (excepto Cuba) han votado por sus presidentes en comicios meramente directos. Sin embargo, las reglas exactas para elegir presidentes difieren mucho, y estas diferencias importan. Si los presidentes son elegidos o no en segunda vuelta tiene importantes consecuencias para la democracia, la estabilidad política y la gobernabilidad.
En relación a esto, ocho países han adoptado un sistema de doble vuelta con un requisito de mayoría absoluta en la primera ronda o en la segunda. En cambio, otros cuatro (Costa Rica, Argentina, Bolivia y Ecuador) han pretendido reducir la probabilidad de balotajes permitiendo que los candidatos sean elegidos en la primera ronda electoral con un umbral reducido. Dicho umbral está en ocasiones acompañado de un requisito para ganar por un margen específico sobre el segundo candidato más votado. Por otro lado, seis países descartan ahora cualquier posibilidad de una segunda ronda y exigen que su presidente sea elegido en una sola vuelta. Esta regla (mayoría relativa), que fue históricamente anterior está actualmente en uso en México, Paraguay, Venezuela, Honduras, Panamá y Nicaragua.
Mayoría relativa versus balotaje
La mayoría relativa tiende a simplificar el sistema de partidos y reduce el número de candidatos presidenciales. Los partidos nuevos y pequeños suelen unir fuerzas en coaliciones con un solo candidato porque saben que su apuesta propia no ganaría en la única vuelta. No obstante, estos partidos tienen el incentivo de presentar a sus candidatos individuales bajo el sistema de balotaje porque el umbral para ganar (o quedar en segundo lugar) en la primera ronda electoral es mucho más bajo. No es casualidad que la mayoría relativa ayudó a mantener algunos de los sistemas bipartidistas más concentrados de América Latina (Honduras, Venezuela hasta la década de 1990 o Paraguay).
Esta reducción del número de candidatos es un hecho positivo, porque una fragmentación excesiva de la oferta política en unas presidenciales puede generar sus propios problemas de gobernabilidad. Las pautas de votación en este tipo de convocatorias electorales también se traducen en representación parlamentaria. Cuantos más candidatos presidenciales haya, más partidos pequeños van a proliferar en los parlamentos. En consecuencia, cuando los presidentes que carecen de un respaldo legislativo sólido se enfrentan a congresos poco cooperativos y fragmentados, esto daña el flujo eficiente del proceso político. Pedro Castillo, en Perú, probablemente estaría de acuerdo.
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En este sentido, los peores resultados para el rendimiento democrático ocurren cuando la segunda ronda produce un ganador que no venció en la primera vuelta. Tal reversión de resultados entre rondas electorales (especialmente cuando se da en sistemas de partidos crónicamente volátiles)
conduce a la inestabilidad política. Aquellos presidentes que lograron revertir el resultado y fueron respaldados sólo por partidos personalistas débiles a menudo recurrieron a los autogolpes (Alberto Fujimori en Perú en 1992 o Jorge Serrano Elías en Guatemala un año después), o la falta de su respaldo legislativo resultó en conflictos con los congresos o incluso en destituciones forzosas (como fue el caso de Abdalá Bucaram en Ecuador en 1997).
Si la historia sirve de guía, la
inversión de resultado latinoamericana más reciente, la de Gabriel Boric en Chile, en un contexto de nueva constelación del sistema de partidos, hace presagiar una relación conflictiva entre el Legislativo y el Ejecutivo.
Al mismo tiempo, existen límites a este efecto dañino. Las elecciones de doble vuelta, en comparación con las que aplican la regla de la mayoría relativa, no han abierto las puertas a más 'outsiders' políticos que se postulen para presidentes en la región. De hecho, las crisis políticas en América Latina ocurren con una frecuencia similar tanto después de que demasiados candidatos viables se presenten a una elección presidencial como después de comicios con uno o dos candidatos viables y fuertes. El número de candidatos presidenciales debe estar
en el valor intermedio para evitar episodios críticos, como juicios políticos de presidentes, renuncias forzadas o golpes militares directos. Ni la inestabilidad ejecutiva crónica en sistemas de partidos extremadamente fragmentados (Ecuador en la década de 1990), ni la inestabilidad en sistemas bipolares extremadamente concentrados (piénsese en el golpe de Honduras de 2009 o el juicio político de Fernando Lugo en Paraguay en 2012) conducen a la estabilización democrática.
De hecho, la doble vuelta puede incluso haber protegido y fomentado las aspiraciones democráticas de los países latinoamericanos. Un
contundente argumento de Cynthia McClintock muestra que las barreras altas para ser elegido con mayoría relativa facilitaron la permanencia en el poder de partidos autoritarios arraigados (PRI anterior a 2000 en México, Partido Colorado en Paraguay o PSUV en Venezuela). Por el contrario,
la doble vuelta no sólo ha permitido que los nuevos partidos desafíen efectivamente estas tendencias autoritarias, sino que ha ayudado también a moderar a los partidos de extrema izquierda, acercándolos al centro ideológico. La necesidad electoral de captar votantes centristas en una segunda vuelta ha acompañado la paulatina moderación ideológica del Partido de los Trabajadores (PT) en todas las candidaturas electorales de
Lula da Silva en Brasil desde 1989, o del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador.
Elecciones con mayoría relativa: dividir y vencer
Es importante destacar que la doble vuelta presidencial genera oportunidades más amplias para que los partidos de oposición se coordinen contra el presidente autocrático. Desde Hungría hasta Nicaragua ha ocurrido con demasiada frecuencia que los líderes autocráticos fueron elegidos no por su popularidad, sino porque la oposición estaba demasiado fragmentada y desunida para plantear un desafío significativo.
En las presidenciales en las que se vota por un mandato único, las fuerzas opositoras tienen dificultades para presentar un candidato común contra un líder autoritario debido a sus frecuentes diferencias ideológicas internas o rivalidades personales. Esto tiene como consecuencia una fragmentación del voto de la oposición y una victoria fácil para el titular si el resultado se decide en una sola vuelta. Éste puede ganar fácilmente incluso cuando la mayoría del electorado vota en su contra. Por consiguiente, las elecciones por mayoría relativa han protegido a los presidentes de esta manera en las (re)elecciones venezolanas de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, o en México antes de 2000.
Ésta es una de las razones por las que los líderes con aspiraciones autoritarias temen o buscan evitar la fórmula de la segunda vuelta. Hay que tener en cuenta que la salida de Evo Morales siguió a su intento de cometer fraude electoral en 2019 para ganar ya en la primera vuelta, precisamente para evitar una segunda ronda. En el caso de Nicaragua, las reformas constitucionales que hicieron improbable la segunda vuelta llevaron a la primera reelección de Daniel Ortega, del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 2006. La introducción de elecciones de mayoría relativa (y la eliminación de cualquiera posibilidad de una segunda vuelta) en 2014 fue un paso crucial para consolidar el gobierno autoritario de Ortega y dejar de lado eventuales desafíos de la oposición. Dicho de otra manera: Ortega pudo ganar las elecciones de 2006 sólo porque logró evitar un balotaje después de una lección magistral de 'ingeniería' constitucional (el infame Pacto de 1999 con los liberales gobernantes).
En 2006, el vigente presidente nicaragüense obtuvo sólo el 38% de los votos, incluso menos que en la anterior candidatura electoral de 2001. De acuerdo con las reglas anteriores, Ortega habría pasado a la segunda vuelta con uno de los dos candidatos de derecha. La oposición liberal muy probablemente se coordinaría y sus votantes se unirían en torno a un solo candidato anti-orteguista en la segunda vuelta, derrotando al FSLN. Los votantes contrarios al presidente disfrutaban de una cómoda mayoría. Sin embargo, la división del voto de la derecha entre dos candidatos fuertes (27% y 28% de los votos, respectivamente) y la regla de obtener al menos el 40% de los votos o un mínimo del 35% con una diferencia de cinco puntos con respecto al siguiente candidato hizo que Ortega se proclamara ganador ya en la primera vuelta. La reforma de 2014 hacia la mayoría relativa efectivamente socavó cualquier posibilidad seria de que una oposición dividida y débil pudiera desafiar coordinada y eficientemente las veleidades cada vez más autocráticas del a la postre ganador.
Tal y como se puede observar, si bien la doble vuelta a veces puede ayudar a agudizar los conflictos políticos entre presidentes y legislaturas, su eliminación en América Latina es un esfuerzo instrumental y peligroso por parte de presidentes autoritarios. Cuando se proponen reformas constitucionales para limitar los balotajes, casi nunca son propuestas democratizadoras. Las perspectivas de retorno a la democracia en Nicaragua y Venezuela podrían fortalecerse si se (re)instituyeran allí las elecciones de doble vuelta. Por consiguiente, la amenaza a la democracia en los últimos años en América Latina no proviene de un entorno de competencia política abierta (y quizás desordenada en ocasiones) apoyada en el balotaje, sino de los intentos de limitar esta competencia. Finalmente, la tendencia general del constitucionalismo latinoamericano a exigir una segunda vuelta cuando ningún candidato obtiene una clara mayoría de votos en la primera ha supuesto en las últimas décadas un desarrollo democrático positivo.