La idea de que la desigualdad y la democracia son incompatibles suena bastante intuitiva, ¿pero qué es exactamente lo que hace que la mala distribución de recursos tenga efectos en el modo en que una sociedad se organiza políticamente? Para responder a esta pregunta, los politólogos solemos trabajar primero en modelos teóricos y luego los traducimos a modelos estadísticos para ver si pueden predecir el destino de las democracias.
Trabajar con modelos requiere asumir algunos supuestos. Por ejemplo, vamos a asumir que los actores políticos actúan en virtud de valores morales o que, en cambio, lo hacen en función de su interés económico. En el mundo real la respuesta es probablemente algún tipo de mezcla entre ambos, pero para hacer predicciones podemos asumir un tipo predominante de motivación para la acción política. Previamente, los modelos teóricos que sostenían que la democracia era determinada por un conjunto de valores culturales fueron muy populares. Sin embargo,
desde la disolución de la URSS y de las dictaduras militares en América Latina, los científicos pasaron a prestar más atención a factores económicos. Por ejemplo, existe buena evidencia que sugiere que
alcanzado un cierto umbral de riqueza, las democracias difícilmente retroceden hacia un modelo autoritario. Sin embargo, todo indica que la riqueza en sí misma no aumenta la probabilidad de que una dictadura se transforme en democracia, como algún día se supuso.
Desde inicios de los 2000, la investigación politológica ha puesto más énfasis en cómo se distribuyen los recursos económicos más que en su abundancia; o sea, en la desigualdad más que en la riqueza. Existen muchos modelos para la relación entre desigualdad y democracia. Pese a sus diferencias,
los distintos modelos coinciden en un punto: la desigualdad promueve el conflicto. Primero, lo genera entre ricos y pobres porque el estar sentado en una montaña de oro genera para el rico el problema de protegerla, mientras que pasar hambre frente a dicha montaña es un fuerte incentivo para juntar a otros e ir por el oro.
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Segundo,
la desigualdad puede alimentar conflicto también dentro de la élite, pues grupos más dominantes pueden decidir sacrificar a otros para calmar los ánimos de la ciudadanía. Estos conflictos se entienden en la literatura bajo el concepto de "conflicto distributivo".
En mi investigación he propuesto entender el rol del Estado en la resolución del conflicto redistributivo. M temo que no suele ser un buen rol. Muchas democracias nuevas cargan con prácticas represivas desarrolladas en periodos no-democráticos. No por coincidencia, éstas suelen ser las democracias más desiguales. Pensemos por ejemplo en la violencia policial, común en Argentina, Brasil, Chile o el mismo Estados Unidos. Este tipo de violencia no se distribuye aleatoriamente, sino que está concentrada en poblaciones pobres y marginalizadas, justamente aquéllas que tienen más incentivos para demandar redistribución. Tal como ocurre en las dictaduras, la violencia y la falta de garantías para estas poblaciones aumenta el coste de movilizarse. Es más costoso enfrentarse a la autoridad si existe una probabilidad considerable de sufrir violencia, incluso letal. Esta distribución desigual de la arbitrariedad del Estado, que yo llamo de "segmentación del Estado", genera costes a los pobres y una seguridad inmediata a las élites, por lo que éstas se sienten incentivadas a mantener el orden de cosas. Este tipo de situación es lo que se suele entender en las Ciencias Sociales como un equilibrio de bajo nivel; o sea, una situación estable pero que genera malos resultados.
Por lo tanto, la trampa de la desigualdad está en los incentivos que la misma genera. Contrariamente a la creencia preferida de los ricos, según la cual la desigualdad ofrece recompensas al trabajo duro, lo que diversas investigaciones han encontrado es que la desigualdad es combustible para el conflicto. Por el lado de las élites, esto ocurre porque el precio de la represión tiende a la baja cuanto mayor es la desigualdad, lo que las incentiva a defender prácticas represivas o, simplemente, hacer la vista gorda hacia ellas. Desde el lado de los pobres, cuanto más alta es la desigualdad, más rentable puede ser la rebelión, incluyendo la que se desarrolla por medio de actividades criminales o lucha armada. Desde un punto de vista racional ambos, ricos y pobres, estarían más seguros en una sociedad más igualitaria y democrática, donde aquéllos con menor renta no estén tan lejos de los de renta más alta que se vean abocados a rebelarse, y donde las instituciones políticas protejan de modo creíble los recursos de ambos. El camino menos traumático para una situación como ésta es la coordinación de las élites mismas en función de un equilibrio de mejor calidad.
Pero, ¿es posible convencer a las élites para que apuesten por sociedades más igualitarias? En teoría, sí. Según una tradición de estudios inaugurada por la socióloga Elisa Reis, las élites tienen mucho que ganar al nivelar la cancha, pues estas inversiones se traducen en mayor seguridad para ellas mismas a largo plazo.
Sin embargo, esos incentivos difícilmente se traducen en la coordinación necesaria para generar políticas que, de hecho, promuevan dicha igualdad. Investigaciones recientes sugieren que es más fácil generar opiniones favorables a la redistribución que coordinación efectiva para implementarla, pues cuando llega el momento de
abrir el bolsillo siempre se busca que, preferiblemente, sea el bolsillo de otro el más afectado. Eso genera desconfianza entre las élites. Dicha desconfianza suele justificarse con desdén por la política y descalificación de los votantes como ignorantes o irracionales. En un estudio reciente, mis coautores y yo mostramos que este conjunto de creencias ejerce un efecto negativo muy importante en la disposición de las élites a apoyar proyectos redistributivos, aun cuando las mismas reconocen los costes generados por el conflicto distributivo.
Por lo tanto, la desigualdad es mala para la democracia porque genera incentivos para que las élites reproduzcan las ineficiencias que permiten más represión o, peor aún, directamente para acabar con la democracia por completo. Democracias desiguales pueden perdurar y, de hecho, perduran en el tiempo; pero muchas veces es su lado menos democrático el que les permite sobrevivir. En virtud de lo que sabemos, el desafío es lograr consenso en el piso de arriba para reducir la desigualdad en democracia.