Los conflictos armados son inherentemente violentos, llevan inscritos la pérdida y el sufrimiento humanos, dejan marcas terribles que quedan para siempre grabadas en los cuerpos y subjetividades de las personas que los sufren. Esta violencia no afecta de igual manera a todos los individuos, no adquiere la misma forma, no se utiliza para los mismos fines. Es importante, por lo tanto, tener en cuenta las distintas aristas de los fenómenos violentos y ver cómo éstos actúan de acuerdo con determinados sesgos. Este artículo tratará de analizar la violencia desde una perspectiva de género, considerando su impacto en las mujeres.
La violencia suele asociarse casi exclusivamente al ámbito físico, pero lo cierto es que es un fenómeno polifacético que engloba lo interpersonal e institucional y que repercute en los terrenos social, político y económico, en lo emocional y en lo psicológico.
De la misma manera, los imaginarios creados en torno a la violencia se han localizado tradicionalmente en el espacio público, vistos como fenómenos efectuados por sujetos y actores externos. Sin embargo, lo cierto es que se materializan también en la esfera privada.
Algunas de las violencias que se reproducen públicamente durante los periodos de militarización y paz acontecen al estar precisamente legitimadas e insertadas ya en el ámbito privado puesto que, en palabras de
David Jones, "el militarismo comienza en casa con la jerarquía fundacional del patriarcado heteronormativo". De la misma forma que los espacios privados pueden ser el germen de toda violencia, también son los blancos principales de la misma, al ser percibidos como lugares donde se genera toda reproducción -cultural y biológica- y donde los discursos masculinizados fomentan un aumento de la coerción y de las agresiones sexuales y reproductivas.
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La violencia tiene, consecuentemente, efectos multi-dimensionales que suelen ser interdependientes; está inmersa en muchos tipos de relaciones y atraviesa todos los lugares y escalas, pudiendo ser perpetrada contra un cuerpo, un hogar, una comunidad o un país. Los fenómenos violentos desempeñan un papel clave en la opresión, la inseguridad y el miedo de grupos sociales tradicionalmente marginados donde la interconexión entre género, raza, sexualidad y clase aumenta la vulnerabilidad de determinadas personas y condiciona su visibilidad y reconocimiento.
Así, por lo general y especialmente en situaciones bélicas, la violencia suele dirigirse contra aquellos sectores poblacionales considerados más débiles, entre los que se encuentran las mujeres. Esto no quiere decir que los hombres no sean objeto de agresiones en los conflictos, ni que se sitúen solamente en el papel de victimarios. Sin embargo, la violencia que sufren las mujeres tiene una especificidad asociada a su género, una dimensión sexual que merece ser remarcada. Los cuerpos de las mujeres son instrumentalizados de diferente manera, reflejando las asimetrías estructurales de poder y los diferentes espacios que ocupan ambos géneros en la sociedad.
Las relaciones e imaginarios de género han sido utilizados para incitar y exacerbar la violencia en lugares con conflictos, además de para construir símbolos y representaciones con objetivos estratégicos locales, internacionales y estatales. A las mujeres les son asignados roles y responsabilidades específicas durante las guerras, son vistas como las encargadas de encarnar y custodiar la identidad y los valores culturales de los grupos y de los territorios que éstos ocupan, se constituyen como vehículos simbólicos imprescindibles para la construcción de imaginarios partidistas.
Estas responsabilidades se ven agravadas aún más si consideramos el hecho de que dichas guerras y conflictos perturban, e incluso destruyen por completo, la vida diaria y la cotidianidad de las poblaciones locales. Entonces se produce una ruptura de las redes sociales, materiales y económicas y de los sistemas de cuidado, lo que afecta enormemente a las mujeres, al estar su identidad social asociada a estas tareas que engloban la satisfacción de las necesidades emocionales, psicológicas y físicas. Simultáneamente, las mujeres son consideradas un sujeto que debe ser protegido para salvaguardar el honor y la supervivencia. Este militarismo patriarcal donde lo femenino se concibe como lo vulnerable y subordinado parece legitimar el acceso y la violencia contra los sus cuerpos, vistos como un blanco propicio.
Todas estas premisas nos llevan a tratar de buscar una definición concreta sobre la violencia específica contra las mujeres en conflictos armados que permita entrever los usos e implicaciones de la misma. Una buena aproximación nos la da la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que comenta al respecto que "la violencia física, psicológica y sexual ejercida por los actores del conflicto armado sobre las mujeres tiene por objeto lesionar, aterrorizar y debilitar al enemigo para avanzar en el control de territorios y recursos económicos. Los actos de violencia física, psicológica y sexual tienen por objeto intimidar y castigar a las mujeres por tener relaciones con miembros del bando contrario, por desobedecer las normas impuestas por los actores armados o por participar en organizaciones percibidas como enemigas".
Siendo así, podemos observar cómo las mujeres son concebidas como objetos deshumanizados de una guerra que se libra específicamente en sus cuerpos, altamente instrumentalizados y privados de autonomía. Estos cuerpos se utilizan como estrategia y recurso, como arma física y simbólica con la que atacar, amenazar y aterrorizar al enemigo, como un espacio sobre el que ejercer dominio a través de patrones culturales, psicológicos e ideológicos.
Pero, más allá del conflicto, es necesario remarcar que la violencia es algo sistémico en la vida de las mujeres, debido a la persistente desigualdad y al imaginario social que concede primacía a valores culturalmente masculinizados como la fuerza y el dominio. Por eso hay que entender que, antes incluso de que se desarrolle una guerra, las mujeres y niñas están ya sometidas a episodios de vulnerabilidad, discriminación y violencia. Lo que acontece durante los conflictos es que esta violencia, así como las desigualdades económicas, políticas y sociales, se exacerban; lo estructural se recrudece, persistiendo incluso en situaciones de paz y post-conflicto debido a la hegemonía de la dominación masculina. Esto es a lo que Cynthia Cockburn denominó como "continuum de violencia".
Las mujeres experimentan, por lo tanto, una doble carga: una violencia general perpetrada contra la población civil y una específica relacionada con su condición de género. Esta duplicidad no debiera perderse de vista en los análisis de ningún conflicto, independientemente de la zona donde se desarrolle: de Ucrania a Colombia, de Etiopía a Myanmar es posible observar cómo las guerras y las violencias derivadas de ellas actúan con un determinado sesgo de género, el cual se acentúa al entrelazarse con otras categorías identitarias. Cualquier aproximación que se precie a estos fenómenos debería llevar incorporada una perspectiva de género que permitiese comprender mejor su contexto, causas, consecuencias y, sobre todo, sus posibles soluciones.