La doctrina de la guerra de nueva generación (new generation warfare, NGW) supone para Rusia la combinación de actividades de distinta naturaleza (guerra electrónica, cibernética, psicológica) y difícil atribución, sin llegar a cruzar el umbral del conflicto militar. Vista así, la persuasión, elemento esencial de la guerra informativa (
'informatsionnaya voyna'), sería más efectiva que la fuerza bruta, aunque la experiencia histórica demuestra que también puede constituir su antesala y condicionar, incluso, el desarrollo de una acción militar.
Las sofisticadas operaciones de influencia rusas beben de una extensa tradición que las ha convertido en la quintaesencia de la manipulación y el engaño (
maskirovka en contextos bélicos).
Su potencial desestabilizador ha permitido hasta ahora a la Federación Rusa sostener un papel relevante en la política global a pesar de tener un PIB inferior a Italia (según datos del Banco Mundial en 2020) sin realizar importantes esfuerzos diplomáticos, económicos o militares.
En las semanas previas a la invasión, analistas y expertos consideraron que la crisis de Ucrania no derivaría en la utilización de medios de guerra convencionales. Primero, porque un conflicto de alta intensidad que requiriese una logística compleja y costosa no sería asumible por la economía rusa; y segundo, porque ésta se vería seriamente lastrada por las sanciones internacionales y posibles boicots, con un daño muy superior al que se produciría en la economía europea, aun con su actual dependencia del suministro de gas. Pero lo cierto es que Rusia ha intervenido en 24 conflictos político-militares desde el colapso de la URSS que van más allá de las dos guerras de Chechenia y las conocidas acciones en Osetia o Georgia, hasta completar un abanico de crisis cuya causa subyacente ha sido siempre la expansión para lograr imponer su voluntad en su vecindad inmediata.
La doctrina de seguridad rusa establece un espacio de seguridad vital en torno a su territorio en el que los estados fronterizos deben mantener su independencia formal sometiéndose al control del Kremlin. Occidente representaría así una amenaza para la seguridad de los rusos, su identidad en el mundo y la continuidad de la Federación, a la que EE.UU. y Europa estarían continuamente intentando expulsar del orden internacional. Durante su primer año de mandato, Vladimir Putin decidió romper con la
Doctrina Militar de Boris Yeltsin de 1993 y la herencia soviética, eliminando de forma expresa el término
guerra en su acepción clásica e introduciendo que todos los recursos estatales debían servir a un único propósito estratégico y que un conjunto de posturas oficiales determinarían las garantías de seguridad del país. Las instituciones vinculadas a la seguridad,
"aquellos que usan la fuerza" (
silovki; Ministerio de Interior, Policía, Guardia Nacional y Servicios de Inteligencia), pasarían a desempeñar un papel preponderante en la estructura estatal.
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El rumbo iniciado entonces, coherente con la condición de ex
espía de Putin, que habría marcado también su propia visión del mundo, determinaría
la división de sus nacionales entre patriotas (quienes consienten o muestran una adhesión inquebrantable) y traidores (opositores, especialmente quienes defienden ideas liberales de corte europeo) percibidos como
agentes extranjeros. De hecho, la legislación rusa contempla desde 2012 que las ONGs que reciban financiación extranjera
deben registrarse con esta etiqueta, aplicada en 2017 a un medio de comunicación y varios blogueros y en 2020 a cinco activistas y periodistas disidentes.
Está lógica quedó patente en el incendiario discurso que el presidente pronunció la noche del 16 de marzo en la televisión pública: "Muchas de estas personas están, por san propia naturaleza, situados mentalmente allí, no aquí; no con nuestro pueblo, no con Rusia [….] Pero cualquiera, y en especial el pueblo ruso, podrá distinguir a los auténticos patriotas de la chusma y los traidores, y simplemente los escupirá como si fueran una mosca que ha entrado en la boca. Estoy convencido de que esa necesaria y natural auto-purificación de la sociedad fortalecerá a nuestro país". En 2013, durante la reunión del Club Valdai, un año después de su regreso a la Presidencia, expuso la misma idea en un
discurso que también fue muy comentado: "Con demasiada frecuencia en la historia de nuestra nación, en lugar de oposición al Gobierno nos hemos enfrentado a una oposición a la propia Rusia".
La Federación cuenta en la actualidad con privilegiados instrumentos de desinformación y canales de comunicación, además de una red de contactos internacionales que cumple una función fundamental de apoyo. En este contexto, concretamente en 2013 y 2014 nacen dos conocidas herramientas al servicio de la política de desinformación,
Russia Today (hoy
RT) y
Sputnik, con la misión de ahondar en la división interna en la Unión Europea.
Para entender cómo ve Rusia a Occidente hay que partir del hecho de que su percepción geopolítica y cultural los ha situado históricamente en Oriente. El Kremlin ha promovido en Rusia y en su entorno el sentimiento antioccidental con la permanente denuncia de los supuestos vicios de la democracia liberal, afirmando que en el espacio post-soviético los derechos de rusos y no rusos tampoco estarían fuera de peligro. Esta
corrupción moral, como se desprende del discurso de 2013, vendría dada por realidades
contaminantes que califica de anti-rusas: "Podemos ver cuántos países euroatlánticos están rechazando sus raíces, incluidos los valores cristianos que constituyen la base de la civilización occidental. Niegan los principios morales y todas las identidades tradicionales: nacional, cultural, religiosa e incluso sexual. Están implementando políticas que equiparan a las familias numerosas con las parejas del mismo sexo, la creencia en Dios con la creencia en Satanás».
De esta forma, justificaría una necesidad de protección que cristaliza eventualmente en intervenciones directas sin que el objetivo sea incorporar territorios no rusos a la Federación sino disponer (de acuerdo con la expresión
"obligar a alguien a ser tu amigo",
prinudit k druzhbe) de gobiernos autocráticos bajo su esfera de influencia. Si bien la invasión ha dañado su ya deteriorada imagen en buena parte de Occidente debido a los envenenamientos y asesinatos que se le atribuyen, hasta ahora
cada conflicto orientado a alcanzar este objetivo reforzaba la posición de Putin en clave interna y alimentaba un discurso nacionalista y expansionista que conectaba emocionalmente con la idea de una Rusia fuerte en la escena internacional (recuperando vínculos con su pasado imperial mediante el acercamiento entre el Estado y la Iglesia ortodoxa), y con la proyección internacionalista de la antigua URSS.
Este encumbramiento del nacionalismo y el conservadurismo como expresión de lo ruso no sólo le habría otorgado la simpatía de la élite del país (generando cierta cohesión en un país multinacional y multiconfesional) sino que, además, ha permitido inculcar la narrativa de la 'grandeza de Rusia' a niños y niñas; por ejemplo, mediante la
educación patriótica, con instrumentos como el movimiento patriótico-militar
Yunarmia, creado en 2016. El discurso dominante en Rusia descansaría en un sistema de valores en gran medida rescatados del periodo soviético que incluye, entre otros, el patriotismo y la disciplina.
La propaganda de guerra puede estar dando resultados muy positivos de puertas para adentro. Según la
encuesta independiente del centro sociológico Levada Center de Moscú (declarado agente extranjero),
la aprobación de Putin habría ascendido de un 71% en febrero a un 83% en la actualidad. Sin embargo, al tratarse de un discurso ligado casi exclusivamente a la política exterior y al poderío militar, en algún momento puede que deje de funcionar como contrapeso al descontento social, que podría aumentar si la población se empobrece como consecuencia de la guerra. Con las protestas que han azotado el país desde 2013 y ahora el
no a la guerra (
НЕТ ВОЙНЕ), el malestar puede extenderse más entre los
jóvenes que no han conocido otra forma de gobierno, sobre todo en los ambientes más cosmopolitas.
En cualquier caso, las ambiciones de Rusia en esta guerra no pueden interpretarse como el deseo de recuperar sus viejas fronteras naturales. Para Rusia, Ucrania no es un Estado y este cuestionamiento se produce desde el momento mismo de su independencia. Dos hechos determinan cómo perciben muchos rusos la condición ucraniana, así como sus vínculos históricos de pertenencia: por una parte, el colaboracionismo con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, incluidos los tártaros de Crimea, mientras se tiende a olvidar la participación de ucranianos en unidades del Ejército Rojo; por otra, la hambruna y migraciones forzadas a las que el estalinismo sometió posteriormente a este territorio.
Ucrania ofrecía hasta febrero dos imágenes paradójicas: hacia el este, poblaciones rusófilas fuertemente influenciables por las operaciones de desinformación rusas; y hacia el oeste, un país que, todavía bajo radar ruso, recuperaba su conciencia nacional mirando a Europa y a sus instituciones democráticas. A una semana de la invasión, Putin reiteraba en otro
discurso televisado, mucho más contenido, que nunca renunciaría a su convicción de que rusos y ucranianos son un solo pueblo.
Frente a la degeneración de Occidente, Rusia se presenta al mundo como baluarte de la civilización y la moral, y en este cuadro Ucrania representa para el Kremlin un símbolo de esa pugna por preservar, a cualquier coste, su identidad nacional.