Desde el inicio de la invasion de Ucrania por parte de Rusia, de la que ya han pasado varias semanas, la economía se ha convertido en un arma de guerra más. Las sanciones aprobadas contra el invasor se han dirigido a congelar sus activos internacionales y a estrangular su capacidad de ejecutar transacciones financieras. También se ha bloqueado la capacidad del banco central de Rusia de sostener su moneda, de manera que el rublo se ha devaluado alrededor de un 50% respecto del dólar y el euro. A medio plazo, la Unión Europea ha aprobado un plan para desvincularse, al menos parcialmente, del gas ruso, que supone el 41% de las importaciones de gas del continente. Para ello, ha planteado un calendario de actuaciones que incluye la sustitución del gas de este origen por otras fuentes, la aceleración de las inversiones en eficiencia energética y energías renovables y la reformulación del mercado eléctrico para evitar subidas de precios. El primer resultado tangible de este plan de sanciones ha sido el situar a Rusia al límite del impago de su deuda, una situación que no se veía desde hacía más de un siglo.
Las sanciones, en un contexto de alta dependencia de algunas materias primas, tienen un camino de ida y vuelta: a la escasez de algunos productos, particularmente los cereales -Ucrania es uno de los principales productores mundiales- se une un alza de precios de los hidrocarburos que se han ampliado por la alta volatilidad de los mercados, donde hemos visto variaciones diarias de hasta un 25%.
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Los efectos de esta situación impactan directamente sobre los precios: el de la energía, por supuesto, pero también, y de manera indirecta, en el resto del sistema, de manera que la inflación se sitúa en todo el continente en cifras por encima de los registros de 2021. El coste de la vida se incrementa y el Banco Central Europeo se ha visto obligado a actuar, reduciendo las compras de bonos públicos, mientras la Reserva Federal se ha visto obligada a subir los tipos de interés por primera vez este año, en una senda de normalización de la política monetaria que ya está teniendo efectos: las primas de riesgo vuelven a ampliarse, de manera que la deuda italiana ya está por encima de los 150 puntos básicos mientras la española se estabiliza, al menos de momento, sobre los 100 puntos básicos tras un notable incremento durante las primeras semanas de la guerra.
De una guerra se saben dos cosas: que nunca se sabe cómo va a evolucionar, y que las cosas se van a poner peor de lo que se pensaba. Y quizá se pudiera decir lo mismo de una economía de guerra. Los riesgos se han ampliado, el descontento social se acumula por los altos precios, hábilmente capitalizados por fuerzas irresponsables y populistas, y las movilizaciones no han tardado en llegar, generando problemas de abastecimiento en algunos puntos del país. Un escenario ideal para la extrema derecha, que busca captar el descontento de la clase trabajadora ante la subida de los precios.
Así que es necesario hacer frente a esta situación, por varios motivos: en primer lugar, para lanzar un mensaje de confianza a los operadores económicos, que ven cómo la situación puede deteriorarse rápidamente con países al borde de la recesión económica, como Alemania, y mitigar de esta manera la toma de decisiones que puedan ampliar los problemas (como sería la fijación de precios y salarios con una expectativa de crecimiento de la inflación a largo plazo). En segundo lugar, para mitigar efectivamente los efectos de los altos precios energéticos en el consumo y la producción, bien a través de instrumentos transitorios, bien de reformas estructurales a medio plazo. Y, en tercer lugar, para reforzar la cohesión social y evitar un incremento de la desigualdad en un contexto de fuertes tensiones en el poder adquisitivo de los salarios y rentas más bajas.
Ésta debe ser la agenda de trabajo del Gobierno en la conformación de una economía de guerra, en la que, no nos engañemos, mientras los precios de la energía estén tan altos, España se va a empobrecer. La balanza por cuenta corriente, que tantas alegrías nos había dado desde la recuperación de la crisis económica de 2010-12, puede deteriorarse debido a los altos precios de gas y petróleo; y, tristemente, esta salida de divisas la tiene que pagar alguien. Así que de lo que se trata es de saber quién la va a pagar.
Si la paga íntegramente el Gobierno, mediante una política de subvenciones y bajadas de impuestos, distorsionará la señal de los precios de mercado, algo que ya ocurrió en los primeros pasos de la crisis del 73, que en España acumuló sus efectos precisamente por una gestión irresponsable durante los primeros momentos. Si la pagan los trabajadores, el descontento social y la desigualdad crecerán tras una década con fuertes pérdidas y sólo leves recuperaciones de poder adquisitivo de los salarios. Si la pagan las empresas, los efectos sobre la inversión y la generación de empleo son inciertos; y si todo este coste se traslada a los consumidores vía precios, podemos entrar en una espiral inflacionaria que nos acerque a la crisis de los 70, donde los precios llegaron a alcanzar un crecimiento del 25%.
La solución menos mala de todas (pues no la hay buena) sería distribuir en coste entre empresas energéticas (a través de una mitigación de sus beneficios con un control de precios, sea cual sea su mecanismo), los márgenes de las empresas no energéticas, la moderación salarial y el apoyo del Gobierno a los sectores más vulnerables y expuestos. Un mix que requiere una base de acuerdo político y, sobre todo, social, que parece estar lejos de ser activado.
Sería necesario actuar ya, con un mensaje claro porque, aunque no nos queramos dar cuenta, estamos en una guerra económica, estamos padeciendo efectos negativos y tenemos que ver cómo los gestionamos. Los tiempos, en este momento, son relevantes, y hay que secuenciar bien las medidas: no podemos esperar al otoño para reaccionar en algunas medidas (como las relacionadas con el apoyo social a los más vulnerables), pero tampoco podemos improvisar medidas estructurales (como la reforma del mercado eléctrico). En definitiva: necesitamos una actuación decidida, pactada, inmediata, con efectos estructurales y ejecutada de manera eficaz. Casi nada. Pero es que estamos en guerra y en las guerras pasan estas cosas. Cuanto antes nos demos cuenta, mejor.
Existe otra alternativa: no hacer nada y esperar que pase el temporal; o peor, esperar que sea otro (salarios, beneficios, Gobierno) el que asuma todo el coste de la situación. Pero no nos engañemos: no hacer nada es también una decisión por la que también tendremos que rendir cuentas.