Mucho se ha teorizado sobre la crisis de representación política que agobia al ciudadano promedio y a los partidos políticos; no sólo en América Latina, sino a nivel global. El desempeño de los partidos, las dificultades de construcción de reputación de sus dirigentes, los cuestionamientos a los regímenes políticos e, incluso, a la democracia misma provocan un evidente y complejo desencuentro entre lo que el sistema ofrece y la diversidad de cuestiones y exigencias de las múltiples ciudadanías, con sus demandas y expectativas.
Así, y aunque parecen ineficientes para encarnar todas las demandas ciudadanas y superar problemas como la pobreza y la inequidad, los partidos políticos continúan siendo los únicos instrumentos de representación política, constitutivos del sistema de gobierno democrático. En Argentina, reconocidos por la Constitución Nacional, tienen el monopolio de la representación, es decir, son los únicos vehículos que pueden presentar candidatos en las elecciones para cualquier cargo, fuente exclusiva de construcción del Poder Legislativo, gozan de financiación pública para las actividades que desarrollan y tienen facultades legales para que los legisladores y sus bancadas partidarias puedan proponer, acordar y negociar la implementación de políticas públicas y el dictado de leyes, además de múltiples responsabilidades.
El sistema tiene problemas; la falta de transparencia en las decisiones de los partidos, en sus fuentes financieras, la deficiente democratización interna, la ausencia de formación de nuevos cuadros políticos, la inequidad en la inclusión de mujeres y jóvenes, la desconexión con la ciudadanía, etcétera. La fatiga democrática, esa famosa crisis de representación que no es nada más ni nada menos que la falta de confianza en las instituciones políticas y en los propios partidos políticos. Hay que decir que los partidos han hecho méritos para que esto ocurra.
Con todo, el malestar ciudadano no es con la democracia como sistema de gobierno, sino con su falta de conexión con la ciudadanía. Una sociedad híper-informada, híper-conectada, cada vez más empoderada pero, al mismo tiempo, más empobrecida. El problema es político, las capacidades de la política se han reducido porque el sistema democrático y quienes lo encarnan se estancado, no ha evolucionado al ritmo de la sociedad.
Desde hace años, los estudios de opinión pública lo reflejan como un fenómeno en crecimiento. Aquello que empezó como una señal de alarma desde antes de la pandemia hoy se ha transformado en una tendencia que lo atraviesa todo. Desde la crisis del 2001, no había una separación tan grande entre la clase política y la ciudadanía. Una separación marcada por la impaciencia, la incertidumbre y la intolerancia.
Impaciencia
En los últimos 10 años se redujeron drásticamente los tiempos que la ciudadanía está dispuesta a sostener a sus dirigentes. Se han acortado las famosas
lunas de miel que se otorgaban a los gobernantes recién asumidos, como cheques en blanco, que permitían implementar políticas y esperar los resultados. Como mucho, sobreviven hoy como
'plazos de gracia que tienden a reducirse con cada gestión'.
Cristina Fernández de Kirchner gobernó dos periodos (2007-2011 y 2011-2015) y fue ya derrotada en las elecciones intermedias de 2013 en 15 de los 24 distritos; entre ellos, los cinco más importantes del país en términos electorales: las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Mendoza y la ciudad de Buenos Aires. Le llevó tan sólo tres años a Mauricio Macri perder su encanto inicial y empezar a tener una feroz valoración negativa en la sociedad, lo que le costó perder la reelección a manos de Alberto Fernández en 2019. El flamante presidente, pandemia mediante, llegó a ese mismo nivel en tan sólo dos años. Las elecciones legislativas intermedias dan cuenta de ello: el Frente de todos perdió casi 13 puntos porcentuales entre los comicios de 2019 y los de 2021.
La paciencia con la política es un bien escaso y limitado que parece agotarse cada vez más rápido.
Las aspiraciones de repetir mandato parecen lejanas para los gobernantes actuales.
Las alternancias pendulares entre progresismos y conservadurismos muestran la insatisfacción de la ciudadanía con unos y otros. Entonces, la ampliación de derechos está bien pero no alcanza: ¿de qué me sirve tener derecho a reclamar, por ejemplo, por violencia de genero si no tengo dinero para pagar el transporte hasta la comisaría y si, además, al llegar también ahí me maltratan?. No se ha producido la conexión entre la ampliación de derechos y que eso se traduzca en mejora de calidad de vida. La economía de mercado también está bien, pero tampoco alcanza para resolver los problemas.
Incertidumbre
La política ha dejado de ofrecer un horizonte cercano. No brinda expectativas, ya no hay grandes narrativas de futuro, ni siquiera hay promesas de solución o gestión de problemas: lo único que muestra es la confrontación, las peleas estériles. La ciudadanía asiste a las intrigas palaciegas de sus dirigentes mientras la sensación de incertidumbre se acrecienta.
La mayoría de los argentinos cree que el país va en la dirección incorrecta (68,6%). Claro, desde hace 10 años la pobreza no para de crecer y la inflación ya es endémica. Pero, además,
el 55,9% cree que la situación económica dentro de un año estará peor y el 16,2% que estará igual de mal. No es ya una lectura sobre el rumbo actual del Gobierno, es una idea general del rumbo del país, la sedimentación de una realidad social cuyos problemas no tienen solución a la vista. Además, está la certeza de que no hay mejora en un plazo cercano y lo que este dato produce al humor social: ese casi 70% que muestra la clara dimensión del malestar social. La clase política no ha cumplido con las expectativas.
Intolerancia
Un dato interesante de los últimos años en los estudios de opinión pública: la gran mayoría de la dirigencia política argentina tiene imagen negativa agravada. Es decir,
tanto el oficialismo como la oposición ostentan mayor imagen negativa que positiva de sus principales dirigentes. Las valoraciones de gestión siguen la misma tendencia. El presidente gobierna hoy con casi el 65% de imagen negativa, con las implicaciones que eso tiene para la gobernabilidad. Sólo algunos actores de la oposición mantienen imágenes estables o con pequeñas tendencias alcistas, pero se muestran incapaces de hablar más allá de su espacio electoral.
Comienzan así a emerger, como síntoma, nuevos protagonistas en el escenario político que encarnan esta intolerancia. Con un creciente apoyo social, un discurso anti-sistema, de ridiculización y enojo contra la política y algunos gestos antidemocráticos, muestran un indicio cierto de la falta de lectura que tienen los partidos tradicionales del descontento de la población. Y se consolidan como el
tercero en discordia en la próxima elección.
Si advertimos, además, que el Gobierno de coalición no tiene diálogo interno, que no consensúa políticas ni intereses e intenta gestionar una economía crítica y endeudada como nunca antes, el escenario es desalentador. Argentina tiene tradición bipartidista, las experiencias con alianzas y coaliciones electorales no fueron buenas en el pasado. La diferencia entre partidos políticos y coaliciones no es sólo semántica. Los partidos tienen una organización más orgánica en las decisiones y políticas, comparten una mística y una identidad ideológica, y más allá de las diferencias internas, finalmente se alinean de cara a la opinión pública. Esto no está sucediendo con la coalición de gobierno, pero tampoco con la de la oposición. Todo parece indicar que las identidades políticas están conformándose en sentidos diferentes y se vuelven, por momentos, irreconciliables.
Sólo un clima electoral más cercano puede suavizar estas diferencias, pero es una preocupación cada vez más alejada de la ciudadanía y un escenario aún abierto. La recurrente crisis económica profundizada por la pandemia sólo encontrará un remanso si los acuerdos con los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional) permiten estabilizar la golpeada economía del argentino de a pie.
Aun así, existe un consenso mayoritario en la ciudadanía argentina que mantiene, quizás por aprendizajes de tiempos pasados, en alta consideración al sistema democrático como el mejor sistema de vida posible. Recae en la clase política, y también de la sociedad, la responsabilidad de defender lo conseguido y de construir nuevos mecanismos deliberativos y más transparentes. En épocas en que los consensos no abundan, resulta ineludible apreciarlos.