Joe Biden se enfrenta a una disyuntiva imposible de solventar en el frente interno en relación con la guerra de Ucrania, de la que los grandes beneficiarios van a ser muy probablemente sus adversarios republicanos.
El presidente demócrata y su partido afronta unas elecciones de medio mandato en noviembre de este año en las que se renuevan el Congreso y un tercio del Senado federal, dos tercios de las gobernadurías y la mayoría de los congresos y senados estatales. Tradicionalmente, las elecciones de medio mandato son entre malas y desastrosas para el partido que ocupa la Casa Blanca: tras dos (o seis) años de mandato, los partidarios del presidente están relajados y/o deprimidos, y los oponentes están rabiosos y con ganas de revancha. Ambas cosas se dan ya en Estados Unidos, sin tener en cuenta siquiera la crisis generada por la invasión rusa de Ucrania.
Por si eso no fuera suficiente, las sanciones económicas y, particularmente, la reciente decisión de vetar las compras de gas y petróleo ruso, van a agravar la ya disparada espiral inflacionista en la que se encuentra la economía norteamericana desde hace varios meses. Hay que remontarse más de 40 años atrás para encontrar niveles superiores de aumento del IPC.
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Biden es lo suficientemente mayor como para recordar lo que ocurrió la última vez que un presidente demócrata, Jimmy Carter, se enfrentó a una inflación desbocada: en 1980, el partido perdió de un plumazo la Presidencia, 12 escaños en el Senado y 33 en el Congreso (y si se le ha olvidado, se lo puede preguntar al propio Carter, que a sus 97 años todavía se conserva lúcido).
La inflación lleva presionando a la baja los números de aprobación de Biden desde hace varios meses (pese a que el desempleo se encuentra en niveles históricamente bajos, el hecho es que el alza generalizada de precios se está comiendo el beneficio derivado del incremento en salarios). Y desgraciadamente para los demócratas, en estos tiempos de altísima polarización política en Estados Unidos, el mejor indicador para saber qué le espera al partido del presidente en las próximas elecciones es su índice de aprobación.
Mientras tanto, los republicanos, que en su mayoría se han alineado con Ucrania en esta crisis (con alguna excepción extravagante, como Madison Cawthorn, el congresista amante de Putin del 11º distrito de Carolina del Norte) instan a Biden a adoptar medidas económicas cada vez más duras contra Rusia, sabiendo que también dañarán la economía norteamericana, así como a tomar disposiciones en el ámbito militar (la imposición de una zona de exclusión aérea o el envío de cazas a Ucrania), que podrían acabar provocando una guerra entre la OTAN y Rusia.
Para el GOP (el Grand Old Party, el nombre tradicional del partido Republicano) eso genera una situación enormemente ventajosa, ocurra lo que ocurra: si Biden no aprueba nuevas sanciones contra Putin o nuevas medidas de apoyo militar, puede acusar al presidente de débil y de abandonar a su suerte a los ucranianos, lo que empujará sus números de aprobación a la baja (porque la opinión pública norteamericana está claramente contra Putin y a favor de Ucrania). Y si adopta nuevas sanciones que incrementen el daño a la economía rusa (y de manera correlativa, también a la norteamericana), los números de Biden también bajarán.
El presidente se encuentra, por lo tanto, atrapado en un círculo vicioso de muy difícil salida. El único escenario en el que sería concebible que Biden pudiere beneficiarse de la situación sería un colapso de Rusia en términos relativamente pacíficos (parecido al de la Unión Soviética). Pero incluso eso no sería una garantía de nada: George H.W. Bush, que presidió (en mi opinión de manera brillante y prudente) el final de la Guerra Fría y el triunfo de Estados Unidos en 1991, vio recompensados sus esfuerzos con una derrota electoral al año siguiente, a raíz de una breve recesión y un repunte inflacionista; por cierto, bastante inferior al que padece ya Estados Unidos.
Las consecuencias de esa más que probable derrota demócrata en las elecciones de medio mandato serán muy duras, porque Biden pasará a depender de los votos republicanos para poder aprobar leyes, jueces, y cargos en la Administración, lo que supondrá que legislación y nombramientos sufrirán un frenazo similar al que padeció Obama en 2010 y 2014. Es más, el control de la agenda legislativa pasará a manos de los republicanos. Un impeachment contra el presidente es casi seguro (el ex presidente Donald Trump sin duda lo demandará de manera revanchista, aprovechando cualquier excusa para justificarlo).
Pero lo más preocupante (y lo más desconocido, no ya para el ciudadano europeo o español medio, sino para el norteamericano) es que en noviembre se elegirá a los encargados de supervisar el proceso electoral en 2024 en los distintos estados (los denominados Secretary of State en la mayoría de los casos), y Trump está esforzándose por que los candidatos republicanos sean personas que no tengan escrúpulos en bloquear el cómputo de votos o falsear directamente los resultados si éstos le resultan desfavorables.
Biden, a mi juicio, ha obrado con prudencia y sensatez en las últimas semanas, priorizando la adopción progresiva de medidas conjuntamente entre Estados Unidos y sus aliados sobre aventurerismos individuales. Ha conseguido resistir los cantos de sirena de los republicanos que querrían endurecer el conflicto a riesgo de provocar una guerra. Pero, en la práctica, la consecuencia de esa prudencia y esa sensatez va a ser un empeoramiento temporal de la situación económica del país, una grave derrota de su partido en las elecciones de noviembre y un incremento del riesgo de que en 2024 los nuevos cargos republicanos electos a lo largo y ancho del país no respeten y saboteen una eventual reelección de Biden o la elección de un nuevo presidente demócrata.