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Alejandro Martínez Vélez - Europ (Europa Press)

‘Pánico’ y tabú demográficos en el mundo post-soviético

Yanina Welp

8 mins - 14 de Marzo de 2022, 20:50

Estimadas lectoras, estimados lectores,

cuando cayó el Muro de Berlin en 1989 se instaló la ilusión del avance y dominio inevitable del liberalismo y la democracia (el tan mentado fin de la historia de Francis Fukuyama). La ilusión no se esfumó con la invasión rusa de Ucrania; se venía disipando hace tiempo frente a una mirada occidental desarmada epistemológicamente para comprender. Los muros simbólicos, ideológicos y materiales se habían ido levantando mucho antes del fatídico 24 de febrero pasado. Para 2022, cercas de alambres de púas separan parte de la frontera entre Polonia y Bielorrusia y barreras de bolardos impiden el paso entre México y Texas; el Gobierno de Israel ha instalado un muro de hierro subterráneo con sensores en el límite con Gaza. Turquía ha colocado una barrera de piedra en la frontera con Irán, mientras Grecia usó el acero para separar su zona limítrofe de la turca. Dos vallas paralelas de seis metros de altura con alambres de púas encima se extienden por 12 kilómetros separando la ciudad española de Melilla de Marruecos. Elisabeth Vallet, experta en geopolítica y relaciones internacionales, lleva años documentando estos muros. Sus datos descrubren la distancia enorme entre aquella ilusión del 89 y el mundo actual: 16 vallas fronterizas había cuando se produjo la reunificación alemana; en la actualidad son 74 y al menos otras 15 están en fase de planificación.

Mucho se ha escrito y analizado sobre la emergencia de regímenes iliberales en Europa central y del este (el mundo entero vive un declive democrático). Se ha puesto el énfasis en la idea de los perdedores de la globalización y en el incremento de las desigualdades; también en el aumento de la xenofobia instrumentalizada por líderes autoritarios. En 'La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerría Fría pero perdió la paz' (Debate, 2019), los polítólogos Ivan Krastev y Stephen Holmes ponen el acento en una cuestión menos estudiada y que en estos días adquiere especial relevancia: el reemplazo de una división del mundo entre comunistas y demócratas por ‘imitadores’ e ‘imitados’. En el este, aquella imitación ferviente de un Occidente que los miraba con superioridad moral mientras incentivaba la mímesis institucional –el comunismo soviético sin alternativa, por imposición, fue reemplazado por el liberalismo occidental sin alternativa, por invitación–  se asumió como el camino rápido hacia la libertad y la prosperidad. La imitación lleva implícito el sentimiento de pérdida de soberanía (un actor externo evalúa) y humillación (la supuesta o asumida inferioridad del imitador ante la superioridad del imitado). Años más tarde, la reacción iliberal sería una forma de responder a la afrenta que esto supone. ¿Cómo? Reivindicando la nación, una cultura propia moldeada por estos discursos nativistas y también rechazando las instituciones liberales que no cumplieron con sus promesas. De esto daría cuenta el avance sobre los medios de comunicación independientes, la libertad académica y la reacción ultraconservadora frente a la agenda de derechos en EsloveniaPolonia y Hungría, por citar algunos. 

Rusia comparte sólo en parte esta trayectoria del este europeo ya que nunca fue un candidato a entrar a la OTAN ni a integrarse a la UE. Demasiado grande, demasiadas armas nucleares. Sin embargo, la humillación fue patente y la derrota, sin violencia tras el fallido golpe de Estado de 1992, se vive como una traición. De ser un actor central en el tablero global pasó a ocupar un lugar subsidiario bajo el dominio de Estados Unidos. Mucho se ha mencionado en estos días la medida en que esto influye en la personalidad y acciones de Putín (véase aquí aquí). La estrategia de la Rusia de Putin habría pasado de un momento de simulación, con elecciones más o menos competitivas, a un segundo momento en 2011-2012 en que se pasó a la parodia, primero, y a la abierta hostilidad, después. Se trata entonces de echar en cara a Occidente, y a Estados Unidos en particular, los límites de su propio modelo. La intervención rusa en las elecciones de 2016 sería el intento no sólo de incidir y desestabilizar el país, sino también de atacar la fragilidad o la hipocresía del modelo ideal. El debate debe abrirse. Son arenas movedizas que toca afrontar si se quiere salvar el proyecto democrático occidental.

En países que quedaron bajo la influencia soviética como Polonia, Hungría, Eslovenia o República Checa el descontento con la Unión Europea se ha ido haciendo cada más evidente y se ha traducido con más fuerza en la emergencia de liderazgos de la derecha radical, que se proponen restablecer valores tradicionales en torno a la familia y la sociedad. El pánico demográfico a la llegada de un número de extranjeros no asimilable tiene su contracara en unas tendencias de las que se habla menos y que operarían –según Krastev y Holmes– como un tabú: la enorme pérdida de población experimentada tras de la caída del Muro. El mapa lo ilustra a continuación. 




En el periodo que va de 1989 hasta la actualidad Estonia, Letonia, Rumanía, Bosnia o Bulgaria perdieron más del 20% de su población. Cuando Rumanía entró a la UE en 2007, 3,4 millones de personas abandonaron el país, la mayoría menores de 40 años. Fueron más los habitantes de Centroeuropa y de Europa del este que emigraron a la occidental por la crisis financiera de 2008-2009 que los refugiados que llegaron a consecuencia de la guerra de Siria (todos los datos citados por Krastev y Holmes). Sobre este pánico a la pérdida y esta reacción moral se levanta el discurso de Orbán cuando dice “queremos niños húngaros”.

Las identidades se construyen: un territorio puede tener siglos de historia, pero no hay siglos de pureza étnica o racial que sobrevivan una revisión empírica. Construir comunidad política y una noción de ciudadanía incluyente es central; no sólo por razones humanitarias. El gráfico de abajo muestra la evolución del crecimiento poblacional en España, Lituania, Letonia y Rumanía. En el primero, es la migración lo que explica la tasa positiva.
 

Con movimientos de personas comenzamos hoy. Nuestro primer artículo se ocupa de la normativa europea de acogida de población refugiada. Seguimos con una reflexión documentada sobre la cuestión de si se podría haber evitado la guerra. Cerramos con un análisis de lo que implica para la UE activar cláusulas de solidaridad en el ámbito de la seguridad.
 
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Sobre la Directiva de protección temporal: muy bien pero… 
En 2001, la UE aprobó la Directiva de protección temporal para dar respuesta a los refugiados que escapaban a los conflictos de los Balcanes. En 2022, en los primeros 10 días de la invasión de Ucrania por parte de Rusia más de 1,7 millones de personas han salido del país. Gemma Pinyol analiza y evalúa las resoluciones tomadas para dar respuesta a la crisis.

¿Se podía haber evitado la guerra?
Con esta pregunta como telón de fondo, el análisis de Juan González-Barba Pera plantea que las críticas más corrientes se pueden agrupar en una que señala que se hizo muy poco para acomodar las demandas rusas y otra que, contradiciendo la primera, afirma que no hubo suficientes sanciones en el pasado. Imperdible. (Esta semana seguiremos con el tema, con visiones alternativas).

Por una visión no miope de la solidaridad europea
Sin éxito, Finlandia y Suecia han pedido al Consejo Europeo la activación de la cláusula de apoyo mutuo en caso de agresión prevista en el Tratado de la UE. Carlos Closa Montero propone tres consideraciones para el ejercicio de la solidaridad en el marco de la Unión y hace un llamamiento a ejercerla.

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Buena lectura,

Yanina Welp
Coordinadora editoria

 
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