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Peter Turnley/Corbis

¿Se podía haber evitado la guerra?

Juan González-Barba Pera

9 mins - 14 de Marzo de 2022, 12:48

Existe un debate sobre la guerra en Ucrania que versa sobre si se podía haber evitado. Los planteamientos parten de posiciones muy distintas, pero se termina responsabilizando a Occidente, o a una parte de él, por no haber tomado en su momento las decisiones que hubieran evitado la invasión. En el primer caso, se critica a Estados Unidos (aunque no sólo) por no haber acomodado las legítimas preocupaciones rusas de seguridad después del colapso de la Unión Soviética. En el segundo, la critica se dirige fundamentalmente a Francia y a Alemania (pero no sólo) por no haber promovido en el seno de la UE sanciones como las actuales después de que Rusia invadiera Georgia en 2008 y, en cualquier caso, después de la anexión de Crimea en 2014. La primera línea de pensamiento gira en torno a la disuasión militar (y la correlativa percepción de amenaza) que proporciona la OTAN, mientras que la segunda se centra en la disuasión económica provocada por sanciones masivas que sólo puede imponer de modo efectivo la UE, por su mayor imbricación económica y energética con Rusia. En el primer caso, se reprocha a Occidente la excesiva severidad con Rusia, mientras que en el segundo se le echa en cara su excesiva condescendencia.

El quid de la cuestión de la expansión oriental de la OTAN son las promesas que, cuando cayó el Muro de Berlín, hicieron o no el secretario de Estado norteamericano James Baker y el canciller alemán Helmut Kohl al presidente soviético Mijaíl Gorbachov, en sentido de que la OTAN no incluiría ni siquiera a la antigua Alemania Oriental. Las discrepancias de lo que ocurrió perduran desde entonces. Dirigentes y especialistas rusos recriminan periódicamente a los occidentales el incumplimiento de las promesas hechas. Así lo hizo el presidente Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, un año antes de invadir Georgia, y de nuevo en 2014, como una de las justificaciones tras la anexión de Crimea. Por parte occidental, se aduce que nunca hubo un compromiso escrito, lo cual es incontestable. Eso sí, a la vista de los documentos conservados y los recuerdos de los responsables de esos días,
es cierto que Gorbachov formuló esa petición, que se discutió entre los líderes, y que Kohl, cuya prioridad era la reunificación alemana, tendía a ser más benevolente que Baker, y éste a su vez que el presidente George Bush. Lo que es indiscutible es que el presidente soviético terminó aceptando la reunificación alemana a cambio de un periodo de cuatro años para la retirada de las tropas soviéticas, ciertas restricciones al despliegue de armas nucleares y de soldados de la OTAN en la antigua RDA y ayuda financiera, sin que en ningún caso recibiera garantías formales de que la organización militar atlántica no se ampliaría hacia el Este. Este éxito estadounidense y la ampliación de la OTAN en sucesivas oleadas hacia el este incrementaron el despecho de Rusia, que trazó una línea roja en relación con un hipotético ingreso de Ucrania y Georgia en la Alianza Atlántica. La cumbre de la OTAN de Bucarest de 2008 había dado la bienvenida a las aspiraciones euroatlánticas de ambos países y acordado que serían miembros en el futuro.

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Los que critican la severidad con que se despacharon las legítimas preocupaciones de seguridad de Rusia suelen también hacer hincapié en los múltiples errores que cometieron Estados Unidos y sus aliados durante las algo más de dos décadas en que gestionaron un mundo básicamente unipolar: desde luego,
la invasión de Irak de 2003, y, también, las guerras civiles en Libia, Siria y Yemen. La primera, que se produjo sin la necesaria legitimación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, o la interpretación excesiva de la resolución del Consejo de Seguridad que autorizaba el establecimiento de una zona de exclusión aérea, y el ataque a fuerzas del régimen libio de Muamar el Gadafi fueron una y otra vez esgrimidas por las autoridades rusas como epítome de la hipocresía cuando se condenó la invasión de Georgia y la anexión de Crimea. El objetivo occidental de democratización de los diversos países árabes en conflicto fue presentado por las autoridades rusas como una de las razones que propiciaron el auge del Daesh. Rusia aparecía como el país que lograba reducir al yihadismo allí donde Occidente había fracasado: Siria, y más tarde también en Libia, e incluso con influencia creciente en el Sahel. En la medida que doraba sus blasones en la lucha contra el yihadismo, se presentaba como una garantía de estabilidad en un mundo convulso. Si a ello se suma su papel creciente como garante de los valores tradicionales, Rusia iba, en Europa y en Estados Unidos, ganando adeptos que tendían a ser comprensivos con sus agravios históricos.

En el polo opuesto, una corriente de opinión critica a los principales países de la Unión Europea por la tibieza de la reacción después de la invasión de Georgia y, sobre todo, de la anexión de Crimea. Si (repiten) se hubieran adoptado entonces las sanciones que se han aplicado ahora, Putin no habría osado invadir Ucrania por el efecto disuasorio de aquéllas y porque el maltrecho estado en que habría quedado la economía rusa no le habría permitido el rearme y modernización del Ejército. Se criticaba a ciertos países europeos, especialmente a Alemania, porque su dependencia del gas ruso le impedía adoptar una posición de firmeza frente al expansionismo ruso. El gasoducto Nord Stream 2 se convirtió en el principal caballo de batalla, y el ex canciller Gerhard Schröder simbolizaba la venalidad que sucumbe ante el gas ruso. También se veía con suspicacia la actitud de Francia para con Rusia, ya directa, ya indirectamente, cuestionando el papel de la OTAN, como cuando el presidente Emmanuel Macron la acusó de muerte cerebral. Por esas razones, los partidarios de la mano dura albergaban dudas sobre lo que podía dar de sí el cuarteto de Normandía, integrado por Francia, Alemania, Rusia y Ucrania, para garantizar la aplicación del acuerdo de Minsk II, negociado bajo su égida para poner fin al conflicto en el Donbas. Y sacaban a colación una y otra vez el precedente de la política de apaciguamiento seguida con la Alemania nazi cuando se aceptó su anexión de los Sudetes.



A mi juicio, la invasión contra Ucrania que se inició el pasado 24 de febrero ha relegado ambas líneas de pensamiento al ámbito exclusivamente académico, como el expansionismo de la Alemania nazi privó de virtualidad política al debate sobre los errores cometidos en el Tratado de Versalles al imponer condiciones excesivas, territoriales y económicas, a la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial. La invasión de Polonia en 1939 selló la suerte política de las consecuencias económicas de la paz, por reproducir el título de la obra de Maynard Keynes, de la misma manera que las críticas al apaciguamiento y qué habría sucedido de haber plantado cara a Adolf Hitler en 1938 quedaron relegadas a lo contra-factual. Sin establecer paralelismo alguno entre Hitler y Putin, porque no son en absoluto comparables, el 1 de septiembre de 1939 se luchó para abortar los objetivos políticos y militares del alemán, como ahora se trata de frustrar los objetivos políticos y militares del ruso en Ucrania. Los errores previos cometidos por los aliados, en un caso, y por Occidente,en otro, han dejado de tener virtualidad política.

En mi caso, albergué dudas en su día sobre la oportunidad de la declaración de la cumbre de Bucarest, como siempre fui crítico con la invasión de Irak y reconocí el papel estabilizador que tuvo Rusia en Siria, frente al fracaso de la estrategia occidental por una serie de razones que no viene a cuento enumerar aquí. Creo no equivocarme si aventuro que, de haberse limitado la operación rusa a garantizar la autoproclamada independencia de Donetsk y Lugansk sin apenas víctimas, la reacción occidental no habría tenido las proporciones actuales, y que los agravios rusos, en materia de seguridad y protección de las minorías rusófonas, habrían estado en el centro de los subsiguientes esfuerzos diplomáticos. Esto ha dejado de ser el caso. En cambio, el debate en la Unión Europea de las próximas semanas y meses será si se concede el estatuto de candidato a Ucrania.

Nadie quiere aparecer junto al perdedor, porque todos sabemos que Putin ha perdido su guerra. Cuanto más tarde en asimilar la derrota y mayor destrucción siembre para vencer la resistencia ucraniana, más dura será la caída. Sus hasta ayer simpatizantes en Europa tratan de ocultar las fotografías en que posaron juntos. Es importante subrayar que es la guerra de Putin, y no la de Rusia, porque cuando callen las armas habrá que reconstruir con generosidad, perspectiva histórica y visión de futuro la relación entre Europa y Rusia o, con más precisión, entre la Europa no rusa y Rusia. Así como, tras la Segunda Guerra Mundial, la caída del Muro de Berlín y el fin de las guerras de Yugoslavia, la Europa no rusa despertó de sus ensueños centenarios, Rusia deberá hacerlo de la fantasmagoría de la Tercera Roma, que ha ido mutando por distintos avatares desde el zarato de Iván IV. No hay otra misión en este mundo que la cooperación con los vecinos en un espíritu de buena vecindad, y con el resto de los pueblos para abordar los desafíos mundiales. La primera Roma no desapareció, sino que sobrevivió a través de mil vicisitudes hasta dar nombre al tratado fundacional de la Comunidad Económica Europea, trasmutada en Unión Europea. La misma que ahora impone las sanciones más devastadoras que haya jamás impuesto a un vecino se desvivirá en la posguerra por que toda Europa conozca una era de concordia.
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