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Benko Vivien Cher/Hungarian PR (Efe)

De Budapest a Berlaymont: el Estado de derecho ante el ocaso de Visegrado

Guillermo Iñiguez

8 mins - 2 de Abril de 2022, 07:00

El pasado mes de febrero, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) dictó una sentencia tan previsible como histórica: al desestimar el recurso planteado por Hungría y Polonia, el Alto Tribunal consideró que el mecanismo de condicionalidad de los fondos Next Generation EU no era incompatible con los tratados comunitarios. La Comisión Europea tenía, en otras palabras, la potestad de congelar los fondos de recuperación a aquellos estados que incumplieran las obligaciones establecidas por los tratados comunitarios. El fallo suponía un punto de inflexión en la lucha que la UE libra, desde hace más de 10 años, contra la deriva autoritaria de ambos países: por primera vez, la congelación de fondos comunitarios dejó de ser una especulación para convertirse en una realidad jurídica.

En su sentencia, el Alto Tribunal situó los principios contenidos en el artículo 2 del Tratado de la UE (libertad, democracia, Estado de derecho) en el centro del ordenamiento jurídico comunitario: en palabras de Elisa Uría, el cumplimiento de dichos principios "no puede reducirse a una obligación a la que esté sujeto un Estado candidato para adherirse a la Unión y de la que pueda eximirse después", sino que constituye una obligación básica que ha de ser respetada por todo Estado miembro mientras éste pertenezca a la Unión. Es por ello, concluyeron los magistrados de Luxemburgo, que su incumplimiento podía justificar la retirada de fondos comunitarios: independientemente de que los tratados contengan otros mecanismos sancionadores, las instituciones comunitarias tienen que poder asegurarse de que sus fondos no sean usados para fines que contravengan el sistema jurídico que los rige.


Invasión rusa y disputas internas: entender el declive de Visegrado
El creciente arsenal jurídico de las instituciones comunitarias es sólo una de las novedades en la batalla por el Estado de derecho. A ello se ha sumado, en las últimas semanas, otro importante acontecimiento político: la progresiva debilidad política del grupo de Visegrado; una alianza que, a lo largo de la última década, ha ejercido un papel decisivo en la política comunitaria. Dicha fragmentación comenzó a manifestarse el pasado mes de noviembre, cuando el nombramiento del europeísta Petr Fiala al frente del Gobierno checo puso de relieve sus profundas diferencias políticas internas: mientras Orbán y Morawiecki consolidaban su acercamiento a Rusia y China, Chequia y Eslovaquia protagonizaban un giro hacia Bruselas y Washington; mientras Varsovia y Budapest en enrocaban en su guerra judicial contra Bruselas, el Ejecutivo checo, que presidirá el Consejo a partir de julio, dejaba claro que no compartía la deriva antiliberal de Hungría y Polonia. 

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Y sin embargo, la invasión rusa de Ucrania no ha hecho sino agudizar estas contradicciones internas. Por una parte, y como ha sucedido con tantos movimientos políticos a lo largo del continente, porque la reacción social y política contra Vladimir Putin ha puesto contra la pared a sus gobiernos, obligándoles a renegar de sus estrechos –e innegables– vínculos con dicho régimen y debilitando su poder de negociación en la mesa comunitaria. Por otra, porque ha puesto de manifiesto la división que sus políticas –hacia Rusia, el Estado de derecho, la Unión Europea– generan en unas sociedades con poblaciones complejas, diversas y mayoritariamente europeístas. Lo que podía parecer un grupo político homogéneo,
destaca el analista Jakub Jaraczewski, se ha mostrado extremadamente heterodoxo: si, en Hungría, distanciarse de la guerra y adoptar una falsa equidistancia ha ayudado a un Orbán necesitado de oxígeno electoral, el votante polaco está premiando el creciente radicalismo de su Gobierno, que esta semana ha anunciado que dejará de importar energía rusa a finales de 2022.

A medida que la invasión rusa se estanca, que la crisis energética comunitaria se agudiza y que las consecuencias económicas de todo ello se profundizan, una reconciliación política entre los miembros de Visegrado se antoja cada vez más difícil; como muestra, sin ir más lejos, la reciente cancelación de una reunión entre sus ministros de Defensa, incapaces de ponerse de acuerdo en su postura ante la crisis ucraniana. Es probable, en otras palabras, que Putin haya logrado en apenas un mes lo que Bruselas nunca ha sido capaz de hacer: fracturar al grupo de Visegrado, la bête noire de las instituciones comunitarias. 

El fin de Visegrado; ¿el fin de la crisis del Estado de derecho?
Las consecuencias políticas de esta fractura podrían ser aún más profundas si Orbán perdiese las elecciones parlamentarias húngaras, que se celebrarán este domingo y que numerosos analistas ven como la última oportunidad –difícil, aunque ni mucho menos imposible– de desbancar al primer ministro. ¿Podría ello significar el fin de la crisis del Estado de derecho?

Por primera vez en años, parece una posibilidad real. Con el grupo de Visegrado roto, una derrota –o incluso un debilitamiento interno– de Orbán podría dar lugar a un 'efecto dominó' entre los Veintisiete: sin él, el Gobierno polaco –quien, a su vez, se enfrenta a unas duras elecciones parlamentarias en 2023– perdería a su principal aliado en el Consejo; se quedaría solo en su guerra judicial con Bruselas; y, ante todo, podría verse expuesto al proceso sancionador contenido en el artículo 7 del TUE, activado en diciembre 2017 pero que se encuentra bloqueado por los vetos cruzados de Budapest y Varsovia.

La deriva antiliberal de Polonia podría, a su vez, tener sus primeras consecuencias económicas serias: la congelación del mecanismo Next Generation EU, avalada por el TJUE el mes pasado, supondría una pérdida de cientos de millones de euros para este país, uno de los mayores beneficiarios de los fondos comunitarios. Este riesgo de un profundo aislamiento político –y, por ello, económico– es fundamental para entender el giro estratégico polaco: frente a la creciente debilidad de sus (hasta ahora) aliados políticos de Visegrado, un acercamiento de Varsovia a las instituciones comunitarias se ha vuelto una cuestión de supervivencia política



El ocaso de Visegrado, apunta Lili Bayer en Politico, tendrá otra consecuencia inmediata en lo referente al Estado de derecho: obligará a la Comisión Europea a abandonar su calculada ambigüedad de los últimos años. Desde su investidura en diciembre de 2019, Ursula von der Leyen se ha mostrado incapaz de enfrentarse a la realidad que vive el proyecto europeo, relativizando el deterioro autoritario en Budapest y Varsovia, insistiendo en un absurdo "diálogo" con gobiernos que se han mostrado indiferentes a él e, incluso, negándose a ejecutar el mecanismo de condicionalidad hasta que se pronunciase el TJUE –una medida de dudosa legalidad y que le ha costado un recurso por omisión por parte del Parlamento Europeo. De hecho, sus primeras reacciones a la sentencia del TJUE no fueron esperanzadoras: la presidenta tomó nota de ella, pero pidió tiempo para estudiar sus consecuencias, faltó al Pleno parlamentario que analizó sus consecuencias y ha aprovechado la crisis ucraniana para retrasar su ejecución.

El fallo del Alto Tribunal debe suponer, sin embargo, un punto de inflexión en la estrategia de la Comisión. La institución encargada de cumplir y hacer cumplir los tratados ha de ser consciente de la gravedad que reviste el deterioro democrático en el seno de la UE: como indica el propio TJUE, el Estado de derecho no es un capricho, sino el pegamento sin el cual el ordenamiento jurídico europeo –y, junto a él, el mercado interior, la cooperación judicial o los derechos fundamentales– se desintegrará. Y si, desde el mes de febrero, la Comisión dispone de un nuevo mecanismo jurídico para frenar los órdagos de Polonia y Hungría, la invasión ucraniana y la fractura del grupo de Visegrado suponen una oportunidad política inmejorable para que Bruselas ofrezca palos y zanahorias a los gobiernos más disidentes; por ejemplo, ofreciéndose a frenar la congelación de los fondos comunitarios a cambio de una retirada de las reformas antidemocráticas promulgadas por Varsovia y Budapest. 

Pero la pelota vuelve a estar, una vez más, en el tejado de Von der Leyen, de cuyo acatamiento de la jurisprudencia de Luxemburgo dependerá que se pueda contener la metástasis jurídica que, desde hace una década, vive el proyecto europeo. Harán falta, sin duda, valentía y olfato político por parte de una Comisión que no siempre los ha mostrado. Pero hará falta, ante todo, un ejercicio de coherencia política: parafraseando a la columna Charlemagne en The Economist, no se puede defender el Estado de derecho en Ucrania de lunes a viernes para ignorarlo –en Varsovia, Budapest y Berlaymont– los fines de semana.
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