Todos los esfuerzos de la UE y los aliados occidentales se concentran en parar la guerra y frustrar los objetivos de Putin. Tenemos la convicción de que su error colosal provocará su derrota; desde luego a largo plazo, y confiemos en que también a corto. Las inesperadas resistencia ucraniana y contundente respuesta de la Unión son los dos factores desequilibrantes de un cálculo equivocado. El tercer factor clave en su derrota, y con el que previsiblemente contaba, es la disuasión de la OTAN, que eleva infinitamente el precio de cualquier intento de expandir el campo de batalla al territorio cubierto por el artículo 5 de la Carta atlántica.
Empezamos a vislumbrar los gigantescos cambios que provocará este cataclismo: el nacimiento de un embrionario patriotismo europeo; la posibilidad de que Ucrania se acabe convirtiendo en un Estado miembro de la UE; la aceleración del proceso de adhesión a la Unión de los países de los Balcanes Occidentales; la entrada en escena de una UE con vocación geopolítica, que irá añadiendo instrumentos de hard power a los muchos que tiene ya de
soft power.
Otros cambios apenas despuntan, pero quizá acaben consolidándose:
una transformación radical de Rusia, que comprenda que un futuro compartido de intensa cooperación con el resto de la familia europea será más beneficioso para todos que un futuro bajo la sombra de la amenaza, los recelos y las esferas de influencia;
nuevas variables en el telón de fondo de la rivalidad sino-americana, con un papel menguante de Rusia y uno creciente de la UE; y
una reevaluación de las relaciones post-'Brexit' entre la UE y el Reino Unido. Quiero precisamente centrarme en este último punto, porque no se repara en él y, sin embargo, también conocerá el impacto de la guerra.
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Cualquier europeo sensible a la historia de su continente sabe cuánto debe a la contribución del Reino Unido: de Shakespeare al fútbol, de Newton o Darwin al tenis, de Churchill a los Beatles y, por supuesto, el inglés, convertida en lengua común oficiosa de los Veintisiete. Por tantas y tantas razones, soy uno más de la inmensa mayoría de ciudadanos de la UE a los que entristeció el Brexit. Si nuestra fortaleza es la diversidad en la unión, Reino Unido era el más diverso de todos: su mirada isleña interrogaba continuamente, fruto en parte de una historia que (como la española o la portuguesa) fue no sólo europea. Siempre aportaba una perspectiva nueva, a veces provocadora, en cualquier caso enriquecedora.
Asumí, como no podía ser de otra manera, la decisión soberana del pueblo británico: la UE es un club democrático, y su membresía es voluntaria. En el primer año de mi mandato como secretario de Estado para la UE representé a España en el Consejo de Asuntos Generales, la formación del Consejo UE a la que se encomendó el seguimiento de las negociaciones del Acuerdo de Comercio y de Cooperación (TCA, por sus siglas en inglés), de las que nos daba cuenta el negociador principal Michel Barnier, cuya labor excepcional debe ser puesta de relieve. También me ocupé de una de las derivadas del Brexit que concernía especialmente a España: a saber, la incardinación que tendría Gibraltar en la UE, cuyos habitantes habían votado de manera casi unánime a favor de la permanencia.
Hubo momentos, ya entrado el mes de diciembre de 2020, en que las posiciones sobre los asuntos políticamente más sensibles hacían temer que el acuerdo descarrilaría y estaríamos abocados a un Brexit duro. Al final, todos suspiramos cuando los negociadores firmaron un acuerdo en Nochebuena. Era mucho menos ambicioso de aquello a lo que la parte europea aspiraba, pero al menos se había pactado un divorcio civilizado. Junto al Acuerdo de Retirada, constituía el zócalo sobre el cual volveríamos a construir la relación.
Pensaba que antes de una década habría marchitado el celo 'brexiteer', esa mezcla de particularismo, nostalgia y mal diagnóstico. Se volvería entonces a una relación muy cercana al mercado interior, se firmaría un acuerdo de seguridad y defensa entre el Reino Unido y la UE, como marco de los acuerdos separados entre Reino Unido y los estados miembros, y los británicos aceptarían de nuevo participar en el programa Erasmus, entre otros cambios.
Al poco, las peores predicciones empezaron a tener lugar: el país de John Locke anunciaba que incumpliría el protocolo de Irlanda del Norte, desafiando el principio de pacta sunt servanda. Una disputa sobre licencias pesqueras con Francia que pocos años atrás habría sido resuelta al nivel de jefe de unidad en la Comisión Europea escalaba hasta el nivel del presidente Emmanuel Macron y el primer ministro Boris Johnson. Con la Covid-19 empezó una pugna estéril sobre el ritmo de vacunación y surgió una controversia sobre las exportaciones de vacunas y sus ingredientes. La prensa británica seria (
The Economist o
The Financial Times) empezaba a publicar artículos sobre tensiones territoriales e incluso se especulaba con la posibilidad remota de una desmembración del país. Como trasfondo, se malgastaban energías en negociaciones interminables y en polémicas sin cuento en vez de remar juntos. Todo muy triste para los que pensamos que un Reino Unido en forma es muy importante; no sólo para sus nacionales, sino también para el resto de los europeos.
Cuando el 24 de febrero se inició la invasión rusa de Ucrania, pareció haber llegado el momento que reivindicaría por fin el 'Brexit', cuando un Reino Unido libre de ataduras podría hacer sentir su huella sin el corsé burocrático de la UE, reaccionando con agilidad al mayor desafío a la seguridad europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Nadie dudaba que Estados Unidos, como líder de la alianza atlántica, pilotaría la reacción. Pero el copiloto indiscutible resultó ser la Unión Europea, que reaccionó de manera rápida y contundente hasta descolocar al presidente Putin. Su liderazgo es coral, con una distribución de papeles según el cual el presidente Macron se ha convertido en el principal interlocutor europeo de Putin, con lejanos ecos del papel que décadas antes desempeñó Charles de Gaulle. En vano buscaríamos los europeos una figura que evocase al gran Churchill de antaño en estos momentos de zozobra: su sucesor en el cargo andaba enredado en una polémica por la organización de fiestas durante el confinamiento y luchaba por su supervivencia política; de hecho, la invasión de Ucrania ha sido para él, de momento, un salvavidas político. Ante el reto de la acogida de los refugiados ucranianos, que concierne a todos los europeos por igual, supimos que se estaban agolpando en Calais porque las autoridades británicas, al contrario de las de los estados miembros de la UE, no los habían eximido del requisito del visado de entrada.
Encajonado entre Estados Unidos y una Unión Europea que ha sorprendido a todos con su nuevo hábito geopolítico, Reino Unido aparece fuera de foco, como un actor de reparto. El mundo y la UE cambiarán profundamente en la estela de esta guerra; también Reino Unido. Vemos con nuestros propios ojos que el Global Britain es más deseo que realidad en esta primera prueba, y que con una relación más estrecha con la UE de lo que ha quedado fijada en el Acuerdo de Retirada y el TCA, tanto los británicos como la Unión serían más globales.
El debate sobre una UE geopolítica nace de la toma de conciencia de que, cada vez más, ésta tendrá que valerse de sus propias fuerzas: el recuerdo de Trump inquieta, la guerra de Putin sacude el edificio, y en el horizonte planea el poder ilimitado chino; además de otros desafíos como el demográfico y el yihadismo. En este mundo peligroso que despunta con la guerra de Ucrania, es insensato seguir desperdigando esfuerzos. Los retos que afronta la UE son los de Reino Unido. Mi impresión es que el celo 'brexiteer' se agostará mucho antes de lo que preveíamos, y que pronto empezaremos a concentrarnos en lo mucho que nos une en vez de en lo poco que nos separa.
Es más, si la guerra ha permitido a los ucranianos soñar con un futuro en el seno de la Unión Europea, creo que el sueño de un Reino Unido que decidiera reingresar en la UE, si bien harto improbable, ha dejado de ser algo utópico, especialmente con el paso de las generaciones.