Hace dos semanas el Gobierno estadounidense anunció la prohibición de comprar petróleo y gas rusos como una medida fundamental para ahogar la economía de este país. La
crónica del diario
El País del 8 de marzo informaba de que la decisión suponía "un redoble trascendental en la estrategia de sanciones que ha adoptado Occidente contra Moscú por la invasión de Ucrania", y que con ella la Administración americana asestaba "un golpe directo a la gran arteria económica del gigante euroasiático". Sin embargo, lo cierto es que
las exportaciones rusas a Estados Unidos apenas representan el 2% de sus ventas de crudo y menos del 10% de las de refinado, por lo que, aun suponiendo que todas esas cantidades se hayan quedado sin vender, es difícil creer que, con precios estabilizados por encima de los 100 dólares, la economía rusa se haya visto gravemente afectada.
Resulta más verosímil pensar que lo que EE.UU. pretendía era utilizar su embargo –de alcance menor y bajo coste para sus propios intereses– como una medida de presión hacia la UE, donde el embargo, si se aplicara, podría tener un impacto mucho mayor:
las importaciones europeas de petróleo y gas representan más de la mitad y cerca de las tres cuartas partes, respectivamente, de las exportaciones rusas.
A lo largo de la última semana esa presión para que la UE se sume al embargo americano ha ido en aumento. En estos momentos,
la Unión parece obligada a tomar una decisión realmente difícil; seguramente la más difícil desde el comienzo de la guerra. A favor de la interrupción del comercio de energía hay un argumento incuestionable:
a través de sanciones económicas no será fácil desestabilizar al Gobierno de Putin mientras se mantenga intacta su principal fuente de financiación (los hidrocarburos aportan la mitad de los ingresos por exportación y un tercio de los ingresos fiscales). En contra, dos argumentos de peso: las sanciones energéticas
podrían fracturar la posición de la UE ante la percepción de que los costes se repartirían muy desigualmente y, aún peor,
esos costes podrían acabar siendo bastante más altos para el conjunto de la UE que para Rusia.
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No es fácil saber cómo resolverá este dilema la UE. De momento, parece que ha decidido postergarlo, pero
no sería raro que finalmente se acabe optando por aplicar un embargo de pequeña escala e inicialmente limitado al petróleo. Es normal que Alemania y otros países importadores de gas ruso se resistan a recurrir a este hidrocarburo, porque ofrece menos alternativas de sustitución a corto plazo, más aún cuando la mayoría de estos estados carecen de plantas de regasificación. Además, el gas representa una parte sustancialmente más pequeña de las exportaciones rusas: el 12%, frente al 33% del petróleo. Por ello, parece lógico que las restricciones empiecen afectando a las importaciones de crudo. Si fuera así, ¿cuáles podrían ser las consecuencias?
Si esas restricciones fueran
tímidas o de corto alcance, las consecuencias para Rusia seguramente no serían muy graves. En primer lugar, porque
la misma flexibilidad que permitiría a la UE cubrir las importaciones rusas con crudo procedente de otros países es la que permitiría a Rusia desviar sus ventas hacia otros mercados, aunque no fuera de forma inmediata y con sustanciales rebajas en los precios. En segundo lugar, porque de la misma forma que sucedió tras el anuncio del embargo americano, pero de manera aún más intensa,
el anuncio europeo daría lugar a una más que segura subida del precio del crudo. En mercados altamente especulativos, en los que los precios se determinan sobre expectativas, es imposible predecir cuál sería la magnitud de esa subida; pero,
para Rusia, cualquier subida del precio del crudo, especialmente si se acerca o supera los 130 dólares de hace unos días, sería una magnífica noticia.
A este respecto hay que tener en cuenta que, con unos
costes medios de producción de crudo que se sitúan en torno a los 12 dólares, para Rusia todo lo que esté por encima de ese nivel de precios son rentas extraordinarias.
Su sistema fiscal garantiza que, a partir de los 30 dólares, el 90% de esas rentas van al Presupuesto público. Para asegurarse frente al riesgo de una caída inesperada de los precios, ese Presupuesto se elabora suponiendo precios relativamente bajos, por lo que normalmente basta con que el precio se sitúe en torno a los 40 dólares para disponer de unas cuentas equilibradas. De esta manera, cuando los precios son superiores a los previstos, el balance es superavitario y el ahorro fiscal nutre el fondo de reserva. Así, el fondo esteriliza la inyección de liquidez cuando los precios son demasiado altos; al tiempo que constituye un colchón para los años en que los precios caen por debajo de lo esperado. Cuando esto sucede, el Presupuesto se desequilibra, la economía se resiente, pero la reserva se utiliza como fondo de ayuda que permite compensar pérdidas y reactivar la demanda, sin recurrir al endeudamiento.
En las circunstancias actuales, Rusia tiene dificultades para hacer uso de parte de esas reservas y es evidente que el Presupuesto está sometido a una tensión mayor que nunca como consecuencia de las sanciones y del impacto de las mismas sobre la dinámica de crecimiento; también por el aumento de los gastos militares y, asimismo, sociales para frenar el descontento y compensar las consecuencias de la guerra. Bajo esa tensión,
precios por debajo de los 60 dólares podrían poner al Gobierno de Putin en una situación realmente comprometida. Pero es difícil que eso suceda con precios por encima de los 100 dólares, salvo que se produzca un colapso por el lado de las cantidades o que, ante el bloqueo, Rusia se vea obligada a dar salida al crudo mediante fuertes rebajas en el precio.
En suma, si la caída en las ventas no es muy fuerte y, al mismo tiempo, la subida en el precio es elevada, lo segundo más que compensaría lo primero, con lo que la UE saldría perdiendo y el Gobierno ruso, ganando. Por ello, para que (con independencia del precio) las sanciones tengan capacidad de bloquear la "arteria principal del gigante euroasiático",
el embargo tendría que ser contundente. El problema es que, si lo fuera, la UE seguramente tampoco tendría capacidad para soportarlo.
Dado todo lo anterior, cabe plantear dos interpretaciones o posibles escenarios. La primera consiste en suponer que, en el ámbito de la energía, sólo habrá amagos y pequeños golpes, porque los partidarios del embargo estén en realidad pensando más en la posguerra que en la guerra: preparativos de cara a una estrategia a medio plazo de minimización de la dependencia de Rusia. La segunda es que el embargo se convierta realmente en un arma de guerra. En este caso, una vez lanzado el primer envite, la presión para elevar la apuesta no haría sino aumentar, hasta lograr que la caída en las ventas más que compense la subida de los precios. Si ello ocurriera, y la UE entrara en una sucesión de pequeños embargos (que en un momento dado llegaran a incluir también las importaciones de gas), los precios seguirían subiendo y los desabastecimientos serían cada vez más difíciles de corregir, incluso aunque aumentaran las exportaciones americanas y/o la oferta de la Opep. Si se entrara en este
chicken game, todo el mundo podría salir perdiendo, y no sólo los países directamente dependientes de las importaciones rusas. Por ello,
no tiene sentido plantear de forma simplista el debate sobre el embargo como algo necesario y que, si no se lleva a cabo, es por los intereses más o menos egoístas de los que dependen demasiado de las importaciones rusas. Se trata de una decisión de enorme trascendencia que afecta a todos los países de la UE y, por supuesto, en primer lugar, a Ucrania.