La guerra, como parte de la realidad de las relaciones internacionales, fue, junto con el derecho diplomático, uno de los primeros ámbitos regulados por el derecho internacional. Desde finales del siglo XIX, el derecho de los conflictos armados, llamado también derecho internacional humanitario, protege a sus víctimas y limita la conducta de los combatientes a la hora de emplear la fuerza armada.
Precisamente, fue el ministro de Asuntos Exteriores del zar Nicolás II, el conde Mouravieff, quien promovió la celebración de la Primera Conferencia de Paz de la Haya en 1899. Trataron cuestiones relativas a la limitación del gasto en armamento y al establecimiento de un tribunal de arbitraje para resolver las controversias. La segunda Conferencia de Paz de La Haya se celebró 1907. Allí se aprobó el Convenio sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre y el Reglamento anexo. La singularidad de estas dos conferencias reside en su objetivo, más ambicioso que lo habitual en aquella época en la que se abordaban cuestiones concretas que afectaban a los intereses particulares de los estados implicados. Se trataba de regular en términos generales la prevención de los conflictos y limitar sus consecuencias en tanto que interés general de la aún incipiente comunidad internacional.
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Fiódor Fiódorovich Martens, delegado de Rusia en la Conferencia de Paz de La Haya de 1899 y de 1907, hizo incluir la cláusula siguiente en los convenios resultantes de dichas conferencias de Paz: "Hasta que un código más completo de las leyes de la guerra se haya publicado, las Altas Partes Contratantes juzgan oportuno declarar que, en los casos no incluidos en las disposiciones reglamentarias adoptadas por ellas, las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y el imperio de los principios de la ley de las naciones, tal y como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y los dictados de la conciencia pública". En el caso de que no hubiera tratados específicos que regularan la conducción de las hostilidades, las partes se atendrían a lo dictado por las leyes de humanidad, que aunque no están definidas, se entiende que se refieren al uso superfluo de la fuerza.
Después de la II Guerra Mundial, el Comité Internacional de la Cruz Roja impulsó la adopción de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, que establecen por primera vez en un tratado internacional el deber de distinguir entre la población civil y quienes participan activamente en las hostilidades. Prevén, además, que los estados contratantes se comprometen a respetar y a hacer respetar los mismos en todas las circunstancias. Posteriormente, los protocolos de 1977 adaptaron la regulación de los conflictos armados al nuevo escenario surgido tras el proceso de descolonización de la década de los 60. Los países surgidos de este proceso vieron la ocasión de contribuir al desarrollo del derecho a través de la adopción de los dos nuevos protocolos. Uno de ellos se ocupa concretamente de la regulación de los conflictos internos, aspecto apenas regulado por un artículo en los convenios de 1949. Así se ha ido gestando el derecho de la guerra, el ius in bello.
El desarrollo de este sistema de normas llevó a que un siglo después, en 1998, se adoptara el Estatuto de la Corte Penal Internacional, del que hoy son parte 123 Estados, y que instituye un órgano judicial de carácter permanente, situado en La Haya, con competencias para conocer y juzgar cuatro tipos de crímenes –de guerra, contra la humanidad, de genocidio y de agresión– y determinar la responsabilidad penal individual de quien los haya cometido u ordenado cometer.
El fiscal de la Corte Penal Internacional anunció el lunes 28 de febrero que dará inicio a una investigación sobre la situación en Ucrania lo antes posible dado que tiene "bases razonables" para considerar que se están cometiendo crímenes que caen bajo su competencia. Solicitará la autorización de la Corte para abrir la investigación. Una vía alternativa sería que un Estado miembro del Estatuto de la Corte Penal Internacional remitiera la situación a la Oficina del Fiscal dado que esto le permitiría proceder inmediatamente a la investigación. Por el momento, ningún Estado se ha referido a esta posibilidad. Podrían hacerlo uno a uno todos los estados miembros de la Unión Europea, pero tal vez el acuerdo unánime, incluso sobre este punto, sea todavía inalcanzable.
Por lo que respecta a Ucrania y a Rusia, ninguno de los dos ha ratificado el Estatuto de la Corte Penal Internacional, por lo que en principio, ni el primero podría remitir un caso al fiscal ni el segundo aceptaría la competencia de la Corte. Pero Ucrania ha declarado en dos ocasiones que acepta la jurisdicción de la Corte para que entre a valorar los hechos que ocurren en su territorio. Las dos declaraciones se basan en una cláusula especial del Estatuto que permite este tipo de sumisión a la Corte sin ser Estado miembro del Estatuto (en concreto, en el art. 12 (3)) y se remontan a los años 2013 y 2014. En la primera de ellas el Gobierno de Ucrania se refería a los crímenes cometidos durante un periodo de tiempo determinado (desde el 21 de noviembre de 2013 hasta el 22 de febrero de 2014), y la segunda declaración extendía el ejercicio de jurisdicción en favor de la Corte por un periodo no cerrado, desde el 20 de febrero de 2014 en adelante. Esta segunda declaración de Ucrania es la que permite al fiscal dar inicio a la investigación sobre los hechos que están sucediendo estos días.
Ucrania reconoce la jurisdicción de la Corte con el objeto de que identifique, procese y juzgue a los autores y cómplices de los actos cometidos en Ucrania y, además, anuncia que cooperará con el órgano judicial. La Corte ya inició investigaciones, entre otras, sobre Georgia, Bangladesh/Myanmar, Afganistán, Sudán y Uganda. El hecho de que sobre la base de los exámenes preliminares se proceda a la investigación ya es un paso significativo. Para empezar, este es el primer caso en el que se inicia una investigación sobre actos cometidos en territorio europeo.
El fiscal declaró que podrá ejercer su jurisdicción e investigar sobre los actos que podrían constituir crímenes de guerra, contra la humanidad y de genocidio. Los crímenes de guerra fueron definidos en un primer momento en un sentido amplio como "violaciones de las leyes de la guerra". El Estatuto de Roma lo concretó y, dicho aquí sintéticamente, los define como las infracciones de los Convenios de Ginebra de 1949 que impliquen, entre otros tipos delictivos, el hecho de causar deliberadamente grandes sufrimientos o de atentar gravemente contra la integridad física o la salud y la destrucción y la apropiación de bienes, no justificadas por necesidades militares y efectuadas a gran escala y arbitrariamente. La singularidad del crimen contra la humanidad reside en el hecho de que abarca la comisión de una serie de actos –asesinato, deportación o traslado forzoso de población, persecución de un grupo fundada en motivos políticos, racionales, nacionales o de otra índole– cometidos como parte de un "ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque". El elemento central del crimen de genocidio es la intención de "destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso" y llevar a cabo, con tal fin, la matanza de los miembros del grupo, lesiones a su integridad o el sometimiento a condiciones de existencia que acarreen su destrucción, entre otros actos.
Sobre estas bases legales, y ante estos hechos que nos descubren lo que es ver una guerra en directo, el fiscal de la Corte Penal Internacional ha optado por no desentenderse. Ha decidido guiarse por la fe en el imperio de la ley, y no por la dificultad que entraña arrestar a Vládimir Putin y juzgarlo.