A mediados del siglo pasado surgieron con fuerza dos conceptos: capital humano y flexibilidad. Los economistas de la Escuela de Chicago encontraron el primero en la obra de Adam Smith, lo moldearon e incorporaron a sus teorías neoliberales. Foucault advirtió que la definición del término capital humano tiene que ver con la percepción económica que se tiene de las personas. Los trabajadores no existen; sólo personas que invierten en su capital humano para ser empresarios de sí mismos. No son los medios de producción los que han cambiado, es el significado de ser humano el que lo ha hecho. Así, los conflictos entre el trabajo y el capital se resuelven transformando a la persona en capital y su vida en una serie de inversiones que lleva a cabo en el mercado de valores.
Como complemento de lo anterior, se acuñó el concepto de flexibilidad organizativa en un intento desesperado para afrontar la variación y la incertidumbre de los mercados. Hace 30 años, la mayoría de las empresas se clasificaba en una de las cuatro categorías fundamentales: fabricantes, distribuidores, minoristas y franquicias. Las variaciones dependían del sector particular en el que operaban. Hoy en día, las tecnologías digitales y los ecosistemas han facilitado formas totalmente nuevas de hacer negocios. Este proceso ha dado nacimiento a nuevas industrias, ha eliminado otras y ha transformado el panorama competitivo. Junto a ello, las crecientes expectativas de los consumidores han contribuido a alimentar esta
destrucción creativa y la reinvención. ¿Cuándo no ha sido así?
La incertidumbre, o evolución, de los mercados es compañera de viaje de cualquier iniciativa empresarial o personal. La cuestión es que se ha afianzado una narrativa que no se ha manifestado en signos de progreso, sino de permanencia (en sentido de estatus y poder). Es como si a lo largo de este tiempo todo se hubiera movido pero todo siguiera igual.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
De hecho, si comparamos la potencia de la flexibilidad organizativa actual, interna y externa, en relación con las empresas de hace dos o tres décadas, hoy deberíamos estar saturados de empresas saneadas y sostenibles.
A finales de los años 80 del siglo XX, se afirmaba que nuestro Derecho laboral estaba pensado bajo el principio de que el cambio era anomalía o rareza y que la rigidez de sus regulaciones era fuente de inseguridad para los trabajadores. Y a ello se ha respondido diseñando un modelo de negocio con un perímetro tan reducido que no requiere trabajadores. Y esto aplica tanto a las nuevas plataformas digitales como a los modelos de negocio analógicos.
Hoy, como siempre, nos encontramos con una realidad compleja. Esta nueva era digital, y sus modelos de negocio, se sostiene sobre dos materias primas: la tecnología y el capital humano. Ahora bien, con la disrupción digital estamos ante el primer invento humano que impacta simultáneamente en el sistema productivo y en la transmisión del conocimiento.
Quizá por ello, desde hace más de 30 años se viene propagando a los cuatro vientos el argumento de que el mercado de trabajo tiene un déficit de cualificación o desajuste de cualificaciones, que millones de personas necesitan mejorar sus skills para competir en el siglo XXI. ¿Cuándo no ha sido así? Pero estas nuevas habilidades sólo se adquieren con la práctica, una experiencia que los nuevos modelos de negocio no contemplan. Resulta paradigmático aludir permanentemente a la adquisición de habilidades como alternativa al ostracismo del desempleo, cuando la dinámica de los nuevos modelos de negocio expulsa a los trabajadores de su perímetro interior.
El término 'baja cualificación' es tan ambiguo que no aclara si se refiere a los trabajadores o a la ocupación. Una vez más, estamos ante una cuestión semántica. Esta etiqueta (
de baja cualificación) aplasta a los trabajadores a un único atributo, ignorando las capacidades que tienen y devaluando los trabajos que realizan. En esta pandemia hemos sido testigos de cómo millones de trabajadores en empleos denominados
poco cualificados, aunque
esenciales, han sostenido las actividades y servicios básicos.
Nuestro lenguaje económico degrada esas habilidades y a esos trabajadores.
Hace unos días leí que "la vida media de una habilidad aprendida es de cinco años, la mitad de lo que aprendiste hace cinco años es prácticamente irrelevante, y casi todo lo que aprendiste hace 10 está obsoleto". Cuando volví a leerlo con detenimiento me di cuenta de que confundían inteligencia con competencias; habilidades, destreza o experiencia con formación; conocimientos con información o datos, etc. ¡Qué dirían Michael Polanyi o Hans Moravec!
Desde hace tiempo, hemos asumido que un trabajo ya no es un puesto de trabajo. Los diversos modelos de organización empresarial surgidos con las primeras fábricas, y que han ido adaptándose durante décadas a los retos de las nuevas tecnologías y la globalización, han agotado su recorrido. Hoy nos define nuestro empleo, no nuestro trabajo. Pero las innovaciones tecnológicas digitales no pretenden sustituir el trabajo de los humanos (al menos en mayor medida que en otras revoluciones tecnológicas), sino gestionar una fuerza de trabajo global absolutamente flexible y dependiente. Por tanto, la gran cuestión no es si las nuevas máquinas echarán a los humanos de sus trabajos; la cuestión es qué derechos laborales convivirán con los usos que se dan a los cambios tecnológicos.
Junto a ello, el problema fundamental no sería tanto la sustitución tecnológica como el hecho de que los propietarios de las máquinas recibirán la mayor parte de los beneficios del progreso tecnológico, ocasionando un mundo con enormes desigualdades materiales.
Se ha asentado la idea de que el cambio tecnológico, sesgado por nuevas habilidades, es el culpable de la progresiva polarización salarial y de las malas condiciones de trabajo. Pues bien, no he encontrado ninguna correlación histórica entre el aumento de la automatización en sentido amplio y el estancamiento salarial o el aumento de la desigualdad. No hay pruebas de que la polarización del empleo impulsada por la automatización se haya producido en los últimos años y, por tanto, no hay pruebas de que haya causado la reciente desigualdad salarial o el estancamiento de los salarios. Considero que se habla del apocalipsis robótico para no afrontar los verdaderos desafíos del desempleo y la desigualdad, de ahora y del futuro. Por ejemplo, muchos trabajadores 'poco cualificados' son jóvenes. ¿Son realmente trabajadores poco cualificados o sólo inexpertos?
Seamos claros: la creciente desigualdad se debe a un mal desempeño del modelo económico. Puede que un día los robots o algún otro avance tecnológico se conviertan realmente en una amenaza principal para nuestro mercado de trabajo. Todo puede suceder.
Tampoco comparto la idea de que la automatización es la causa principal de la escasez de empleo. Por el contrario, llevamos décadas de un estancamiento económico y de creación de empleo digno que ahora convive con un mayor dinamismo tecnológico. Si al menos una cuarta parte de la atención prestada a los robots y algoritmos se trasladara a estos análisis económicos y sociales, podríamos tener un debate mucho más fructífero sobre la política económica. Porque es ineludible reconstruir el pacto social con un nuevo equilibrio en derechos y potencia que suture el gran desacoplamiento en el que vivimos.
ARTÍCULOS RELACIONADOS
Miguel Lázaro-Gredilla/Science Robotics